La ciudad es una maqueta de la estructura neocolonialista según la cual se acepta que la gente con menos recursos sufra escasez por el sobreconsumo de Occidente
Estatua de Francisco Franco antes de ser Caudillo a las puertas de la Melilla histórica.
es, con Ceuta, el único territorio europeo que queda en el continente africano. La pequeña frontera terrestre entre España y Marruecos ostenta el título de la más desigual del mundo. Es el ojo de la aguja de un continente convertido en fortaleza, cuya estrategia consiste en repeler violentamente a toda aquella persona que trata de entrar. La consecuencia: un verdadero desastre humanitario ante nuestros ojos.
Pese a que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ya ha condenado la práctica de las «devoluciones en caliente» en la frontera española por suponer una violación absoluta del derecho de asilo, las autoridades se amparan en la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana («Ley Mordaza») para continuar llevándolas a cabo.
También ha sido repetidamente condenado el uso de las concertinas, cuchillas instaladas en lo alto de las vallas de Melilla y Ceuta, por su extrema peligrosidad. Sin embargo, lejos de erradicarse, su uso se ha extendido a zonas portuarias para dificultar el acceso de personas que intentan llegar a la península como polizones.
El Gobierno de Pedro Sánchez ya ha anunciado su voluntad de terminar con estas irregularidades largamente denunciadas por diversos sectores de la sociedad, que recuerdan que la presión migratoria no se reduce con medidas represivas y que el endurecimiento de las condiciones solo modifica las vías y las hacen más mortales.
El Gobierno de Melilla alerta del riesgo de un «efecto llamada» en caso de llevarse a cabo estas medidas. El peligro de que cargos públicos defiendan el incumplimiento de los Derechos Humanos para intentar detener la entrada irregular de personas responde, según el colectivo Caravana Abriendo Fronteras, «a una política que deshumaniza a las personas migrantes, que las despoja de sus derechos». Desde esta organización, que viajó el verano pasado a la frontera sur de España y que este se ha desplazado hasta Italia para denunciar la violación de derechos del colectivo migrante, se habla ya de una «necropolítica en la Europa Fortaleza».
Al llegar a Melilla lo primero que sorprende es la militarización de la ciudad. La notable presencia del ejército y de las fuerzas y cuerpos de seguridad revelan la especial situación geopolítica de la ciudad autónoma.
Por otra parte, llaman la atención vestigios del pasado como la estatua de Francisco Franco, antes de ser Caudillo, que da la bienvenida al visitante al bajar del ferry. El aroma patriotero también se percibe en el callejero de la ciudad: 47 de sus vías tienen nombre de falangistas y de generales de la dictadura.
La localidad tiene una extensión de 12km² y está rodeada por una doble valla de 6 metros de alto formada por verjas de acero, alambre de espino, cuchillas y verja antitrepa. Todo dispuesto para separar el enclave español de los vecinos marroquíes, África de Europa.
Como explica el profesor Sebastián Sánchez, catedrático del Campus de la UGR en Melilla, «la ciudad tiene un origen multirracial y multiétnico de base». No hay más que dar un paseo por sus calles para encontrar vecinas y vecinos con chilaba, hiyab, kipá o crucifijo.
De sus 86.120 habitantes censados, aproximadamente la mitad son originarios del Rif, región marroquí sobre la que se asienta la ciudad. Este colectivo, de lengua y cultura amazigh, sin embargo, no ve reconocido su idioma de manera oficial, a pesar de que cuenta con un porcentaje de hablantes mayor que el euskera en el País Vasco.
La filóloga Alicia Fernández, en su estudio sobre la riqueza lingüística en Ceuta y Melilla, refleja el empeño institucional de potenciar el castellano y otorgarle el rango de única lengua oficial. Para ella, esta discriminación atiende al uso del idioma como símbolo de pertenencia del territorio melillense al Estado español.
Otro rasgo de la ciudad, largamente denunciado por ONGs y asociaciones de defensa de los Derechos Humanos, es el fenómeno, ya endémico, de los menores no acompañados que viven en la calle. Esta población flotante varía entre 60 y 100 niños, dependiendo de la época, y son coloquialmente conocidos como «menas».
La mayoría de ellos pernoctan de forma intermitente en La Purísima, el más grande de los cuatro centros de menores de la ciudad. Esta institución cuenta con unos 500 internos, lo que supone una ocupación de aproximadamente el 300% de su capacidad inicial. Los «menas» que rechazan la tutela del centro viven esperando el momento adecuado para hacer «Risky» (nombre que dan los chavales al salto a los barcos que se dirigen a la península).
Esta práctica frecuentemente tiene como consecuencia graves lesiones en los niños e incluso la muerte. Durante su espera, además, los menores se ven envueltos en situaciones de violencia y consumo de drogas.
Pero ¿por qué rechazan estos niños la tutela de la ciudad autónoma? Según la asociación PRODEIN, que trabaja por los derechos de la infancia en Melilla desde 1998, el principal motivo de los menores para estar en la calle y rechazar la vía del centro es la imposibilidad para regularizar su situación en España. Para José Palazón, fundador de la asociación, «estos niños soportarían las malas condiciones y el trato inadecuado del centro de menores si al salir obtuvieran papeles».
Además, el colectivo denuncia una deficiencia deliberada en la tutela para evitar un «efecto llamada», así como el fomento de mitos y falsos prejuicios sobre comportamientos violentos de los niños para mantener a la opinión pública local en una posición alejada de los menores. PRODEIN asegura que «en 20 años de experiencia ninguna de las personas de la asociación que ha trabajado con los menores ha sufrido este tipo de hostilidad por su parte».
Palazón subraya que «en otros momentos del centro, en los que la atención era la adecuada y los niños obtenían su documentación al cumplir la mayoría de edad, los menores no estaban en la calle».
La Consejería de Bienestar Social de la ciudad ha puesto en marcha por tercera vez un dispositivo de educadores de calle para convencer a los adolescentes de que vuelvan al centro de menores. Sin embargo los chavales insisten una y otra vez en las malas condiciones del centro y la falta de perspectivas de futuro de los que deciden quedarse.
Las voces críticas contra esta iniciativa insisten en que es un servicio que, en la práctica, se utiliza para retirar a los niños de zonas céntricas o durante eventos puntuales por una mera cuestión de imagen.
Otra cosa que sorprende al llegar a Melilla es la escasa presencia de personas negras en el centro de la ciudad. La población migrante procedente del África subsahariana, así como los solicitantes de asilo (en su mayoría sirios) que acceden a la ciudad están en el CETI (Centro de Estancia Temporal para Inmigrantes).
Desde la Asociación Melilla Acoge señalan que «se ha trabajado mucho para mejorar los servicios del CETI» y que en este momento la atención es «bastante buena». La entidad confirma que «los plazos de internamiento se han reducido mucho» y que «los extranjeros permanecen en el centro unos dos meses de media hasta que son trasladados a la península».
La imagen de este centro de primera acogida es dura. El complejo se sitúa junto a un polvoriento descampado a las afueras de la ciudad, separado de «la valla» por un campo de golf. En las inmediaciones, vigiladas intensamente por las fuerzas y cuerpos de seguridad, mujeres, hombres, niñas y niños pasan el tiempo en este limbo que es el CETI de Melilla.
Las mujeres son, una vez más, el eslabón más invisibilizado. En el informe presentado por Helena Maleno para la ONG Alianza por la Solidaridad, 100 mujeres de origen subsahariano hablan de las violencias a las que se exponen durante el proceso migratorio por cuestión de género. Este trabajo, que aboga por una mirada no victimizadora de sus protagonistas, habla de las situaciones de violencia sexual, institucional y laboral a las que se enfrentan.
En Melilla hay un lugar donde las mujeres sí adquieren protagonismo. Se trata del paso fronterizo de «Barrio Chino». Allí cientos de porteadoras se agolpan de lunes a jueves aguardando al exiguo horario de apertura del paso para el «comercio atípico» (eufemismo de contrabando) durante el cual podrán acceder a la ciudad y recoger mercancía para después introducirla en Marruecos como equipaje de mano.
Este trabajo, al que sobre todo en los últimos años se han sumado numerosos hombres, conlleva cargar y arrastrar bultos que frecuentemente superan los 60 kilos. Además, para acceder al territorio español deberán esperar desde la madrugada haciendo cola, soportando temperaturas extremas, y cruzar los dedos para que no se produzca un «cierre técnico de la frontera» que como denuncia el propio Sindicato Unificado de la Policía (SUP) «son frecuentes por el descontrol y la arbitrariedad que reina en los accesos entre Marruecos y Melilla».
Por viaje, las porteadoras y porteadores ingresan una cantidad máxima de 10 euros; sin embargo, para la ciudad autónoma y sus empresarios se trata de una actividad enormemente lucrativa. La Asociación por los Derechos Humanos de Andalucía (ADPHA) estima que el negocio en torno a los portes en las fronteras de Ceuta y Melilla genera alrededor de 1.400 millones de euros al año.
Todos estos ingredientes mezclados tienen una gran resonancia en esta pequeña porción de territorio y provocan una situación de convivencia compleja.
Vista del barrio de La Cañada, Melilla.
José Palazón explica que «en la ciudad mucha gente vive de espaldas a lo que sucede en la valla. En ocasiones porque su situación precaria no les permite asumir riesgos y en ocasiones para mantener una posición socioeconómica cómoda». El escaso número de melillenses que alza la voz contra la vulneración de Derechos Humanos que se produce en la frontera son tachados de enemigos de la ciudad.
Es fácil caer en el juicio precipitado, pero Melilla no es más que una metáfora, un experimento a pequeña escala de lo que sucede en nuestra sociedad. Es una maqueta en la que observar fácilmente esta estructura neocolonialista en la que hemos naturalizado que la población que menos recursos tiene sufre la escasez como consecuencia del sobreconsumo de Occidente. Es el reflejo de la desigualdad de un mundo donde los que menos contaminan son quienes primero sufren las consecuencias de la destrucción del medio ambiente.
Según la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA), en lo que va de año han muerto un 150% de personas más que en el mismo periodo del anterior intentando llegar a España. El fenómeno adquiere una dimensión macabra si observamos los motivos por los que muchas de estas personas emprenden su proyecto migratorio. Los datos del expolio de los países occidentales sobre el sur global son incontestables. África no necesita la ayuda de la cooperación de los países ricos, lo que necesita es que cese el saqueo sistemático que merma las posibilidades de subsistencia de sus habitantes.
Fuente: http://ctxt.es/es/20180808/Politica/20825/Bea-Fernandez-Kunst-Melilla-neocolonialismo-migracion.htm