La ciencia y la tecnología tienen que democratizarse para que sus beneficios no se concentren en pocas manos.
Los desafíos a los que nos enfrentamos como sociedad van mucho más allá de nuestras fronteras, pero el cómo consigamos prepararnos para combatirlos y hacerles frente, dependerá también de cómo consigamos participar en cada uno de los distintos niveles que nos gobiernan, por tanto, de la calidad de nuestra democracia.
La mayor parte de los informes que tratan de señalar cuáles son los principales desafíos coinciden en que uno de los de mayor calado y trascendencia es el cambio climático y los diversos y nocivos efectos que lo acompañan. Aunque también apuntan a otros como las guerras, los desplazamientos masivos de población, la extensión de pandemias en un mundo altamente globalizado, los desequilibrios demográficos, los inciertos efectos del cambio tecnológico, especialmente el desarrollo de la inteligencia artificial (IA), o el incremento de las desigualdades en el mundo y los problemas de orden económico, social y político que le vienen asociados.
Algunos de esos riesgos globales llaman a nuestras puertas, y otros, ya han comenzado a colarse en nuestras casas. Personas especializadas en el seguimiento de las nuevas tecnologías nos informan de que la ciencia está en condiciones de dar respuesta a muchos de esos desafíos, o al menos, de comenzar a corregir algunos desequilibrios. Pero el desarrollo científico necesita de una apuesta política decidida y cualquier tecnología no es ni buena ni mala, sino que tendrá efectos virtuosos o destructivos según el uso que le demos. En cualquier caso, la variable política es clave.
De hecho, el reto real está en cómo vamos a gestionar esos riesgos a nivel global pero también en cada espacio político. Por ejemplo, ¿cómo gestionaremos los masivos movimientos de población derivados del cambio climático con territorios costeros muy poblados que quedarán bajo el agua, sin capacidad de ser sustento de vida o sin agua potable? ¿Lo haremos cerrando fronteras y construyendo muros? ¿Invirtiendo en nueva tecnología que contribuya a frenar o limitar los efectos devastadores de ese cambio climático? ¿Una tecnología que los frene para la mayoría, o como hemos visto en algunas películas de ciencia ficción, solamente para unos pocos? ¿Cómo gestionaremos ese miedo: con más democracia o con el desarrollo de regímenes autoritarios que nos vendan la salvación de nuestra comunidad a cambio de nuestra libertad?
En este sentido, cabe preguntarse qué está ocurriendo en España.
La política medioambiental española sigue apoyando actividades altamente contaminantes y limitando el desarrollo de las energías sostenibles. Además, los ingresos derivados de los impuestos destinados a proteger el medioambiente siguen cayendo en España a pesar de las reprimendas de la UE.
Las fronteras ya está prácticamente cerradas. El Mediterráneo es nuestro muro natural con una de las partes más pobres del planeta. Y casi cada día nos enteramos que una nueva patera se ha hundido y nuevas vidas se han perdido.
La inversión en ciencia y tecnología cada vez ocupa un menor porcentaje del PIB español. A pesar de que la economía española creció en 2016 un 3,3%, el gasto en I+D solo lo hizo en un 0,7%, lo que explica que España no pare de perder puestos en el conjunto de Europa. Mientras que la variación del gasto público en I+D entre 2009 y 2016 aumentó un 35,7% en Alemania, o un 17,5% de media de la UE-28, en España, retrocedió un 12,6%.
España es el tercer país más desigual de la UE tras Rumanía y Bulgaría, y en el que más ha aumentado la desigualdad desde 2007. Mientras el 10% más pobre ha visto disminuir un 17% su participación en la renta nacional durante la década de la Gran Recesión (años 2007 a 2016), el 10% más rico la ha visto incrementarse en un 5%, siendo el aumento de un 9% en el 1% más rico.
Además, y en consecuencia, España está entre los países que menos redistribuye la renta a través de su fiscalidad. Tal y como aparece en un reciente informe de Oxfam-Intermon, » el sistema fiscal español es uno de los que menos capacidad redistributiva tiene de toda Europa. Los asalariados son los que fundamentalmente sostienen las arcas públicas frente a empresas y grandes fortunas. A esto hay que añadir que los impuestos inciden de forma desproporcionada en las rentas bajas y que, por si fuera poco, cómo se gasta el dinero recaudado también es inequitativo: 2 de cada 10 euros de transferencias públicas se dirigen al 10% más rico de la población.
A esto habría que sumarle que tampoco a través del gasto público y el diseño de nuestros servicios públicos estamos consiguiendo garantizar la igualdad de oportunidades de nuestra población. Así, algunos estudios locales de Madrid o Barcelona nos hablan de diferencias en la esperanza de vida de entre 7 y 11 años respectivamente entre los barrios ricos y pobres de una misma ciudad.
Igualmente, España es uno de los países que más segrega en educación por nivel socioeconómico. Según un reciente estudio de Javier Murillo y Cynthia Martínez-Garrido utilizando los datos del PISA, España es el sexto país de la UE que más concentra a sus estudiantes en escuelas para ricos y escuelas para pobres, aunque hay muchas diferencias entre comunidades, siendo Madrid la segunda región europea con mayor segregación.
Y encima la desigualdad se culmina con la inserción en el mercado de trabajo que se realiza cada vez más a través de prácticas no remuneradas o insuficientemente remuneradas para garantizar la autonomía financiera. Por lo que sólo las hijas e hijos de familias con recursos pueden permitirse ese aprendizaje profesional que luego les permitirá colocarse bien en el mercado laboral. El resto está condenado a la precariedad.
Además, seguimos teniendo un país muy desigual desde el punto de vista de género. Las mujeres somos prácticamente el 60% de las personas que egresan en la universidad y además lo hacemos de media con mejores notas. Y en cambio, seguimos a la cola en todos los indicadores laborales. Que nuestros salarios sean más bajos que los de nuestros colegas varones tiene importantes consecuencias en nuestras elecciones profesionales y vitales, y también en nuestra capacidad de negociar tiempos y trabajos en la familia, ayudando a perpetrar la división sexual del trabajo que nos especializa en el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado.
De esa manera, nuestra sociedad sigue perdiendo gran parte del talento que forma o impidiendo que las niñas a través de una educación y socialización sexuada se formen o elijan formarse en ciencia y tecnología.
Hoy 11 de febrero, día de la mujer y la niña en la ciencia, nos volveremos a acordar de este problema. Pero mañana dejará de ser una prioridad, a pesar de que no podemos permitirnos desperdiciar el talento de muchas mujeres que podrían estar desarrollando innovaciones que nos ayudasen a pertrecharnos mejor para los desafíos que nos acechan, y a exigir que esos avances se aplicasen para mejorar nuestro bienestar y en beneficio de la mayoría.
Pero me temo que para ello necesitamos avanzar en igualdad y democracia. Y en cambio, parece ser que la creciente desigualdad nos está acercando a modelos políticos autoritarios en vez de a democracias de mejor calidad. La ciencia y la tecnología tienen que democratizarse para que sus beneficios no se concentren en pocas manos, alimentando la creciente desigualdad que nos corroe y sobre la que he compartido algunos datos en este artículo.
@linagalvezmunoz