El concejal de Seguridad Ciudadana de La Laguna acudió aquella mañana al Ayuntamiento más cansado de lo habitual aunque satisfecho de la idea alumbrada durante la larga noche de insomnio: «prohibir los mendigos, prohibir los mendigos. Quitarlos de las calles. Alejarlos de nuestra vista. ¡Qué sencilla era la solución y qué extraño que a nadie […]
El concejal de Seguridad Ciudadana de La Laguna acudió aquella mañana al Ayuntamiento más cansado de lo habitual aunque satisfecho de la idea alumbrada durante la larga noche de insomnio: «prohibir los mendigos, prohibir los mendigos. Quitarlos de las calles. Alejarlos de nuestra vista. ¡Qué sencilla era la solución y qué extraño que a nadie se le hubiera ocurrido antes!; ni siquiera a instituciones como el Fondo Monetario o el Banco Mundial. ¡Y con lo que habían proliferado los mendigos en tiempos de crisis en la acogedora y ahora maltrecha Europa!». De pronto recordó que quizás su propuesta no era tan novedosa. En Madrid, el ex alcalde Alberto Ruiz Gallardón había pedido una reforma legislativa para que la policía pudiera retirar de las calles (cual replicantes fuera de uso) a las personas sin casa que afeaban el centro turístico de la ciudad, y también hacía poco que el Ayuntamiento de Valladolid había propuesto castigar con multas de mil quinientos euros a aquellos que pidieran limosna en la vía pública. Pero años atrás, los verdaderos inspiradores de la caza al desfavorecido fueron Margaret Thatcher o Ronald Reagan, al considerar a pobres y mendigos como seres holgazanes, indignos, débiles y fracasados, incapaces de insertarse en sociedad y de mantener un empleo, incapaces de consumir y crear riqueza; responsables en solitario de su mal vivir; no merecedores de recibir ayuda ni amparo social; sólo desaprobación y desprecio por su desviada conducta.
Pero la falta de originalidad no provocó en el concejal desaliento alguno. Porque si no los vemos, si no los tenemos delante, si apenas los nombramos, es casi como si no existieran. Se convierten sencillamente en flor de un día en el periódico, estadística intraducible en manos de un matemático; se deshacen mágicamente, como humo, sombra, nada. Con una simple ordenanza de convivencia podía de un mismo viaje erradicar la mendicidad de las calles, eliminar las caquitas de los perros y acabar con los escupitajos y los orines callejeros. Sajar todos los comportamientos indeseables que atentaban contra la moral ciudadana y hasta contra nuestra mirada. Porque, ¿hay acaso algo más desagradable que un mendigo harapiento a las puertas de un supermercado con la mano extendida, cuando salimos con nuestras bolsas repletas, recordándonos con su misma presencia, impúdico y desalmado, que él ese día no comerá?
Sólo restaba decidir la pena acorde para aquellos rebeldes que persistieran en su desviación conductual, permaneciendo, con el perverso fin de sacarse unas perrillas, en las patrimoniales calles laguneras. ¿Penar la mendicidad? Sí. Lo tenía muy claro. Pero ¿cómo? El encierro y el retiro aún no estaban contemplados como opción legal (para ello había que darle más tiempo en el Ministerio de Justicia a Ruiz Gallardón). Era necesaria una respuesta alternativa a la privación de libertad. Entonces decidió que una sanción pecuniaria sería lo procedente, pero siempre bajo criterios de humanidad administrativa propios de tiempos de crisis. «¡Ya está! -cayó-. Daremos al mendigo la opción del abono fraccionado de la deuda. Permitiremos que pueda pagar su multa en cómodas cuotas mensuales mediante domiciliación bancaria, y así aliviáremos su condena».