La escena resultaba un tanto insólita en la tarde gris de Madrid. Bajo una débil llovizna centenares de personas guardaban cola resignadamente. Hubieran podido pasar por los espectadores de alguna película de estreno o por ansiosos compradores del iPad 2. Pero no. Esos extraños individuos acudían -y esto es lo extraño- a la presentación de […]
La escena resultaba un tanto insólita en la tarde gris de Madrid. Bajo una débil llovizna centenares de personas guardaban cola resignadamente. Hubieran podido pasar por los espectadores de alguna película de estreno o por ansiosos compradores del iPad 2. Pero no. Esos extraños individuos acudían -y esto es lo extraño- a la presentación de un libro en la que, para colmo, no estaba previsto que se sirviera una copa de vino ni que se repartieran canapés o brochetas de fruta. El responsable de aquella concentración humana era un señor de 93 años, Stéphane Hessel, un francés nacido en Berlín cuya vida es una auténtica novela, y que es autor de un panfleto de 30 páginas del que se han vendido 1.700.000 ejemplares. ¿Su título? ¡Indignaos!. Toda esa gente estaba allí dispuesta a escuchar motivos para la indignación y se llevaron a casa una ración generosa. Indignarse, al fin y al cabo, es el primer paso para el compromiso.
Como se deduce de su edad, Hessel no es lo que se dice un moderno. Hoy lo moderno es defender a los mercados antes que a las personas, alabar por limpia y ecológica la energía nuclear, denigrar lo público, recortar las pensiones, creer que los parados son unos vagos y felicitar al jefe en su cumpleaños por Twiter, como hacían este fin de semana un director adjunto de El Mundo y la gerente de Internet del diario, porque hasta para hacer la pelota hay que estar a la última. ¿Es moderno afirmar que «el interés general debe dominar sobre los intereses especiales» o que «el hombre justo cree que la riqueza creada en la esfera del trabajo debe dominar sobre el poder del dinero»? Pues eso.
De hecho, Hessel es tan antiguo que en ese opúsculo suyo que ha causado furor viene a exaltar el programa de derechos sociales que elaboró el Consejo Nacional de la Resistencia en la Francia ocupada por los nazis. El nonagenario fue un resistente, hizo de espía para De Gaulle, estuvo en el campo de concentración de Buchenwald y logró salvar la vida de milagro tras ser condenado a morir en la horca. Enviado a Nueva York al acabar la Segunda Guerra Mundial, participó en la elaboración de la Declaración Universal de Derechos Humanos, y terminó convertido en un activista contra la injusticia y en un defensor de los inmigrantes y de minorías como los gitanos.
Presentaba ayer su libro junto al escritor, intelectual y economista José Luis Sampedro, 94 años, que es quien ha prologado la obra, y que si no desgranó sus razones para estar indignado fue, según dijo, por falta de tiempo. Si Hessel confía en el papel de Naciones Unidas -«no se crean que se puede hacer todo con un G-8, un G-20 o con un G y otro número sin ningún tipo de legitimidad», Sampedro es un entusiasta de la gobernanza mundial para un planteta que no es sino «un barco navegando por el espacio en el que nos hundimos o nos salvamos todos» y que, con unidad, puede cambiar de rumbo al margen de las elites que están al timón. Resultaban envidiable sus utopías no exentas de pesimismo.
El de Hessel no es ensayo sesudo sino un puñado de folios llenos de sentido común. Urge indignarse con unos líderes políticos que «no tienen que ceder ni permitir la opresión de una dictadura internacional real o de los mercados financieros que amenazan la paz y la democracia» o con unos bancos «que han probado estar más preocupados de sus dividendos y de los altos sueldos de sus líderes que del interés general. Esta disparidad entre los más pobres y los más ricos nunca había sido tan grande, ni amasar fortunas y la competición tan incentivado».
Ahora bien, ¿hasta qué punto ha de llegar a la indignación? El francés habla de «insurrección pacífica» y de las bondades de la no violencia aunque reconozca, como hizo ayer, que en casos extremos «es difícil sustraerse a la tentación de la resistencia violenta». Eso cuando el problema no es la pasividad, estado en el que se encuentran muchos jóvenes, «a los que la inquietud por su vida, su empleo o su insuficiente formación les impide a veces movilizarse». Idéntica idea esbozaba Sampedro: «Los jóvenes son víctimas de esa ideas que avanza el poder de que no hay nada que hacer».
El de Hessel es un grito contra el retroceso emprendido por una sociedad que parecía encaminada a metas bien distintas. «Todas las conquistas sociales de la Resistencia están hoy amenazadas (…) Ya es el momento de que las preocupaciones acerca de la ética, la justicia y el equilibrio duradero -económico y medioambiental- prevalezcan (sobre el pensamiento productivista)».
Hay, en efecto, muchos motivos para una indignación, de la que no escapan unos medios de comunicación que proponen como horizonte para la juventud «el consumo en masa, el desprecio hacia los más débiles y hacia la cultura, la amnesia generalizada y la competición excesiva del todos contra todos». Para compensar, los responsables de esos medios se felicitan por Twitter. Eso es el progreso.
Fuente: http://www.cuartopoder.es/preferirianohacerlo/mil-motivos-para-indignarse-en-solo-30-paginas/931