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México: El país de los sobrantes

Fuentes: La Jornada

Hay una parte de México que no cabe en sus instituciones. Son más de 60 millones de mexicanos que viven en la pobreza sin más horizonte que seguir subsistiendo en esa condición. Son los sobrantes del neoliberalismo. Se trata de una franja de la nación real cuya realidad no es registrada en las versiones oficiales […]

Hay una parte de México que no cabe en sus instituciones. Son más de 60 millones de mexicanos que viven en la pobreza sin más horizonte que seguir subsistiendo en esa condición. Son los sobrantes del neoliberalismo.

Se trata de una franja de la nación real cuya realidad no es registrada en las versiones oficiales sobre nuestra realidad. Una porción del país de la que la mayoría de los políticos se acuerda sólo cuando hay elecciones, cada tres años. Un trozo de la patria al que los tecnoburócratas quisieran eliminar para que sus cifras macroeconómicas cuadren como su catecismo manda.

Y esa enorme porción del país expulsada de los beneficios del desarrollo y de la representación política genuina está llegando a una situación límite. Esta nación no será gobernable si se mantiene tanta segregación de tantos. Construir un México donde quepamos todos requiere de una gran reforma que propicie la inclusión de quienes han sido excluidos.

Ello no puede hacerse sin poner un alto al fundamentalismo de mercado. Tener presente lo que el premio Nobel Joseph Stiglitz ha recomendado a México: «no busquen – escribió- una mítica economía de libre mercado, que nunca ha existido. No sigan las recomendaciones de los intereses especiales de Estados Unidos, ni en el ámbito corporativo ni en el financiero, porque, aunque predican el libre mercado, en casa dependen del gobierno para alcanzar sus objetivos».

La política debe retomar el puesto de mando de la economía. Fomentar el desarrollo del mercado interno, promover el empleo con calidad, recuperar el valor del salario real, defender la soberanía alimentaria, reconstruir las redes de bienestar social y preservar la soberanía nacional no pueden ser metas a las que la nación deba renunciar. Por el contrario, son elementos centrales de una reforma económica sin la que cualquier transformación política resultará cosmética.

El dramaturgo alemán Bertolt Brecht preguntaba hace más de 70 años: «¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?» En México, después del Fobaproa, podemos legítimamente interrogarnos: ¿qué es robar un banco comparado con su rescate? Una reforma económica progresiva supone, necesariamente, renegociar radicalmente los términos del salvamento bancario.

No se trata de regresar al pasado. A 19 años de vivir y padecer las políticas de ajuste y estabilización, el neoliberalismo es el pasado en el que no se puede seguir viviendo. Sólo deshaciéndose de ese lastre se puede reconstruir un país cada vez más cerca de toparse con sus propias ruinas.

Una gran distancia separa el mundo de la política formal de partes cada vez más importantes de la sociedad mexicana. El deterioro de la clase política es severo. El tamaño de este divorcio fue medido por el termómetro de las pasadas elecciones federales. Casi seis de cada 10 mexicanos inscritos en el padrón electoral se negaron a votar y tres millones que lo hicieron anularon sus sufragios.

Los partidos representan cada vez menos las nuevas categorías sociales que están surgiendo en México. Es notoria su incapacidad para desligarse de una dinámica que los obliga a dedicar todo su tiempo y recursos a la participación electoral. Hasta que no se compacten las elecciones, se acorten los tiempos dedicados a las campañas electorales, se incluya en ellos los preparativos previos y se prohíba el financiamiento privado la degradación partidaria continuará.

Para revertir este deterioro se necesita una radical reorganización tanto de las relaciones entre el Estado y la sociedad como de las mediaciones sociales. Terminar con el secuestro del espíritu del artículo 39 constitucional por el 41, quitar a los partidos el monopolio de la interlocución política, abrir las puertas a la democracia participativa, impedir la intervención permanente de las instancias gubernamentales en la designación de los representantes sociales y garantizar su plena autonomía para su nombramiento; abolir, pues, el corporativismo renovado, son elementos básicos para establecer una nueva arquitectura institucional que permita la inclusión de los segregados.

Hace tres años el Congreso de la Unión traicionó a los pueblos indios al aprobar una reforma constitucional ajena a sus necesidades. Los legisladores tuvieron frente a sí la posibilidad de saldar una deuda histórica con sus pueblos originarios y la tiraron por la borda. Perpetuaron así una grave injusticia y fracturaron el país. Es necesaria una reforma que establezca una nueva relación entre el Estado y los indios.

La polarización social y la polarización política se han encontrado. Un escandaloso pleito dentro de las elites coincide con las expresiones de inconformidad social. La amenaza del desafuero al jefe de Gobierno de la ciudad de México anuncia un conflicto de proporciones mayúsculas.

Durante el foro Gobernabilidad democrática: ¿qué reforma? se hicieron muchas propuestas de reforma del país. Sin embargo el Legislativo no puede realizarlas. La última gran iniciativa para una reforma del Estado terminó convertida en ONG. Apenas el pasado primero de septiembre ese poder sesionó prácticamente en estado de sitio para guarecerse de la ira social ocasionada por sus acuerdos. Tan sólo unas cuantas voces se hicieron escuchar en su interior repudiando el hecho.

Un leñador que trabajaba en el bosque -narró el dirigente campesino Jorge Castro al Presidente de la República en 1992- es, de repente, atacado por un oso. Ve a los lados buscando ayuda. No tiene éxito. Está solo; no hay quien lo auxilie. Mira entonces al cielo y dice: Diosito, si no me vas a ayudar, por lo menos no te pongas del lado del oso.

Algo ayudarían los legisladores si, como reclamaba el leñador de la narración, dejaran de colocarse del lado del oso.