La semana pasada nos dejó una propuesta más de esas a las que el ministro de Industria, Miguel Sebastián, nos tiene acostumbrado en su intento de ser el más ingenioso del lugar (imagino que con la aspiración de que algún día Zapatero le nombre sustituto del deprimido Solbes). No piensen que es una propuesta nueva. […]
La semana pasada nos dejó una propuesta más de esas a las que el ministro de Industria, Miguel Sebastián, nos tiene acostumbrado en su intento de ser el más ingenioso del lugar (imagino que con la aspiración de que algún día Zapatero le nombre sustituto del deprimido Solbes).
No piensen que es una propuesta nueva. No; en absoluto. Ya se lanzó con ella hace unos meses, cuando recomendó, para las compras de Navidad, lo mismo que ahora: que los consumidores compren productos españoles.
Ahora ha ido más allá y para reforzar el chantaje emocional ha complementado su petición con un balance de los esperables efectos positivos que se alcanzarían si todos siguiéramos su recomendación a rajatabla.
Así, según los datos que maneja su ministerio, si todos los españoles sustituyéramos 150 euros anuales de productos importados y comprásemos productos nacionales se conseguiría evitar la destrucción de 120 mil empleos al año. Igualmente, el ministro advierte que no se trata de una medida proteccionista (¡que nadie lo vaya a tachar a él de tal cosa!) porque no supone trabas a la importación.
Y, efectivamente, no se trata de proteccionismo sino tan sólo, y aunque él no quiera decirlo con todas sus letras, de nacionalismo económico.
Y no lo quiere decir porque, como ya escribí cuando lo dijo la primera vez, Sebastián es un liberal convencido de las bondades del librecambio. Y para constatarlo vuelvo a repetir aquí sus palabras para el regocijo colectivo: «muchos líderes políticos están descontentos sobre cómo se dirige el mundo. Los economistas deben conducir un cambio o volveremos a todo tipo de intervencionismos, nacionalismos y proteccionismo de distinta clase».
No sé como ministro, pero como profeta sus servicios no tendrían precio: ha sido tan buen vidente que hasta acabó por anticipar que incluso él mismo acabaría convertido en nacionalista de seguir las cosas como iban. Vivir para ver.
En cualquier caso, la cuestión va más allá de la esquizofrenia en la que debe encontrarse el ministro cuando piensa una cosa y dice la contraria.
Y es que si algún argumento ha sido recurrente en la cantinela para tratar de convencer a la ciudadanía de las ventajas del librecambio es el que los consumidores verían cómo se abarataban los bienes producidos en aquellas economías que presentaran una mayores ventajas competitivas respecto a la nuestra para la producción de los mismos.
Además, el desmantelamiento de las barreras arancelarias y la apuesta por un mundo en donde las restricciones sobre la libre circulación de mercancías sean cada vez menores se ha sustentado sobre la idea de que de ello no sólo se derivarían ventajas inequívocas para los consumidores en términos de precio, sino que además se produciría una reasignación óptima de los recursos productivos. Así, nuestra economía dejaría de fabricar aquellos bienes en los que es menos competitiva y pasaría a destinar esos recursos a la producción de aquellos para los que presenta mayores ventajas relativas, comprando en el exterior los primeros y vendiendo al resto del mundo los segundos.
Se supone que, a resultas de ello, todos ganan a pesar de que lo que nos dice la realidad es que los países más poderosos económicamente del mundo lo son porque han actuado precisamente de forma contraria a como establece la teoría de las ventajas comparativas, esto es, protegiendo sus mercados y sus industrias nacionales hasta que las mismas no están en condiciones de competir en condiciones de igualdad con las del resto del mundo.
Evidentemente, ello genera un mundo en competencia permanente y siempre al borde del conflicto comercial bilateral o multilateral.
La razón es que los avances en la competitividad de la industria nacional no sólo se consiguen por las vías de mejoras en los procesos y técnicas de producción, esto es, por incrementos en la productividad. También se pueden lograr de forma espuria: reduciendo los salarios directos o indirectos de los trabajadores; produciendo bajo condiciones laborales inhumanas; o recurriendo a devaluaciones del tipo de cambio para abaratar de esa forma el precio de los productos en los mercados de exportación.
Esa competencia nos aboca, por lo tanto, a un mundo marcado tanto por una tendencia de los salarios a la baja, con los consiguientes efectos sobre la demanda global, como por el deterioro de las condiciones de trabajo, con los consiguientes efectos sobre el bienestar general.
Un mundo, en definitiva, en el que el trabajo se convierte en un coste variable más, que debe ser reducido a toda costa, y, en última instancia, en la variable de ajuste del sistema en momentos de crisis como los que estamos viviendo.
Hasta aquí, y a grosso modo, la argumentación sobre la que se sustenta la apuesta por el librecambio que tan cara era hasta hace poco tiempo al ministro de Industria.
El ministro en su laberinto
Es por ello que escuchar de un partidario del librecambio solicitar de los ciudadanos que ahora actúen de forma nacionalista en materia de consumo resulta de lo más sorprendente cuando no patético.
Y es que, si la propuesta contribuye a evitar la destrucción de empleo en tiempos de crisis, se supone que ayudará a crear empleo en tiempos de bonanza económica. Y si ese es uno de los objetivos de todo gobierno, por qué no se actúa en consecuencia, fomentando la competitividad de los productos españoles y protegiendo nuestros mercados de la invasión de productos de otros países, y se opta, por el contrario, por insertarse en una lógica competitiva que es a todas luces perjudicial tanto para los niveles de empleo como para las condiciones de éste en España.
Resulta un contradiós que ahora, en tiempos de angustia colectiva, venga un ministro a reclamar que se consuman productos nacionales apelando al chantaje emocional del incremento del desempleo, cuando hasta este momento se han venido fraguando todas las condiciones para que los mercados estén inundados de productos extranjeros mucho más baratos; cuando muchos sectores de la industria española tienen que competir en condiciones imposibles de equiparar con productos chinos o del sudeste asiático; cuando estamos asistiendo a procesos masivos de deslocalización productiva de la industria española hacia aquellos países con la consiguiente destrucción de empleo local; o cuando en los pliegos de condiciones para la contratación pública en ningún lugar se establece que deba privilegiarse la adquisición de productos nacionales.
Resulta patético escuchar el llamamiento a que la población compre productos españoles, aunque sean más caros, mientras que los uniformes de la Guardia Civil o el granito que se utiliza en la obras públicas se adquieren en China.
Esos comportamientos contribuyen a poner de relieve la incongruencia, no sólo del ministro y su propuesta, sino del mundo actual en el que vivimos.
Pero, además, ¿es que no sabe el ministro de Industria que en la estructura genética de ese homo economicus que él defiende, cuya única motivación es la maximización de la utilidad proporcionada por la asignación de su renta entre los distintos bienes que integran la cesta de consumo, no cabe el componente nacionalista?
Si se acosa al ciudadano para que se convierta en un consumidor compulsivo que encuentra en ese acto la única fuente de satisfacción, para que actúe de forma egoísta e individualista, ¿a cuento de qué viene ahora aconsejarle que atienda a algo que no sea la relación calidad-precio de los productos y la restricción presupuestaria que, en última instancia, condiciona su elección?
Si los consumidores españoles no compran más productos españoles es porque éstos no son competitivos frente a los de otros países y, en consecuencia, sus precios son más elevados.
En algunos casos, pretender optar a ese grado de competitividad es una absoluta locura habida cuenta de que son bienes cuya producción es muy intensiva en trabajo y éste es remunerado en esos países a unos niveles que exigirían una reducción drástica e inviable de los salarios nacionales.
De hecho, gran parte de los productos pretendidamente españoles son producidos total o parcialmente en esos países y, aunque la marca bajo la que se venden pudiera ser española, su consumo no repercutiría necesariamente sobre la economía nacional (léase, por ejemplo, cualquier etiqueta de la marca textil Inditex). ¿Son esos los productos españoles a los que se refiere el ministro?
Y, en otros casos, las mejoras de competitividad exigirían que el ministerio que actualmente dirige Sebastián, en conjunción con otros agentes públicos y privados, hubieran realizado esfuerzos por lograr mejoras en los niveles de productividad de los trabajadores y del capital que hicieran que nuestra economía fuera más competitiva.
La opción por un crecimiento económico sustentado sobre el «ladrillo» desatendiendo otras políticas sectoriales, en especial, la industrial tiene esas consecuencias de medio plazo de las que nuestro déficit comercial -el segundo mayor del mundo en términos absolutos después del de Estados Unidos- hace tiempo que viene advirtiendo.
Esos son, precisamente, los problemas de los que un ministro de Industria responsable debería estar ocupándose en lugar de pedir a los españoles que actúen contra los principios que él y algunos economistas como él les han inculcado.
Alberto Montero Soler ( [email protected] ) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga (España). Puedes leer otros textos suyos en su blog «La otra economía».