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Memorándum para los terroristas del déficit público

Fuentes: Sin Permiso

Hizo falta un contable para tumbar a Al Capone. ¿Serán los contables los únicos capaces de tumbar a los terroristas del déficit público? Diríase que los contables son los únicos capaces de entender que quienes toman decisiones políticas no pueden evaluar coherentemente las opciones de política fiscal sin analizar las implicaciones de las mismas para […]

Hizo falta un contable para tumbar a Al Capone. ¿Serán los contables los únicos capaces de tumbar a los terroristas del déficit público? Diríase que los contables son los únicos capaces de entender que quienes toman decisiones políticas no pueden evaluar coherentemente las opciones de política fiscal sin analizar las implicaciones de las mismas para los balances fiscales de otros sectores. Se parlotea mucho sobre los «rescates» griegos o sobre la reducción de los «déficits fiscales estructurales» de los EEUU; pocos parecen comprender que la imposición de un déficit fiscal arbitrario proporcional al PIB (o la fijación del cambio a un nivel arbitrario) reduce el margen de maniobra necesario para conseguir ahorro neto en el sector privado.

La histeria del déficit ignora el ABC de la contabilidad

En sustancia todo se reduce a contabilidad básica. Quienes se empeñan en hablar de «sostenibilidad fiscal» o hacen terrorismo con la histeria del déficit, si atendemos a la lógica de su posición, lo que manifiestan son fobias en relación con el ahorro privado. Y eso vale también para nuestras ínclitas agencias calificadoras, que hoy mismo [15 de marzo] han disparado otra ráfaga contra los EEUU y el Reino Unido. De acuerdo con Moody’s, ambos países se habrían acercado «sustancialmente» al umbral de pérdida de la calificación AAA [la máxima] de su crédito, y por lo mismo, deberían reducir su deuda. De uno u otro modo, se supone que los países tienen que lograr eso sin dañar su crecimiento, y ello a pesar de que las muy expansivas políticas contra las que clama ahora Moody’s han sentado las bases, a falta de las cuales habríamos asistido a un colapso del ingreso y el empleo similar al de los años 30 del siglo pasado.

Bien, para parafrasear al legendario jugador de béisbol Yogi Berra, una y otra vez nos asalta la sensación del dejà vu. Lo mismo ocurrió con Japón a finales de los 80. En noviembre de 1998, al día siguiente del anuncio por parte del gobierno japonés de un estímulo fiscal a gran escala para su desfalleciente economía, el servicio de inversores de Moody’s dio comienzo a una larga serie de degradaciones en la calificación de los títulos de deuda pública japonesa denominada en yenes, retirándole la triple A (AAA), la máxima calificación. La siguiente degradación importante la ejecutó Moody’s el 8 de septiembre de 2008.

Luego, en diciembre de 2001, Moody’s degradó más la calificación de los títulos denominados en yenes de la deuda pública japonesa, bajándola de AA3 a AA2. El 31de mayo de 2002, el servicio de inversores de Moody’s recortó la calificación del crédito japonés a largo plazo dos grados más, hasta A2, es decir, por debajo de Botswana, Chile y Hungría.

Gran negocio. A día de hoy, Japón sigue tomando préstamos a 10 años a unos tipos cercanos al 1,3%. Afortunadamente, la histeria del déficit no se deja traducir tan fácilmente al japonés.

Si nuestras agencias calificadoras (y la gran mayoría de los economistas y de los comentaristas de los mercados) tuvieran una mínima comprensión de la contabilidad, podrían despreocuparse. Verdad es que muchos ya lo hacen. Dean Baker, Rob Parenteau, Scott Fullwiler, Randy Wray y Bill Mitchell, destacan en la profesión por su capacidad para ofrecer un análisis macroeconómico coherente en términos de existencias y flujos.

Pero la mayoría son refractarios a ese enfoque. Y no sólo los economistas: los políticos y los medios de comunicación arguyen frecuentemente que el gobierno debe equilibrar su balance contable exactamente igual que un hogar. Si un hogar gastara siempre más que sus ingresos, terminaría en la insolvencia, y se dice que el gobierno se halla en la misma situación. Randy Wray ya demolió hace poco este tipo de argumentos.

Sinsentido neoliberal

Parte del problema es ideológico. En el nivel más básico, el ingreso combinado de los tres sectores de una economía -el sector privado nacional (que incluye hogares y empresas), el sector público y el sector exterior- tienen que cuadrar sus gastos. Los sectores de la economía que son emisores netos de nuevos pasivos financieros se ven compensados por sectores que adquieren voluntariamente nuevos activos financieros. Eso no vale sólo para el lado de ingresos y gastos de la ecuación, sino también para el lado financiero, raramente bien integrado en el análisis macroeconómico. Pero los neoliberales odian la idea de poner al sector público a la par con los sectores privado y exterior. Lo ven como un apéndice extraño que interfiere dañinamente en el funcionamiento del sector privado en una economía de «mercado libre».

Establecida esta noción contable básica, no hay razón para que un sector cualquiera tenga que gastar por un monto exactamente igual al de sus ingresos. Un sector puede llegar a tener un excedente (gastar menos de lo que ingresa), siempre que otro incurra en déficit (gaste más de lo que ingresa). Históricamente, por ejemplo, el sector privado de los EEUU ha gastado menos de lo que ingresa. Otro modo de decir lo mismo es que los déficits presupuestarios públicos se han acomodado a la tradicional querencia por el ahorro del sector privado. Cuando se usa esta última formulación, se entiende más perspicuamente lo irracional de la histeria con que se rodea a los déficits públicos. Por paradójica que resulte, vale la observación del profesor Jan Kregel:

«El gobierno puede intervenir para convertir los vicios privados en virtud pública estimulando la prodigalidad cuando el sector privado desea ser frugal. ¡La prodigalidad pública viene a ser el sostén de la virtud pública! Eso es la política fiscal de un gobierno responsable, responsable de asegurar que las decisiones del sector privado pueden abrirse paso sin que se atraviese en su camino la ley de las consecuencias no pretendidas.» («Fiscal Responsibility: What Exactly Does It Mean?» – Manuscrito del esquema de la intervención preparada por Jan Kregel para su Will Lyons Inaugural Lecture, Franklin and Marshall College, 23 de febrero de 2010.)

Y vale también el corolario: en la época de Clinton, el gobierno federal actuó de una manera que habría complacido a los más severos victorianos: logrando los mayores excedentes presupuestarios de nuestra historia. Lo que fue celebrado por prácticamente todos los economistas de la corriente principal (tantos como los que hoy claman contra los déficits «explosivos»), porque eso quería decir que se reducía la notable deuda pública. Huelga decir que, en realidad, lo que esos economistas celebraban era la mayor borrachera de deuda privada de la historia. Se calla por sabido que no lo veían así porque no comprendían las implicaciones contables de esos excedentes presupuestarios, los cuales, ecuación mediante, significan un déficit del sector privado. Los hogares y las empresas se endeudaban cada vez más, y perdían riqueza neta en unos títulos de deuda pública que se liquidaban a ojos vista para compensar las pérdidas del ahorro privado.

Con unas pocas -y breves- excepciones, el gobierno federal de los EEUU se ha hallado en deuda ininterrumpidamente desde 1776. Y el cúmulo de deuda resultante no ha sido una espada de Damocles suspendida sobre las cabezas de las generaciones futuras de contribuyentes y restrictora de la futura libertad de acción de los mismos. ¿Cómo, si no, habría llegado a ser la de EEUU la economía más sana del planeta? Simplemente, esa acumulación de deuda emitida era la expresión contable de los déficits presupuestarios agregados en que habían incurrido los gobiernos en el pasado. La línea del «robo intergeneracional» seguida ahora con nauseabunda regularidad es completamente falsa. Como observó Kregel en la conferencia antes citada, no podemos limitarnos a instar Doc Brown [el protagonista de la película Regreso al futuro; T.] a que permita a Marty McFly [el amigo de Doc Brown en la misma película; T.] «volar de regreso al futuro» en representación de los abuelos pródigos para pagar la cuenta. Al contrario:

«Si se incurre hoy en una deuda pagadera en el futuro, los recursos futuros para honrarla tendrían que ser retrotraídos al presente para que pudiera hablarse de una carga en términos de consumo perdido para las generaciones venideras. Si no puede transmitirse en el tiempo, entonces queda en el futuro, a menos que nuestros nietos decidieran lanzarse a un enorme potlatch, quemaran los recursos y declararan extinguida la deuda.»

En realidad, hablar de «billones de dólares de pasivos no respaldados por activos» generados por la jubilación de los baby-boomers es absurdo, a menos que se compare con la dimensión acumulada por el PIB a lo largo del mismo período de tiempo: también aquí nuestros terroristas del déficit comparan peras con manzanas.

Presupuestos públicos y prioridades políticas

Un presupuesto público, así pues, no se limita a fijar los gastos públicos y los ingresos fiscales. Es un documento que establece las prioridades políticas y de gasto de quienes toman decisiones políticas con el objetivo de movilizar los recursos nacionales para un designio político más amplio. En sustancia, un presupuesto es una afirmación política que refleja prioridades y preferencias, no el equivalente económico de una suerte de camisa de fuerza que viniera, por ejemplo, a decretar arbitrariamente que el gasto público no puede rebasar un determinado porcentaje del PIB. Por definición, un presupuesto no puede hacer eso, porque todos los excedentes presupuestarios, lo mismo que los déficits, son, y por mucho, «endógenos», es decir, no discrecionales. Un gobierno puede fijar su programa de gasto y sus planes fiscales por vía expeditivamente legislativa, pero no puede determinar por anticipado el nivel del déficit (o del excedente). Los vínculos macroeconómicos que acabarán perfilando la posición presupuestaria están muy determinados por la interrelación entre el gasto público y el gasto no estatal. El déficit es tanto un reflejo de esa interrelación, cuanto una causa de la misma.

Lo que nos devuelve al gasto fiscal público y a la noción de «sostenibilidad fiscal». En nuestra opinión, la única política «fiscalmente sostenible» es la que consigue el pleno empleo a los niveles de precios actuales (o cerca de esos niveles). La idea de una oferta pública de empleo garantizado es una opción muy convincente de política fiscal, pero ha pasado generalmente desapercibida debido al creciente ruido de la histeria del déficit. Dado que los gobiernos «fiscalmente responsables» que siguen recortando el gasto y buscando excedentes se arriesgan echar al cubo de los desperdicios la vida entera de sus jóvenes, lo que se precisa ahora son programas de creación de puestos de trabajo que requieren ulteriores estímulos. Tal es el único curso de acción responsable. Un Programa de Garantía de Empleo es de todo punto preferible a cualquier programa de mayores transferencias a los bancos y a las agencias federales para mantener a los hogares cojeando en su delicada situación actual.

La verdadera clave para una recuperación sustancial de los EEUU, pues, no es un activismo fiscalmente restrictivo (que hará peores las cosas), sino alguna combinación de gasto público sustancialmente mayor y/o recortes fiscales que desactiven la implosión de la demanda en el sector privado. Una vez que el gobierno se haya enfrentado honradamente al problema de la solvencia de un gasto y un empréstito públicos en su propia moneda, no hay nada en teoría que pueda impedir al gobierno estadounidense ofrecer un empleo a todos los que lo soliciten, a una tasa fija de pago, y dejar flotante el déficit. Eso, por definición, redundaría en tasas de empleo sustancialmente más altas, y mitigaría la necesidad de iniciativas legislativas como las de compensación del desempleo y el salario mínimo (por definición, el programa de garantía del empleo constituiría el salario mínimo).

El gasto del gobierno federal no está restringido por los ingresos o por los préstamos recibidos. Ese hecho está fuera de discusión, pero su alcance apenas se comprende, como lo pone de manifiesto la persistencia de las críticas al derroche fiscal del gobierno. La verdadera cuestión que hay que plantearse es esta: ¿en qué consiste la «responsabilidad fiscal», la del gobierno, pero también la de los economistas? Tenemos que proceder con audacia, pero sólo podremos hacerlo, si nos despedimos de un sinnúmero de fantasmas que ya no sirven para nada en un mundo que ha dejado atrás hace muchos años el patrón oro, y por lo mismo, las cargas de la deuda pública, la solvencia nacional y el «efecto desplazamiento». Por encima de todo, resulta crucial entender que la generalizada preferencia por un sector privado desapalancado no puede echarse a humo de pajas, y que el gobierno debe jugar un papel en la facilitación de ese proceso. Irónicamente, cuanta más austeridad fiscal se imponga intencionalmente, a menudo, con exigencias condicionantes que refuerzan las medidas de austeridad fiscal en el período de transición (como vemos ahora en Grecia, y probablemente veremos en otros sitios), tanto peores serán los déficits presupuestarios contra los que ahora claman los halcones del déficit.

La capacidad del sector privado para gastar menos de lo que ingresa depende de que otro sector haga lo contrario. Para que un sector consiga un excedente, otro debe incurrir en déficit. Eso no es alta teoría keynesiana, sino una elemental ecuación contable que parecen ignorar la inmensa mayoría de los economistas y de los tertulianos. En principio, no hay razón para que un sector no pueda incurrir perpetuamente en déficit, mientras haya otros sectores dispuestos a tener excedentes. Pero lo cierto, en el presente contexto, es que no hay nada, ni debería haberlo, que impida a cualquier gobierno incurrir en grandes déficits para que el sector privado pueda felizmente reconstituir su capacidad de ahorro, como ocurrió en los EEUU luego de la II Guerra Mundial.

Marshall Auerback, uno de los analistas económicos más respetados de los EEUU, es miembro consejero del Instituto Franklin y Eleanor Roosevelt, donde colabora con el proyecto de política económica alternativa new deal. 2.0.

Traducción para www.sinpermiso,info: Miguel de Puñoenrostro, con revisión de Mínima Estrella

Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3209