Antonio Gamoneda, ejemplo de gran poeta, muy por encima de los premios que se han añadido a su nombre y a su historia, nos descubre en «Un armario lleno de sombra» lo que hay oculto en lo oscuro hasta la edad de sus 14 años. En las primeras líneas nos advierte que la vejez avanza […]
Antonio Gamoneda, ejemplo de gran poeta, muy por encima de los premios que se han añadido a su nombre y a su historia, nos descubre en «Un armario lleno de sombra» lo que hay oculto en lo oscuro hasta la edad de sus 14 años. En las primeras líneas nos advierte que la vejez avanza dejándole zonas del pasado en un silencio intelectual y, que está aprendiendo a reconocerla. Ahora bien, con este libro el lector dispone de una multitud de recuerdos fruto de los sentidos, recuerdos que va a hacer suyos a causa de la narración tan próxima que consigue formarnos un pensamiento sobre el mundo y lo acontecido, una conciencia clara de la vida, de la carne y la sangre que hacen a las palabras con las que el autor ha conformado su punto de vista, sobre lo que el poeta es en poesía, y sobre cómo atender lo que le queda.
«Recuerdo…»; «Veo…»; «escucho…»; «Huelo…»; «Me llega…»; «Vienen…»; y termina diciendo «Recuerdo…»; es un recorrido poético realista que ajeno a todo dramatismo busca la objetividad mayor. Su lenguaje, parece escogido entre lo común pero esta filtrado de luces que hacen de su exposición una mano que escribe en nuestra conciencia. «Un armario lleno de sombra» es autobiografía; Gamoneda llega hasta la edad de la construcción de los pilares personales.
El libro no se extiende sobre la vía cronológica si no sobre acontecimientos fundadores y el primero de ellos se sitúa más allá de los 14 años, diríamos que es un homenaje: su madre muere en silencio mientras él le da de comer. Situados en un estado primero de realidad, sin que el golpe se nos muestre escandaloso, nos ha mostrado el final de la vida de quien le hizo y le dio. Ahora nos va a llevar a lo que fue su infancia y su pubertad.
Nacido en Oviedo en 1931 -año republicano- de padre poeta y periodista y madre que inmediatamente enviuda y tendremos siempre delante trabajando, siempre quiere decir aquí casi tantas horas como tiene el día, vivió estos su primeros años muy pobremente. El padre les dejó un libro escrito y algunos otros de autores como Rubén Darío y Valle Inclán, que cuando él aún no tenía conciencia del mundo, debieron inyectarle la semilla del lenguaje poético. De sus recuerdos el primero, vago, huidizo, es el encierro que le proporcionaron sus primos en un armario, un juego de niños, donde los olores, el tacto de las ropas, el silencio, la oscuridad misma, todos eran signos junto a una sensación de sueño fantástico. Vivencias que volverá a sentir a la muerte de su madre. Se cierra el círculo.
A lo largo de esos años de formación, hasta 1945, junto a la amistad encontrará cuerpos humanos en charcas y campos, fusilados, y los formulismos de los registros fascistas: «… falleció a consecuencia de parálisis cardiaca»; también recordará epitafios y consignas de los republicanos escritas en las trincheras descubiertas con los juegos.
Un acto repetido que se le graba siendo muy niño en León, viviendo cerca del penal de San Marcos, es el paso de los presos republicanos atados por las muñecas de tres en tres, y a una mujer que «salía con un serillo de naranjas y, sin cuidarse de los vigilantes armados, las iba repartiendo, con alguna dificultad para entregar las que correspondían a los maniatados centrales, hasta que el serillo se vaciaba. Algunos de los presos, con una alegría no sé si heroica o inconsciente, le decían «guapa», «camarada» o frases amigas que no recuerdo.
Las naranjas se agotaban pronto. La mayoría los presos, que se iban sin naranja, pasaban delante de ella mirándola de una manera fija que no significaba nada. En una ocasión, la mujer, antes de desaparecer en el portal de su casa, pateó, llorando el serillo vacío».
En esos años, su madre y él, dependían de las cartillas de racionamiento; si no podían pagar los cupones quedaban prisioneros del hambre, en la desesperación y en la esclavitud de la Caja de Ahorros con los empeños de lo poquísimo de que disponían. La pobreza hizo imposible que Antonio asistiese al colegio, y tuvo como profesora a una vecina que le dictaba, le enseñaba las reglas ortográficas, la tabla de multiplicar, y le ponía láminas de caligrafía. En esa infancia dura se encuentra con los tocamientos de un adulto y con la primera visión, que le desconcierta eróticamente, de los pechos de una mujer. De modo más tranquilo hallará los juegos infantiles en el campo en torno a su casa y pasará los periodos de enfermedad durante los cuales las ensoñaciones febriles y los sentimientos profundos hacen que olvide momentáneamente la circunstancia en la que está inmerso; irrumpen, con ilusión, las canciones y los juegos infantiles, capaces de reunir para compartir, generadores de riqueza humana. Entonces Gamoneda mira la situación actual de la infancia, abandona su relato y denuncia: «… Han sido anuladas por las televisiones y las emisoras de radio. En la vida de los pequeños y pequeñas, ahora está presente también un automatismo lúdico, programado y tecnificado para crear la adicción a una bastarda juguetería. Esto es algo que lleva consigo gravedad; se trata de la sustitución de un hábito estético por una escueta y pasiva y vacía actitud receptiva. En todos los casos hay eliminación de actividad creativa y anestesia de la sensibilidad. Ambas en niveles necesitados de imaginación, son aniquiladas por las estrategias del consumismo, el sucio soporte de las democracias que, se advierte fácilmente, está (aquí ya no hablo de los niños) disolviendo también, consciente o inconscientemente, me da igual, el pensamiento y, con él, la presencia de las ideologías».
Las relaciones de la madre en la ciudad de León formarán parte de una estrategia de protección familiar; con su trabajo de costura para familias franquistas podrán comer, pero tendrá que tragarse el pensamiento solidario más elemental. Alimentar los braseros en los inviernos que hacían carámbanos como «la pierna de un hombre corpulento», terminar las búsquedas de un baso de leche para su hijo sacrificándolo todo, esto le hará recordar al hombre y nos contará lo que él relaciona con su estatura: «ayudado por el calcio de posguerra que mi madre me proporcionó: cáscaras de huevo y huesos porosos que calcinaba en las brasas y molía, haciéndome tomar el resultado con la ayuda de una cucharada de miel».
Y llegó el bachillerato en un colegio de curas donde el de matemáticas «se masturbaba en clase por debajo de los hábitos,…» otro cura «… terminó montándome sobre sus rodillas, introduciendo sus manos por la pernera de mis pantalones cortos y palpando…» En la pubertad Antonio Gamoneda fue un muchacho impulsado a la rebeldía de muchos: apedreamiento de casas ricas, maltrato a una perrita, maltrato que en su conciencia dejó una cicatriz profunda como podemos leer en su magnífico libro «Esta luz. Poesía reunida», también, de forma clara, en la medida moral, en la formación ética, dejó su huella el resultado de la sustracción de alguna peseta a su madre y a su abuela; habiendo sido casi descubierto, en soledad, se avergüenza de lo hecho y llora al reconocer el estado de pobreza por el que pasan. Y también la pobreza en esa edad tan dura le castigará de la mano de otros con más medios materiales: se verá acribillado por las burlas de los demás chicos al descubrir que calza unos zapatos de mujer, zapatos de su madre, que en su falta de dinero le había arreglado buscando adaptárselos.
El poeta, que cuenta su infancia y pubertad, nos describe el momento en que su conciencia se transformó, adquirió un conocimiento de clase que le iba a seguir formando y le daría la visión del mundo sobre la que construirse: el accidente laboral de un obrero «hercúleo», nos dice, y la paliza brutal que le dan, a él, unos falangistas por el simple hecho de cruzarse en su camino, … Jovencísimo y ya se ha formado una idea de los peligros que le acechan, de la realidad en la que vive.
A continuación encontramos dos historias construidas con meticulosidad: la de Negus, ex guerrillero que trabaja gratis de guarda, el patrón se aprovecha de su situación, el mismo al que después de 15 años encontrará en Cuenca trabajando con documentación falsificada, «Permanecía en la clandestinidad, afiliado al Partido Comunista»; y el segundo relato, el que trata del desenterramiento de los restos de su padre para depositarlos en un nicho y antes recuperar de entre los huesos fundas, puentes, piezas dentales de oro, de su procreador tras esquivar a los picaros enterradores, para que su madre dispusiese de algo de valor con lo que arreglarse la dentadura. Los dos relatos, brevísimos, de gran intensidad, están construidos con organización clásica, exposición realista y objetividad esencial. Por las últimas líneas sabemos que el mismo día que cumplió 14 años empezó a trabajar con una jornada de 15 horas, de 5 de la mañana a las 20 horas de la tarde en un Banco, el sueldo era mísero. Contrato basura. Años después, cuando llegó a ganar algo más de dinero, hizo que su madre vendiese las máquinas de coser.
Las sombras del armario se han ido disipando.
Entre los recuerdos y las reflexiones hallamos una de éstas sobre el aprendizaje poético que tuvo, lo hizo sobre todo con el libro de su padre, «otra más alta vida», y nos habla de la «revolución poética», para ello recupera «Función de la poesía y función de la crítica», de T.S. Eliot, y de allí hace suyas unas palabras: «Poesía es aprehensión sensible y directa del pensamiento». «Aprehensión sensible», dice, «no es, desde luego, equivalente a razonamiento o reflexión. La poesía nace de un saber desconocido y, …, crea,…, una realidad que, …, es … conocimiento del … saber desconocido.» Como al poco de empezar recordaba a su padre poeta para hablarnos de poesía, termina diciendo: «… considero imposible que con la muerte de por medio, pueda darse una relación más real entre un padre y un hijo que la que aconteció en mi infancia».
Antonio Gamoneda nos sigue enseñando.
Título: Un armario lleno de sombras.
Autor: Antonio Gamoneda.
Editorial: Galaxia Gutemberg.