En épocas de crisis aguda, cuando el hambre y las necesidades se hacen imperiosas o acuciantes y asoman sus fauces en la vida cotidiana, es muy habitual que se ofrezcan reportajes en los grandes medios de comunicación de masas en los que personas pobres e indigentes salden su situación con la manida frase «mejor es […]
En épocas de crisis aguda, cuando el hambre y las necesidades se hacen imperiosas o acuciantes y asoman sus fauces en la vida cotidiana, es muy habitual que se ofrezcan reportajes en los grandes medios de comunicación de masas en los que personas pobres e indigentes salden su situación con la manida frase «mejor es pedir que robar», una ética que se difunde por los prebostes del capitalismo para no poner en cuestión las estructuras económicas y sociopolíticas de los sistemas democráticos occidentales.
De esta forma sibilina, a través de esa ética bondadosa sumisa y a la defensiva, se condena la conciencia política rebelde y opositora. La pobreza, en suma, se reduce a una calamidad de índole natural sin causas humanas objetivas, hurtando al pensamiento crítico que surjan alternativas colectivas y populares para cambiar el sistema que provoca las desigualdades e injusticias más que patentes en el día a día.
Tal ética presenta como buenos a los que se resignan a su suerte y no se hacen preguntas comprometedoras acerca de su existencia personal y social, premiando su resignación con palabras y actitudes amables. Son criminales o inadaptados, terroristas en potencia incluso, los que reclaman otras políticas activas para revertir el curso político de los acontecimientos.
Mediante esa moral que anula la capacidad de pensar políticamente, la realidad que se configura es la que proyectan los poderes fácticos del capitalismo, los verdaderos ladrones en sentido estricto, los que han despojado a la inmensa mayoría de sus derechos individuales y sociales mínimos para llevar una vida digna.
La persona pobre o indigente considera que su situación particular obedece a la mala suerte o al destino inescrutable, llegando incluso a culpabilizarse a sí misma al no haber sabido competir como es debido en el escenario social. La culpa de ser pobre, indigente o estar parado es particular e intransferible, de ahí que tenga la necesidad de comprender su desdicha a través de una moral supeditada a los ganadores o triunfadores exitosos de la contienda social: los capitalistas o sectores sociales más favorecidos por la fortuna económica.
El eslogan ideológico «Mejor es pedir que robar» ofrece cobijo cálido emocional al último eslabón de la escala social, al tiempo que le permite expíar sus penas y culpas ficticias ofreciendo su inmolación al templo de la jerarquía capitalista. Se es un buen pobre si se acepta la limosna del fuerte y la caridad que llueve de arriba abajo. Sin rechistar, con una sonrisa encantadora en los labios.
Ese pobre intachablemente bueno desconoce que el sistema le ha robado sus derechos básicos: al trabajo, a la vivienda, a la sanidad, a la educación y a una existencia digna. Que los ladrones legales le han usurpado hasta su capacidad de resistencia política y su capacidad crítica de pensar.
Es rotundamente falso que sea mejor pedir que robar. Si ese pobre prototípico fuera consciente de la realidad que le circunda, sin duda que echaría mano de otro refrán histórico, «quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón», que traducido a lenguaje político significaría que su situación privada no es consecuencia natural de ningún proceso mítico. Que todo es lucha. Que vivimos en un régimen capitalista globalizado donde el robo sistémico está legitimado por las instituciones de dominio. Que todo lo que ocurre en la Historia es obra del ser humano.
Sin embargo, esa ética extrema, en apariencia bondadosa, que pulveriza la posibilidad de interpretar la realidad en términos críticos, estructurales y rebeldes, está muy extendida en la sociedad actual, provocando resignación, apatía, tremendismo inocuo y sumisión al jefe, al señor o al agente caritativo (religiones, organizaciones no gubernamentales y similares) que dejan caer unas migajas de alimento espiritual o comestible en las manos del indigente absoluto.
Muchas son las armas ideológicas de sometimiento que utiliza el capitalismo para domeñar la voluntad de la clase trabajadora. Más allá de los mecanismos de coerción directos (fuerzas represivas y ordenamiento jurídico), existen palancas menos visibles a simple vista para crear pensamiento cautivo de sumisión a las estructuras hegemónicas. La ideología sea quizá la más poderosa, manifestándose en usos, palabras y costumbres sociales que pasan desapercibidos en la vida diaria, pero que conforman un humus rico en conductas y valoraciones automáticas que permiten un asidero falaz para interpretar la compleja realidad de forma fácil y sencilla, salvaguardando a los próceres del capitalismo de posturas rebeldes y explosiones sociales críticas.
Hace tiempo que las izquierdas dejaron el campo de la ideología en manos de las derechas, sin nada a cambio. Y la ideología, es el arma más efectiva para someter al pueblo llano. Las izquierdas están hoy como están por haber claudicado de sus presupuestos y orígenes propios. Tanto ceder en cuestiones de principios han provocado un pensamiento débil, acomodaticio al sistema capitalista. Todo valía y todo vale, siempre esperando que con cesiones tácticas llegara un día en que el sistema cayera por su propia inercia y por el progreso constante e ininterrumpido de la Historia, siempre a mejor, por supuesto.
«Más vale pedir que robar» es tanto como asumir e interiorizar que los ladrones auténticos sean nuestros reyes, presidentes, ministros, banqueros, empresarios de postín, papas, obispos, imanes o rabinos terrenales. Y todo dentro de una legalidad que legitima un orden social de raíz natural y radicalmente injusto.
Si las necesidades humanas elementales no están cubiertas, algo pasa. Lo más probable es que el sistema las esté robando a la clase trabajadora en nombre de personajes guarecidos a la sombra de los mercados, la ideología capitalista o la mera rapiña del neoliberalismo u otros dispositivos de explotación. Jamás habrá pobres sin la contrapartida especular de ricos. Ambas categorías son imprescindibles para entender el mundo en el que vivimos actualmente.
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