Vamos a tener que acostumbrarnos a vivir en un estado de excepción permanente. Presionados por el más alto, más lejos y más fuerte, el presidente de los EEUU elegido hace apenas unos meses está cerca de batir el récord de desconcierto y pánico entre los espectadores. Hasta el momento de la toma de poder, la […]
Vamos a tener que acostumbrarnos a vivir en un estado de excepción permanente. Presionados por el más alto, más lejos y más fuerte, el presidente de los EEUU elegido hace apenas unos meses está cerca de batir el récord de desconcierto y pánico entre los espectadores. Hasta el momento de la toma de poder, la opinión general era que Donald Trump se amansaría bajo el control de las viejas jerarquías económicas y políticas republicanas, que tendríamos un títere más al modo de Georges Bush. En ese caso, habríamos estado ante otro presidente orgulloso de su incultura, racista convencido, capitalista radical, imperialista, militarista,…, en fin, la tradición de presidentes con este perfil es larga. Y lo cierto es que todo esto ha sido confirmado en el sentido más literal, eso sí, no sólo por palabras, sino por hechos.
Trump es una estrella capaz de eclipsar hasta sus parodias. A falta de una nueva intervención militar clara en la esfera internacional, a falta de un peligro interno definido, el propio presidente ha pasado a encarnar el papel de psicópata político, de terrorista en cuyas manos se encuentran las armas más destructivas jamás imaginadas. Cuando el periódico liberal El País es capaz de llegar a preguntarse de manera abierta si Trump está loco, los demás debemos preguntarnos cómo es posible que el debate público haya llegado a este nivel entre pueril y terrorífico. Evidentemente, el artículo escrito por Moisés Naím al que hago referencia llegaba a explicitar rasgos de narcisismo presentes en el presidente y algunos diagnósticos que se habían emitido a la ligera por psiquiatras estadounidenses. En cualquier caso, me llama la atención el final de dicho artículo, pues la duda que deja sembrada es la que va calando como frío terror en la conciencia de los telespectadores mundiales: «Trump lleva pocas semanas en la Casa Blanca y su conducta ya es causa de justificada alarma. Los problemas y frustraciones del presidente se van a agudizar. Y eso no es bueno para su salud mental [1]«. Ni para su salud mental, ni para el futuro de todos nosotros, claro.
El valor que tiene el miedo como instrumento de control social se vuelve perverso en el caso de un presidente irresponsable, maleducado y soberbio. En Europa ya hemos pasado por Silvio Berlusconi, pero a diferencia de él Trump resulta ingobernable, excesivo e imprevisible. Es el caos a nuestras puertas, todo puede ser destruido en sus manos de showman fascista. Sus votantes blancos, pobres e iletrados confirman los peores augurios, son los nuevos bárbaros capaces de salir en cualquier momento a ejecutar un linchamiento. Su gabinete de ministros y consejeros es abiertamente denominado como camarilla de compinches [2] dados sus antecedentes capitalistas criminales. En definitiva, la cosa no puede pintar peor y por eso, podemos afirmar que tenemos en marcha claramente ese ministerio del miedo al que hace referencia Paul Virilio en La administración del miedo, recientemente publicado en la editorial Pasos Perdidos.
Los medios de comunicación se están empleando a fondo en la creación de esa sensación de desastre inminente. Desde los telediarios hasta los programas de humor más chuscos han tenido secciones enteras dedicadas a señalar los despropósitos del presidente más sobreactuado de la historia. Empezando por la mofa sobre su esperpéntica familia, la exposición de sus pecados (la avaricia, la lujuria, la ira o el orgullo), la desautorización de los juristas a sus primeras medidas, las manifestaciones a favor y en contra (con esa sensación de tener un enfrentamiento a punto de estallar), los malos modos ante algunos mandatarios, las limitaciones al derecho de libre información… En fin, todo un espectáculo del fin del mundo.
Mientras tanto, estamos pasmados frente a la pantalla, leyendo sus mensajes en las redes sociales, viendo su flequillo en precario equilibrio, su pavoneo constante como jefe del mundo y el odio que demuestra hacia cualquiera que le cuestione. Completar la construcción del muro ante México no es más que una chulería grosera y mezquina, que para colmo y, como se ha comentado en este medio, resulta inviable. Pero es la pauta que nos espera. Por lo pronto ha anunciado un aumento del 9% en gasto militar, medida evidentemente propagandística, porque, como se ha permitido decir, «Tenemos que empezar a ganar guerras». Le seguirán grandes planes infructuosos para revitalizar la economía norteamericana. Infraestructuras e inversiones megalómanas seguidas del apoyo ardoroso de sus seguidores. Y una tímida respuesta social ante los desmanes sociales y económicos devenidos de la privatización de los pocos recursos aún disponibles. Todo es predecible y pavoroso, infantil y criminal, pero, no nos equivoquemos, está absolutamente calculado, diseñado como el espectáculo más grande jamás imaginado por la industria norteamericana. Ya se pueden quedar los liberales de buen corazón sus premios Oscar, nosotros podemos disfrutar de un nuevo show mucho más creíble y emocionante. Tenemos reservadas butacas en primera fila.
Notas
[1] Ver NAÍM, MOISES en El País el 25 de febrero de 2017: http://internacional.elpais.com/internacional/2017/02/24/actualidad/1487964077_926629.html
[2] Ver KLEIN, Naomi enhttps://www.rebelion.org/noticia.php?id=223465
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