«Nos mantendremos firmes al mando de la nave. La situación económica lo demanda. Haremos lo que haga falta para recuperar la confianza de los mercados. Tomaremos las medidas necesarias aunque sean dolorosas. Impulsaremos las reformas pase lo que pase, y esto no tiene vuelta de hoja, dice el ministro de Trabajo, Valeriano Gómez, con la […]
«Nos mantendremos firmes al mando de la nave. La situación económica lo demanda. Haremos lo que haga falta para recuperar la confianza de los mercados. Tomaremos las medidas necesarias aunque sean dolorosas. Impulsaremos las reformas pase lo que pase, y esto no tiene vuelta de hoja, dice el ministro de Trabajo, Valeriano Gómez, con la iluminada fogosidad del converso». Todo un discurso floral de sacrificio inevitable y de inflexibilidad, para adornar unas medidas cada vez más dolorosas pero según para quién. Porque desde hace tiempo se observa que el grado de afección no es igual para todos, y así, mientras unos soportan un superficial arañazo de facilísima curación con betadine, los más están a punto de entrar en quirófano para sufrir la extirpación del hígado o del corazón. Como casi siempre, las capas medias y bajas aguantan casi todo el dolor originado por la crisis económica, la molinera lucha contra el déficit, sus dosificados e ineficaces remedios, reformas estructurales, camelos y cantinelas varias.
Ahora el Gobierno de Zapatero ha decidido la desaparición a partir de febrero de la ayuda de 426 euros a los parados de larga duración, un nuevo ajuste antisocial que podría dejar sin este -ya de por sí- irrisorio soporte económico a setecientas mil personas, muchas con cargas familiares. Lo peor es que esta medida supuestamente encaminada a sedar los mercados; los mismos mercados que nos metieron en esta crisis, viene precedida por otras tantas igualmente retrógradas y antisociales, que desvisten el Estado del bienestar, como la propuesta de reforma de las pensiones para ampliar la edad de jubilación y el período de cálculo, el recorte de los salarios de los funcionarios, la reforma laboral que abarata el despido, la congelación de las pensiones o la reducción del gasto público, que afecta tanto a la inversión como al gasto social en sanidad o educación. Un suma y sigue que tiene como dardo siempre a clases medias y bajas, y nunca a los más favorecidos.
Coincido con el profesor Tony Judt, al que ya mencioné en otro artículo, cuando diagnostica que «lo peor es cómo se ha introducido un vocabulario pretendidamente ético -profundamente cínico, añado- para reforzar argumentos económicos, lo que aporta un barniz autosatisfecho a unos cálculos descaradamente utilitarios. Y así, se imponen recortes en las prestaciones sociales y los legisladores se enorgullecen de haber sido capaces de tomar decisiones difíciles, cuando en realidad han valorado que los pobres votan en menor proporción que otros sectores, así que penalizarlos entraña pocos riesgos políticos». Pero no se trata únicamente de que los pobres participen políticamente en menor proporción que las capas privilegiadas, sino que, además, estos otros sectores a los que se les dispensa de afrontar cuotas proporcionales a su riqueza, están mucho mejor articulados socialmente, gozando de altavoz mediático para instaurar como discurso único sus propuestas, lo que supone una ventaja considerable frente a las mayorías desarmadas, sin partido político de peso ni plataforma que defienda sus intereses.
«Nos enorgullecemos de ser lo suficientemente duros para infligir dolor a otros. Pero ser duro consiste en soportar el dolor, no en imponerlo a los demás. De ser así, quizás lo pensaríamos dos veces antes de valorar tan insensiblemente la eficacia por encima de la compasión», concluye Judt, desenmascarando a tanto machote desatado.
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