Premio Temas de Ensayo 2016. Estudios sobre arte y literatura
Those aren’t your memories, they’re someone else’s.
Ridley Scott, Blade Runner.
En su célebre filme de 1982, Ridley Scott construye una de las ficciones urbanas más inquietantes de la contemporaneidad. El mundo postapocalíptico de Blade Runner resulta un comentario abrumador sobre las relaciones del individuo, en tanto sujeto social, con el entorno de la ciudad. De esa relación emergen concepciones aberradas de la memoria individual y colectiva, así como de la identidad y de la identificación, es decir, de la capacidad de reconocerse como parte de una colectividad con intereses y metas comunes.
En uno de los parlamentos que considero climáticos en el filme, se construye un eje discursivo del relato que Scott nos propone. Dirigida a uno de los «replicantes», la sentencia «Esos no son tus recuerdos, son los de otra persona» no solo establece un límite determinante para el desarrollo de la historia, la frontera que sitúa a la memoria del lado del poder, en un espacio de organización y control de los afectos; es también el reconocimiento de una perversa pedagogía que manipula las asignaciones y correspondencias que forman parte de la red social. Blade Runner propone como tesis que las relaciones sujeto-sociedad (las culturales) están indisolublemente ligadas a dos fuerzas, hasta cierto punto antagónicas: por una parte la pulsión de lo social como práctica discursiva; por otra, las vivencias del individuo-ciudadano como práctica efectiva.
Hace poco más de una década Boris Groys (2003) decía que «el arte contemporáneo es contextual en grado máximo» (323), entonces no resulta difícil realizar el enlace con la tesis defendida por Scott en su filme. Evidentemente, si hasta la década de los 70 del pasado siglo todavía era posible hacer referencia a una idea de cultura (en términos de nación, estilo, conjunto o praxis grupal asociada a un país, una región, una ciudad), la de los 80 introdujo una fractura significativa en el eje que organizaba las prácticas culturales mediante fórmulas discursivas (la crítica, la enseñanza, la historia, el mercado) y cuyo destino final era una Suma o una Lógica: cultura nacional, boom latinoamericano, postmodernismo, etc.
Frente a ese paradigma acumulativo (según el cual los replicantes de Blade Runner carecen del derecho de asociación: son el producto de una tecno-lógica y no de una lógica cultural), comenzó a imponerse uno asociativo, performático si se prefiere, en el que resultaba cada vez más incómodo producir un discurso sobre la cultura, y parecía más plausible rastrear, experimentar «lo cultural» en ciertas relaciones y posiciones de los sujetos-en-sociedad; es decir, en las prácticas de individuos cuyo hacer cultural estaba ligado a experiencias territoriales concretas. Desde inicios del siglo xx, esas experiencias han estado dominadas casi exclusivamente por la ciudad, sus ritmos de crecimiento, de absorción y dispersión demográfica, sus capacidades conectivas dentro de las fronteras nacionales y entre los circuitos globales de intercambio comercial, financiero, ideológico, cultural.
Visto así, el contexto singular entre 1986 y 1991 (atravesado fundamentalmente por la despolarización de las relaciones sociopolíticas de alcance global, el desmembramiento de la red sociocultural del socialismo europeo, la deslocalización de la producción y el consumo cultural), implicó para Cuba, enfrentada además a una profunda crisis económica, la incorporación a un territorio de prácticas y negociaciones socioidentitarias, antes ajenas, y que se apartaban considerablemente de los derroteros señalizados por un relato nacional (nacionalista en ocasiones), cuyos cimientos descansaban en las herencias de la Razón y sus hipóstasis: la escritura, la tradición, los padres fundadores. Lo que antes era organizado por el discurso en torno a un principio de homogeneidad (amor nacional, identidad colectiva, relato de liberación anticolonial) resultó sometido a una dinámica de la heterogeneidad que la propia praxis social respaldaba.
En la sociedad cubana, este cisma sociocultural dibujó al menos dos alternativas para la organización de los procesos de correspondencia entre discurso y contexto en el caso de la literatura. La primera, preservar los efectos homogeneizadores del proceso de referencia, garantizar la «transparencia» de la lectura (posibilidad de identificación y reconocimiento con/en el texto). La segunda, la posibilidad de establecer homologías efectivas entre el proceso social (urbano) y el discursivo, una dinámica de enlaces en la que los comportamientos en uno y otro extremo del entramado de representación se reactualizaran constantemente como singularidades significativas.
En la primera alternativa, el texto trata el espacio como un territorio conceptual, un paisaje complejo donde se organizan recorridos y flujos que intentan producir significación y sentido como sistema, a partir de asignaciones y enlaces. Existe un principio de armonía (derivado de territorios conceptuales del pasado: la tradición, el canon, la historia cultural…) que hace posible y efectiva la comunicación a través de este artilugio y que las operaciones discursivas deben garantizar estratégicamente. En la segunda, esa coherencia esperada entre la performance del texto y los mecanismos garantes de su articulación a las dominantes discursivas suele plantearse como un territorio irresuelto y problemático.
Si se sitúa el texto ante la primera opción, destacan varios núcleos determinantes para algunas zonas de la producción cultural cubana del período: necesidad de «resolver» (entiéndase restituir la armonía) a través de la recuperación de los enlaces perdidos, diseñar una coherencia posible a partir de nuevos enlaces. En este contexto, producir lo cubano como discurso entraña reorganizar un territorio simbólico (la nación : el país : la ciudad) en el que los elementos de identificación se tornan cada vez más opacos (desintegración de un mundo «conocido», muerte del lugar seguro, pérdida del refugio identitario).
Si establecemos la correlación que, a partir de esta alternativa, permite seguir los enlaces entre la producción discursiva y La Habana de los 90, no resulta extraño que esta suela ser tratada como un lugar desterritorializado (enajenado de una lógica –histórica– del discurso arquitectónico, urbanístico, moral, cultural), y atemporal (enajenado del tiempo de la comunidad socialista, suspendido en un no-tiempo o tiempo-cero), como una reserva de imágenes y figuras al servicio de observadores potenciales.[1] De ahí podría derivarse la relevancia de los mecanismos simbólico-metafóricos para articular una imagen de la ciudad en el texto, evidenciados en los comportamientos regularizados en la escritura.
En la obra de Leonardo Padura, especialmente en las novelas que integran «Las cuatro estaciones», esos comportamientos asumen como principio estructurador la noción del ciclo, que remite a la idea de un orden natural (transurbano) concebido como espacio-tiempo de contención y comunión. El ciclo natural básico (las estaciones del año) organiza la estructura novelesca, señaliza una medida -un territorio de control- para el desarrollo de la secuencia narrativa: invierno (Pasado perfecto), primavera (Vientos de cuaresma), verano (Máscaras), otoño (Paisaje de otoño); y como metodología de enlace alude a procesos rituales que fomentan el mito nacional: Año Nuevo, cuaresma, calor, huracán.
Esta cartografía discursiva remite directamente a un efecto, a un modo narrativo de concebir las relaciones del texto con su afuera, con el ámbito cultural desde el que observa y es observado, muy similar al de la mirada romántica. Se produce un encuadre naturalizador en el que la ciudad se delimita como entorno seguro que previene contra las fuerzas de lo salvaje exterior, pero también se diseña un régimen de observación en el que la naturaleza es idealizada hasta el plano de lo simbólico, llegando a regularizar imágenes tópicas del relato comunitario urbano. Esas imágenes son digeridas primero en el entorno de la mirada-visión (bajo la forma de un paisaje en lontananza, un universo distante), y después en la cena familiar, decálogo imprescindible de las maravillas criollas y archivo de prácticas que presenta el delicioso plato de «lo nacional» como una suerte de alegoría in extremis de La última cena.
En lo adelante me detendré en tres presupuestos de la configuración discursiva de la tetralogía, que tipifican la mirada de esa suerte de «turista nacional» (de manera intencional asocio el paradójico epíteto al título del iluminador texto de Groys, Back from the Future): un sujeto que regresa, esta vez a través del discurso, para proyectar la ciudad imaginaria sobre la real. El primero está ligado a la memoria y a cómo esta dispone y despliega el archivo de prácticas (textuales, estéticas, culturales) desde donde el texto traza su sistema de referencias a la ciudad; en un segundo orden se sitúa el motivo del desplazamiento, mecanismo que, al activar las relaciones espaciales del texto, pone en funcionamiento, de forma paralela, los enlaces metonímicos entre el espacio textual y el citadino; y por último el potencial metafórico de la cena en tanto núcleo desde el que se construye el hogar como centro altamente simbólico, especie de haz discursivo en el que confluyen las líneas de desarrollo narrativo.
Memorias detectivescas, indagaciones archivísticas: la novela como parábola
A lo largo del siglo xx resulta abundante la bibliografía sobre el desarrollo del género policíaco y la figura del detective, en particular las relaciones entre ese florecimiento temático y el nuevo tipo de escenario que representa la ciudad moderna. Por ejemplo, para Richard Lehan (1998), uno de los puntos genéticos de la figura del detective como arquetipo está en el personaje de Van Helsing, el cazador de vampiros en Drácula, de Bram Stoker, rol en el que se condensan algunos de los ideales propios de la modernidad, justo cuando Londres vivía un cambio sustancial, no solo en términos de imagen urbana sino también a partir de la modificación de los sistemas de relación asociados al desarrollo industrial.
Ciertamente, la reflexión de Lehan define con claridad algunos comportamientos que luego se regularizan en el desarrollo de la narrativa detectivesca. El entorno urbano adquiere caracteres específicos y da lugar a una de las construcciones textuales clásicas del siglo xix: la ciudad organismo. El misterio, el estado inicial de desequilibrio, radica en la imposibilidad de realizar una lectura global de ella, que debe ser examinada a partir de comportamientos fragmentarios. Se produce un conflicto entre razón e instinto, al punto de que el crimen, la pulsión dionisíaca, se resuelve no gracias al razonamiento, sino a la intuición detectivesca; no debido al desplazamiento planificado que la ciudad teóricamente garantiza, sino al andar azaroso de un sujeto que se desplaza de manera aleatoria por ella en busca de indicios que le permitan restablecer determinado orden.
Sin embargo, sería oportuno señalar que la frontera entre orden y caos por la que se desplaza el detective no se reduce a una tangencia incómoda entre el texto y la variabilidad del escenario urbano. Es en el orden del discurso donde se suele resolver los desajustes entre ambas superficies, las que adquieren una cierta coherencia como relato comunitario mediante la imposición de ciertas normativas culturales.
Las estrategias textuales que impiden el escamoteo de los sistemas de reconocimiento entre la ciudad del texto (incluso de este como fragmento urbano, como pieza inalienable de una coherencia discursiva organizada como [cor]relato de la nación) y la real, entre la imaginada y la de las prácticas efectivas, señala la insistencia en una pedagogía de la identificación que, cuando menos, aspira a la ciudad y al ciudadano modelos, bien por tesis (piénsese en la tradición del Bildungsroman, por ejemplo), bien por antítesis (sátira, absurdo, caricatura política, etc.).
La necesidad de esa coherencia superimpuesta a través del discurso provee desde todos los ángulos un relato de la nación unido de manera invariable a nuestra literatura y, en cuanto a la novela, al escenario habanero como lugar complejo en el que confluyen con mayor intensidad los ejes del debate cultural, de la resolución identitaria y ciudadana -incluso de nuestra posición intermedia entre proyectos coloniales y nacionales- en medio de una frontera «imperial» que organizó también una «mental», un mapa atravesado por saberes y poderes, por jerarquías y estratos mediante los cuales fueron dispuestos los roles y las posiciones en el escenario social.
En los 90 del pasado siglo, espacio-tiempo no solo de escritura de los mencionados textos de Padura, sino también de la propia historia (que transcurre durante 1989, si consideramos las cuatro novelas como unidad narrativa única), nuestra cultura, que desde 1959 había vivido uno de sus períodos más armónicos, asistió precisamente a la desestabilización de esa frontera artificial por mucho tiempo alimentada. El triunfo revolucionario abrió un espacio, al menos teóricamente posible, para la coincidencia definitiva entre la proyección discursiva de la nación -soñada desde el relato de liberación nacional- y las prácticas efectivas en términos de ciudadanía y formas de reconocimiento comunitario -un horizonte de máxima coherencia entre texto cultural y ciudad. Sin embargo, no es menos cierto que a partir del 89 se restauraron, en buena medida, muchos de los elementos que históricamente habían fracturado esa relación en nuestro devenir histórico, debido a un nuevo desencuentro entre el discurso -necesitado otra vez de enarbolar los semas de la resistencia y de actuar como «espejismo» de la realidad- y la vida cotidiana.
Dentro de semejante desencuentro, tanto Mario Conde como muchos de los otros personajes de estas novelas se preguntan constantemente: «¿Qué está pasando?». El afloramiento de una delincuencia cada vez más sofisticada (desde delitos de cuello blanco, corrupción y tráfico de influencias hasta asesinatos con mutilaciones, pederastia, prostitución espontánea u organizada, robo con violencia, droga, entre otros tantos), el desmembramiento de una ética solidaria (no solo nacional sino barrial), la ruina moral que acompaña al ocaso físico de la ciudad construida, articulan gradualmente una «i-lógica» social ante la que se polariza la comunidad cultural: aquellos que reaccionan con asombro ante el cambio sin saber muy bien qué hacer (el ciudadano amparado por el discurso de la nación, por el relato de la Patria protectora), y los que instintivamente tratan de sobrevivir, sin importarles el costo, en las nuevas circunstancias. A esa pulsión salvaje, a ese umbral dionisíaco como alternativa al ciudadano, debe enfrentarse el detective, quien no solo da solución a delitos y crímenes aislados, sino que intenta restituir la armonía perdida por el cuerpo social que La Habana simboliza.
Las abstracciones universales de Amor, Justicia, Solidaridad o Lealtad, atraviesan permanentemente la relación de Mario Conde con la ciudad y sus habitantes, construyendo un filtro de modelación entre los orbes de la mirada y la visión de este rol central, el cual se cuida de mantener su estatus de outsider (garantía intelectual desde la que resultan más legítimos ciertos juicios de valor, implícitos o explícitos en sus «reflexiones»). Esa modelación organiza la ciudad como un territorio interior donde el personaje se mueve a sus anchas:
Para Mario Conde, la ciudad tiene varios círculos, quizás concéntricos, quizás paralelos, que van aumentando en tamaño. Primero, su casa, donde nació; luego su barrio, donde creció y conoció el mundo, especialmente con su abuelo el gallero; luego la zona de La Víbora, donde estudió y se granjeó las mejores amistades (el Flaco, Andrés, Candito), y luego el resto de La Habana. La relación con la ciudad es, por tanto, ascendente y muy sanguínea, pues cada lugar le va dejando un sentimiento de pertenencia y una especie de deuda con lo que ve y con lo que fue ese lugar. La ciudad es para él lo que existe y lo que sabe que existió, por lo cual siente una especial nostalgia. (Esteban, 2007: 151)
El movimiento narrativo del detective articula, a través de la memoria, una red que previene contra el descalabro de la realidad. El personaje construye un archivo in extenso que va más allá de las oficinas y los laboratorios policiales. Ese archivo se nutre de testimonios, descripciones, confesiones trasvasadas a la escritura desde el recuerdo o desde una proyección idealizada:
Se puso los espejuelos oscuros y caminó hacia la parada de la guagua pensando que el aspecto del barrio debía ser como el suyo: una especie de paisaje después de una batalla casi devastadora, y sintió que algo se resentía en su memoria más afectiva. La realidad visible de la Calzada contrastaba demasiado con la imagen almibarada del recuerdo de aquella misma calle, una imagen que había llegado a preguntarse si en verdad era real, si la heredaba de la nostalgia histórica de los cuentos de su abuelo o simplemente la había inventado para tranquilizar el pasado. (Padura, 2005a: 15)
Solo la armonía de los ciclos podría actuar como esfera de garantía para el restablecimiento interdiscursivo de un orden perdido al nivel de la proyección narrativa. Quizás por ello las cuatro novelas construyen, desde la historia, ese encuadre de trans-«disciplinamiento» que intenta trasmitir alguna coherencia al estado general de desestructuración social, al que se enfrenta el detective:
Mario Conde, por un sentimiento ancestral que escapaba a su razón y por la cantidad de domingos que gastó con su abuelo Rufino o con su pandilla de mataperros peloteros, disfrutaba como ninguno de sus amigos aquel ocio dominguero en el barrio, y después de tomarse un café, salía a comprar el pan y el periódico y generalmente no regresaba hasta la hora tardía del almuerzo dominical. (113)
Le llegó el retumbar del cañonazo que marcaba las nueve en punto de la noche. Era tiempo de cerrar las puertas de la ciudad para protegerla de los piratas y el policía miró su reloj retrasado, como si le importara su precisión. (2005d: 81)
Junto a estos ciclos específicos que marcan un tempo citadino particularmente habanero, se hace referencia a otros procesos rituales (la concepción, la muerte, el matrimonio, el éxodo, el convivio, las estaciones) que arman, de conjunto, un mecanismo de contención, un aparato purificador de la experiencia incongruente que la narración nos entrega. Reunido con los amigos del barrio, ante una mujer desnuda, o al despertar con una resaca endemoniada, Mario Conde recurre siempre a los mismos artilugios. Esas pequeñas estratagemas, sus viejos trucos del oficio, le permiten siempre una salida airosa o al menos lo proveen de una justificación para sus fracasos existenciales. El mundo ajeno a ese sentido de la ritualidad, sin control, a la deriva, resulta no solo un ente peligroso, sino también un orbe que debe ser domesticado.
El detective se pregunta (y a la vez le pregunta, con una profundidad casi demiúrgica, a ese mundo del que participa): «¿cuándo, cómo, por qué, dónde había empezado a joderse todo? ¿Cuánta culpa tenía (si la tenían) cada uno de ellos? ¿Cuánta, él?» (22). Más allá del reconocimiento de un desequilibrio, introducido mediante un procedimiento retórico transparente, está abocado a cartografiar las causas de esa perturbación, su génesis y sus causantes. La restitución que se demanda a las tareas narrativas de Mario Conde en tanto ejemplares y ejemplarizantes (siempre hay un castigo reservado para el transgresor) resultan parabólicas.[2]
Al desplegarse sobre una superficie compleja en la que se solapan los destinos de la ciudad y los de la nación, la resolución de la peripecia, su regreso al origen, adquiere una densidad, como relato, que traspasa las fronteras estrechas de lo estrictamente lúdicro-narrativo. Exacerbado hacia el final de la serie, ese índice pedagógico adquiere aún más relieve al regresar sobre el carácter artificioso de la historia: en medio de un huracán que llega y arrasa definitivamente con La Habana (o la purifica, si tomamos en cuenta la alusión a los versos de José María Heredia al inicio de Paisaje de otoño) el detective, que ha renunciado a la carrera policial, se sienta frente a la máquina de escribir para entregarnos una novela: Pasado perfecto.
Al cerrar el ciclo en todos los niveles narrativos, la escritura nos entrega un modelo que no es solo depositario de una historia, sino que contiene un código discursivo, una guía autorreflexiva en la que se intenta acomodar una experiencia generacional comunitaria: «somos una generación de mandados y ese es nuestro pecado y nuestro delito […] Para nosotros todo está previsto […] Por eso somos la mierda que somos» (18).[3]
Frente a un orden que conduce al fracaso (personal, social), el texto intenta construir su propio orden, y este parte de la lógica cultural: el rescate de la escritura, el artificio del relato como membrana que se despliega ajustando los bordes irregulares entre la experiencia y la imaginación.
Metonimias de la ciudad-novela: callejones, soportales, pasillos…
Aun cuando la mirada del flâneur parisino de Baudelaire ha quedado en la memoria como el momento clásico en el que se despliega una nueva perspectiva sobre el entorno urbano, nuestra literatura en el siglo xix, y especialmente en su primera mitad, tuvo también algunos paseantes ilustres, por no decir que estuvo impregnada de un fuerte sentido de «recorribilidad» del espacio de la ciudad, movimiento que, como ya hemos dicho, intentaba diseñar una cierta coherencia para la imagen de La Habana como epicentro del proyecto nacional-identitario. Quizás sea el auge de la prensa periódica el fenómeno que mejor ilustra esa obsesión, textualizada mediante el establecimiento de un decálogo concurrente (productos, servicios, familias, emplazamientos, tipologías psicosociales) o por la descripción minuciosa tanto del entorno físico como de la «región moral» de lo habanero (artículos de costumbres, estados de opinión, relatos urbanos).
Al inicio de este ensayo, destacaba la importancia de atender al desplazamiento, mecanismo narrativo que al activar los sistemas de relaciones espaciales del texto pone en funcionamiento, en paralelo, los enlaces metonímicos entre el espacio textual y el urbano, los cuales oscilan alternativamente entre el punto de vista del narrador (la mirada) y el horizonte abierto de sus deseos y proyecciones (la visión). Como resultado, se produce un espaciamiento social y cognitivo, un sistema de distancias -efectivas en el texto, imaginadas en el relato como dimensión utópica del lugar- que sobredetermina el grado de transparencia u opacidad de la proyección urbana en un texto.
En el ciclo narrativo que conforma la tetralogía de Padura, ese espaciamiento contribuye permanentemente al trazado de una frontera diferencial que recorre el proyecto de lo cubano. La distancia (que se lee como incomprensión, duda, vacilación, indiferencia) fractura la solidez de aquellos territorios sagrados (seculares, patrióticos): Amor, Justicia, Solidaridad o Lealtad.
De aquí salió Rafael Morín, se dijo mientras caminaba hacia el cuarto del fondo. La gloria y la pintura se habían olvidado hacía mucho tiempo de aquel caserón de la Calzada de Diez de Octubre, convertido en un solar ruinoso y caliente, cada estancia de la antigua mansión se transformó en casa independiente, con lavadero y baño colectivo al fondo, paredes desconchadas y escritas de generación en generación, un olor a gas imborrable y una larga tendedera muy concurrida esa mañana de domingo. La cumbre y el abismo […] Aquella cuartería promiscua y oscura parecía tan distante de la residencia de la calle Santa Catalina que podía pensarse que las separaban océanos y montañas, desiertos y siglos de historia. (Padura, 2005a: 116. Énfasis mío)
La narración va construyendo encadenamientos por donde la localización específica (de sucesos, de sujetos) pasa de las apropiaciones metonímicas sobre los sistemas de lugares «afectivos» de la ciudad (la calzada, el barrio, el solar, la avenida), a una metaforización «memorialística». El dictum pronunciado en el entorno de las regiones físicas (la metamorfosis del lugar) se proyecta hacia otro, de carácter más severo, que enlaza con una región moral cuyo caos se pasea entre orbes catastróficos: cumbre y abismo, océano y montaña, o la ahistorización, el castigo más cruel para el lugar. En definitiva, el peor de los destinos consiste en que la ciudad pierda su aura, léase su profunda homogeneidad histórica que, por supuesto, en el caso de La Habana, solo puede ser imaginada, literaturizada.
Entre los sistemas de emplazamiento (casa familiar, solares, oficinas, pasillos, soportales, esquinas de barrio, bares, cuartos, comedores, el Pre) y las rutas de desplazamiento (Calzada de Diez de Octubre, Lacret, Mayía, Boyeros, Santa Catalina, Calle G, Paseo, 5ª Avenida, Calzada del Cerro) se organiza un mapa mental de la urbe, que es, a la vez, un glosario posible para la lectura del entorno urbano. El texto incorpora en el espacio de su desarrollo como narración una reproducción metonímica de las escalas diferenciales que median entre la ciudad como lugar (como sistema de lugares) y como proceso de relaciones (sistema de rutas, de velocidades).
Sometido el entorno de lo real a la mirada-visión del detective Mario Conde, «ajustada» a ciertos principios de contemplación (el tempo homogéneo, gradual de la historia, de la historia nacional, de la nación como relato coherente y congruente), la resultante en la proyección urbana que nos comunican sus novelas es percibida como un desfasaje que, al avanzar el relato, genera continuamente desencuentros entre la ciudad deseada (aséptica, disciplinada, ilustrada),[4] y la dispuesta ante la mirada. Incluso la voz narrativa no puede evitar en varios momentos el reconocimiento explícito de esa suerte de vértigo que le produce semejante desencuentro: «Miró entonces su cuarto vacío y sintió que él también daba vueltas, tratando de buscar la tangente que lo sacara de aquel infinito círculo angustioso» (115).
Mario Conde es enfrentado, de cierta manera, metonímicamente, a una evidencia insoslayable de la ciudad contemporánea, de esa Habana que ha dejado atrás sus comportamientos más solemnes. Se trata de la crisis de la localización unitaria, del sujeto como emplazamiento estabilizado y escenario invariable del juego social. James Clifford ha dicho al respecto que al habitar «una frontera, un emplazamiento de cruce regulado y subversivo», el sujeto contemporáneo vive en un estado de «bilocalidad», una nueva superficie de reconocimiento(s) en la cual
las conexiones descentradas, laterales, pueden ser tan importantes como las que se forman en torno de una teleología de origen/regreso. Y una historia compartida y vigente de desplazamiento, sufrimiento, adaptación o resistencia puede ser tan importante como la proyección de un origen específico. (Clifford, 1999: 63)
En el entorno de una superficie nacional sometida históricamente a continuos procesos de asimilación y desasimilación identitaria, vertebrada a través del encuentro, la confluencia, las acumulaciones y los avecinamientos culturales, esa bilocalidad podría ser incluso entendida como múltiple, como convergencia difícil de relatos y narrativas diferenciales ante las cuales el posicionamiento del detective no encuentra otra vía que la fuga, el éxodo. La mirada de Conde, aun cuando participa de un movimiento anclado al suelo, se proyecta siempre «por encima», hacia un más allá que le comunica un profundo afán de pasado.
[D]isfrutar el descubrimiento de aquella otra ciudad existente en las segundas y terceras plantas de las antiguas calzadas de Jesús del Monte y de la Infanta […] Aquella costumbre […] le llegó a ser tan necesaria y orgánica que cuando miraba los edificios, solía sentir cómo su físico y su mente dividían sus átomos más intrincados, para que una parte de su yo se elevara desde el asiento y flotara a varios metros del suelo oscuro y grasiento de la calle. (Padura, 2005d: 42-3. Énfasis mío)
Si retomamos la dicotomía planteada por Ítalo Calvino (2001), en estos textos se produce una polarización entre el peso de la vida cotidiana (corporeizada en el mundo ajeno y poco «higiénico» de la calle) y la levedad de la memoria (escenificada como tensión entre recuerdo y deseo, es decir, como evocación utópica del pasado: back from the future). De manera que la progresión narrativa está planteada como resultante del roce entre esos polos del discurso. Entre el ir y venir desde esa ciudad a ras de suelo (oscura, grasienta, violenta, inflexible en su constante transformación) y la «utópica» (que solo existe en/para la memoria, «invisible» a los ojos del transeúnte) se va articulando la imagen de La Habana que sirve de escenario a estas historias.
Cuando se nos presenta la escena de Mario Conde dispuesto a la escritura de Pasado perfecto, no solo se efectúa un cierre discursivo que regresa al punto inicial. Esa elipsis perfecta -el movimiento circular, el pasado como superficie ejemplar, la revelación de la falta, el descubrimiento del culpable- se proyecta hasta enlazar los orbes de la mirada y la visión de este sujeto que contempla a la ciudad no solo como un territorio de la experiencia cotidiana, sino, sobre todo, como una superficie existencial donde se depositan proyectos y aspiraciones condensadas en su persona (una persona narrativa en primera instancia, pero marcada también como tipología «cultural»).
En su relación con la ciudad, los valores máximos a los que aspira este sujeto son la duración y la trascendencia. De alguna manera los «delitos» a los que se enfrenta Mario Conde tienen que ver con la salvaguarda de los principios que engrosan el archivo de «buenas prácticas» ciudadanas, de lo «típico» cubano. Cualquier perturbación de la coherencia de esos procesos representa para él una violación del orden que, de algún modo, debe ser «resuelta», ya desde el propio ejercicio de memorialización al que se entrega el sujeto, ya desde una práctica de escritura a la que nos enfrenta paratextualmente el discurso (duración y economía cultural máximas).[5]
[A]quel preciso y cabrón ciclón podía entrar dentro de pocos días por estas calles y demoler la belleza decrépita de esas segundas y terceras plantas, a las que solo él -estaba convencido- observaba ahora pensando en su lamentable y segura defunción, preparada por los años y el abandono. (Padura, 2005d: 44. Énfasis mío).
El planteamiento elíptico del discurso radica en esta distancia total mediante la cual el individuo se aísla de la multitud (recordemos aquella visión del sujeto romántico de Wordsworth en The Prelude o a muchos héroes de la novela decimonónica, quienes contemplan la ciudad desde una distancia que les permite entablar un diálogo silencioso con ella). Si el progreso de la historia, en tanto relato, nos entrega un detective que se mueve por la ciudad y avanza entre los intersticios de un mundo polarizado entre el bien y el mal -entre ciudadanos ejemplares y ciudadanos indisciplinados (rebelados contra el orden urbano)-, la resolución discursiva del texto (de la secuencia narrativa que aglutina como unidad) está planteada desde una dimensión transurbana, interdiscursiva, desde la que no solo se contempla la ciudad efectiva (una experiencia particular de lo habanero), sino que sirve también para imaginar una articulación coherente entre La Habana del pasado (una utopía en reversa) y la del presente. De la superposición entre esas dos superficies se deriva la proyección urbana en estos textos de Padura, cuya resultante puede ser entendida como doble (una positiva, otra negativa) pero que en realidad esconde más dobleces de los que el texto, sometido a una perspectiva capitalizadora, puede mostrar.
Al imaginar una coherencia que ayude a vivir la ciudad como experiencia efectiva del individuo, Mario Conde intenta dar forma a su propio ciclo existencial, a un recorrido que no pasa ya por la cotidianidad del detective, sino por el sentido de su presencia en el mundo como sujeto (cubano) y ciudadano (habanero):
Le encantaba calcularlo pues trataría de que fuera distinta: aquella larga cadena de errores y casualidades que habían formado su existencia no se podía repetir, debía haber algún modo de enmendarla o al menos romperla y ensayar otra fórmula, en verdad otra vida. (Padura, 2005a: 27).
Metáforas hogareñas: la última cena de Mario Conde
En el ciclo narrativo que aquí analizo, llama la atención un núcleo específico que establece una especie de ritmo interior en la secuencia de acontecimientos. Se trata de las cenas que prepara Josefina, la madre de El Flaco Carlos, el mejor amigo del protagonista.
Más allá de la construcción casi idílica de Josefina desde la perspectiva narrativa, el rol de una mujer que encarna perfectamente el mismo tipo de resistencia que Mario Conde demanda de la ciudad -siempre puede reírse, mantiene incólumes las despensas hogareñas en medio de un estado de carencia que comienza a ser severo, sostiene, en fin, el peso de una casa (La Casa) que amenaza con la caída- resulta decisivo en tanto sus apariciones regulares marcan el tempo de los apetitos del detective, quien sacia en la mesa hogareña no solo los vacíos de su estómago sino también los de su desarticulada trayectoria filial y urbana.
Las referencias familiares de Mario Conde se reducen a su tatarabuelo, fundador del barrio, y al abuelo Rufino, a quien remiten muchas entradas del código de valores del detective. La ausencia del lugar sentimental de los padres, ocupado por los amigos y por Josefina como figura materna,[6] refuerza en el discurso la importancia de re-articular un espacio de refugio fuera de la vida pública, que le permita al individuo la reconexión con un ritmo ritual también desestructurado en el contexto en que se desarrolla de la historia.
Recordemos la importancia que, como lugar del relato identitario cubano, había ocupado, en el siglo xix, la casa familiar, territorio regulador en tanto espacio de comunión fronterizo (indeciso entre lo público y lo privado) y marcado por un acontecer ritual: la cena, el baile, la tertulia. Durante el xx hubo un desplazamiento significativo en ese sentido, en tanto la vivienda quedó relegada a un segundo orden de atención de las políticas de vida. El aumento gradual del espacio público a expensas del hogar generó, por consiguiente, una mayor intervención de la ciudad-Estado sobre los asuntos de la casa, acomodando sobre su superficie un trazado paradigmático que buscaba la coherencia, la continuidad con el espacio de la calle.
Mario Conde, amigo de «las mesas abundantes» en tiempo de escasez, busca en el hogar de Josefina un refugio para sus digestiones, que parecen el fruto de una ensoñación culinaria. Por aquella mesa desfilan las más variadas composiciones gastronómicas, cerrando siempre un ciclo perfecto de arroces, viandas, potajes, ensaladas, carnes, postres…
Se acercaron a la mesa y el Conde analizó las ofertas de Josefina: los frijoles negros, clásicos, espesos; los bistecs de puerco empanizados, bien tostados y sin embargo jugosos, como pedía la regla de oro del escalope; el arroz desgranándose en la fuente, blanquísimo y tierno como una novia virginal; la ensalada de verduras, montada con arte y combinación esmerada de los colores verdes, rojos y el dorado de los tomates pintones; y los plátanos verdes a puñetazos, fritos y sencillamente rotundos. Sobre la mesa otra botella de vino rumano, tinto, seco, casi perfecto entre los peleones. (110. Énfasis mío)
Más allá de la clara superlativización a la que recurre la descripción de la mesa -un tipo de concentración que suele ser tradicionalmente explotada por la metáfora como vehículo para insistir sobre una propiedad de lo sustituido (bien una textura, un color o una connotación simbólica: la dureza de la piedra, la pureza del blanco, etc.)-, resulta muy llamativo ese afán estetizante mediante el cual la composición regresa nuevamente sobre la tensión entre mirada y visión.
Santiago Alba Rico (2004) se ha referido al vínculo entre ese afán estetizante del mundo contemporáneo y uno de los mitos de hambre más antiguos, el del rey Midas. El soberano, traicionado por su visión (la necesidad de más riquezas), muere por no poder comer bocado alguno. Su hambre es de naturaleza estética pues, como nos dice Alba Rico, no solo perece por inanición, sino también por «demasiado mirar». El ámbito de sus aspiraciones, de sus deseos como individuo, es traicionado, digamos, por su mundanidad (168). El mito de Midas regresa metafóricamente sobre la importancia de la vida cotidiana a través de una valorización de las metas efímeras por encima de las trascendentes.
Por el contrario, en el caso de Mario Conde, el personaje presta su voz precisamente a un discurso que se pronuncia en favor de lo trascendente, de la dureza de esos platos dispuestos a ser devorados y que la escritura debe registrar como parte, por un lado, de la memorialización narrativa de la ciudad y sus gestos; y por otro, del archivo extenso de prácticas recurrentes asociadas, por defecto, al cuerpo de la nación. La descripción como procedimiento base del conocimiento narrativo, como eje de develación de opacidades de la historia, se muestra aquí como mecanismo que organiza lo que podríamos llamar una política del mirar.
En esa política tienden a confluir los posicionamientos desarrollados en el texto, que diseñan, producen, un espacio urbano. Henri Lefevbre (2000) se ha referido a tres aspectos interconectados por la producción espacial: las prácticas espaciales, las representaciones del espacio y los espacios de representación. Entre la percepción como práctica y la concepción como representación, nace un espacio abstracto en el que «las cosas, los eventos y las situaciones son sustituidos por representaciones». No obstante, el espacio abstracto, como territorio representacional, se presenta como un sitio de lucha y resistencia en cuyo terreno se articulan las contradicciones sociopolíticas, en lugar de ser homogéneo y cerrado.
Así, estas contradicciones resultarán finalmente en un espacio nuevo, «diferenciado», pues en la medida en que el abstracto tiende hacia la homogeneización, hacia la eliminación de diferencias o de peculiaridades, acentúa la artificialidad de su proyecto y crea -quizá como desecho, pero siempre como cuestionamiento- la fisura de esa diferencia.
La labor de Josefina, sus cenas recurrentes y salvadoras, en el fondo constituyen un ejercicio de escritura, un tipo de coherencia poética que recuerda cómo la literatura presta también sus armas al proceso de construcción de un relato cohesionado de la cultura cubana. Su privilegiada posición como «saber» (ilustración, iluminación, gracia) es dotada de un «poder» concedido desde el texto: el decálogo de los alimentos, de las viandas y las frutas, de las carnes y las especias, de las bebidas y las infusiones dispuestas para el corte, la mezcla, la combinación y las fusiones insospechadas: «Hacía falta una iluminación como la de Josefina, capaz de provocar el milagro poético de extraer algo nuevo con la mezcla atrevida de componentes olvidados y perdidos» (Padura, 2005d: 23. Énfasis mío).
Más allá del subrayado que incorporo a esta cita, resulta suficientemente claro el tipo de jerarquía predicativa por la que se interesa el texto. Este manifiesta, desde la sintaxis narrativa que le da cuerpo, las extensiones interpretativas cuyo correlato no es la ficción misma como cierre significativo, sino la verificación de un completamiento interdiscursivo dilatado en los territorios más complejos de una dominante de discursos: el relato nacional (mezcla, síntesis «atrevida», de la que nace un nuevo universo de sabores: lo cubano).
Desde el entorno de lo literario, el abordaje de los asuntos sobre la ciudad y la sociedad urbana no puede desligarse de las complejidades que implica esa posición, sobre todo cuando afecta nociones como nación o identidad, tradicionalmente arropadas por el discurso cultural. La Habana que puede reconocerse, con mayor o menor transparencia, en las novelas aquí analizadas, da cuenta precisamente de un tipo de escenario que, al entrar inexorablemente a un territorio de prácticas deslocalizadas, de circulaciones no reguladas y desdoblamientos de la pertenencia, ha tenido que negociar las estrategias a través de las cuales la resolución misma del texto puede concebirse como continuidad, como entidad reflexiva o como excurso de una tradición discursiva.
Notas:
[1]. Podría afirmarse que ese archivo de imágenes se convierte en un valor de uso más allá de los regímenes discursivos estrictamente literarios. Logra (re)organizar muchos senderos semánticos de «lo cubano» alrededor de intereses muy variados: la circulación y el consumo internacional de la cultura cubana, la atracción turística, la conformación de nuevos ítems para el consumo académico-disciplinar, etc. Piénsese en lo atractivas que resultan a partir de la década de los 90 ciertas tipologías que se derivan directamente de esta noción del paisaje sin territorio y sin tiempo, un paisaje virginal que se ofrece nuevamente al discurso para ser llenado, re-significado, y puesto a circular bajo el imperio de nuevas nomenclaturas y sintaxis.
[2]. El mismo tipo de «parabolismo» que parece delimitar las estrategias discursivas de novelas posteriores de Padura, más ligadas a usos interdiscursivos entre la Historia y la ficción narrativa: La novela de mi vida, El hombre que amaba a los perros o Herejes.
[3]. Resulta muy interesante esta formulación textual de un relato comunitario que se concibe generacionalmente como un rol «domesticado», sobre todo por situarse en el contexto de una reacción de signo contrario que Gerardo Mosquera sintetizó en su antológico texto «Los hijos de Guillermo Tell» (1991). La paráfrasis de Mosquera que toma como base la célebre canción de Carlos Varela, proclamaba abiertamente, justo a inicios de la década de los 90 del pasado siglo, el establecimiento de una ruptura (generacional, pero también discursiva) frente a la figura tutelar simbolizada por el Padre pero hipostasiada inmediatamente como Cultura Nacional, Estado o Relato histórico de la nación. Semejante reacción suponía la reificación de un gesto de desmarque mucho más intenso que el que dibujó el llamado florecimiento crítico en la narrativa cubana de la década anterior. El desmarque planteado por Mosquera, que no era sino la verificación de una práctica consolidada como discurso generacional, no hacía alusión solamente a la esperada posición reflexiva de la obra de arte frente a su contexto de producción, sino a una toma de distancia frente a los modelos que habían sido situados como legítimos y enaltecedores por parte de una dominante de discursos.
[4]. Una esfera del deseo urbano largamente acariciada por nuestra tradición literaria: Manuel de Zequeira, Francisco de Arango y Parreño, Ramón de Palma, Julián del Casal, Fernando Ortiz, Miguel de Carrión, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, José Lezama Lima.
[5]. Esther Whitfield (2008) se ha detenido en este aspecto de la economía cultural de nuestra producción artística en los años 90 del pasado siglo, y en cómo se organiza, desde una lógica del mercadeo internacional, un cierto archivo de lo cubano que se muestra tenso entre el pasado revolucionario (por extensión asociado al proceso de liberación nacional) y el contexto precario del Período Especial, marcado por iconografías concretas como el éxodo, la ruina, o la isla varada en el tiempo.
[6]. Como una suerte de relato colateral que arma discursiva y narrativamente la dimensión ética del personaje fuera del entorno de la familia. En ese sentido los fracasos y verificaciones de las «disposiciones sentimentales» del tipo de sujeto que Mario Conde actúa a nivel narrativo pueden ser leídas mejor sobre el plano de la ocurrencia social que como una alegoría del derrumbe de la familia como núcleo cohesionador de proyectos individuales.
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Fuente: http://www.temas.cult.cu/articulo/1953/back-future-memoria-discurso-y-ciudad-en-leonardo-padura