Modernidad y Holocausto de Zygmunt BaumanProfesor emérito de Sociología de la Universidad de Leeds. © Ediciones sequitur, 2006 Edición: tercera en españolTraducido: del inglés por Francisco Ochoa de Michelena y Ana MendozaFormato: 155×215Páginas: 272 Más información: [email protected] Descripción: el Holocausto no fue un acontecimiento singular, ni una manifestación terrible pero puntual de un ‘barbarismo’ persistente, […]
Modernidad y Holocausto
de Zygmunt Bauman
Profesor emérito de Sociología de la Universidad de Leeds.
© Ediciones sequitur, 2006
Edición: tercera en español
Traducido: del inglés por Francisco Ochoa de Michelena y Ana Mendoza
Formato: 155×215
Páginas: 272
Más información: [email protected]
Descripción: el Holocausto no fue un acontecimiento singular, ni una manifestación terrible pero puntual de un ‘barbarismo’ persistente, fue un fenómeno estrechamente relacionado con las características propias de la modernidad. El Holocausto se gestó y se puso en práctica en nuestra sociedad moderna y racional, en una fase avanzada de nuestra civilización y en un momento culminante de nuestra cultura, es, por tanto, un problema de esa sociedad, de esa civilización y de esa cultura
Público lector: «El público al que me dirijo es la gente corriente que lucha por ser más humana» (Zygmunt Bauman, The Guardian, 07/04/2003)
Zygmunt Bauman (1925, Poznan, Polonia.
Prólogo
Después de escribir su historia personal, tanto en el ghetto como huida, Janina me dio las gracias a mí, su marido, por soportar su prolongada ausencia durante los dos años que invirtió en escribir y recordar un mundo que «no era el de su marido». Lo cierto es que yo escapé de ese mundo de horror e inhumanidad cuando se expandía por los rincones más remotos de Europa. Y, como muchos de mis contemporáneos, nunca intenté explorarlo después de que se desvaneciera de la tierra y dejé que permaneciera entre los recuerdos obsesionantes y las cicatrices sin cerrar de aquéllos a los que hirió y vistió de luto.
Evidentemente, tenía conocimiento del Holocausto. Compartía esta imagen del Holocausto con muchas personas, tanto de mi generación como más jóvenes: un asesinato horrible que los malvados cometieron contra los inocentes. El mundo se dividió en asesinos enloquecidos y víctimas indefensas junto con algunas personas que ayudaban a esas víctimas cuando podían aunque casi nunca fuera posible. En ese mundo los asesinos asesinaban porque estaban locos, eran malvados y estaban obsesionados con una idea loca y malvada. Las víctimas iban al matadero porque no podían competir con un enemigo poderoso y fuertemente armado. El resto del mundo sólo podía observar, perplejo y agonizante, sabiendo que solamente la victoria final de los ejércitos aliados en la coalición antinazi pondría fin al sufrimiento humano. Con todos estos conocimientos, mi imagen del Holocausto era como un cuadro convenientemente enmarcado para distinguirlo de la pared y subrayar su diferencia del resto del mobiliario.
Cuando leí el libro de Janina, empecé a pensar en todo lo que no sabía o, mejor dicho, en todas las cosas sobre las que no había recapacitado debidamente. Empecé a comprender que no entendía realmente lo que había sucedido en «ese mundo que no era el mío». Lo que había ocurrido era demasiado complicado como para que se pudiera explicar de esa manera sencilla e intelectualmente consoladora que yo ingenuamente suponía suficiente. Me di cuenta de que el Holocausto no sólo era siniestro y espantoso sino que además era un acontecimiento difícil de entender con los términos al uso. Para poder comprenderlo había que describirlo con un código específico que, previamente, debía establecerse.
Yo deseaba que los historiadores, los científicos sociales y los psicólogos lo establecieran y me lo explicaran. Exploré los estantes de las bibliotecas y los encontré repletos de meticulosos estudios históricos y de profundos tratados teológicos. También había algunos estudios sociológicos, hábilmente documentados y escritos con agudeza. Las pruebas que habían acumulado los historiadores eran abrumadoras en volumen y contenido. Sus análisis, profundos y sólidos. Demostraban más allá de cualquier posible duda que el Holocausto es una ventana, no un cuadro. Al mirar por esa ventana se vislumbran cosas que suelen ser invisibles, cosas de la mayor importancia, no sólo para los autores, las víctimas y los testigos del crimen sino para todos los que estamos vivos hoy y esperamos estarlo mañana. Lo que vi por esa ventana no me gustó nada en absoluto. Sin embargo, cuanto más deprimente era la visión más convencido me sentía de que si nos negábamos a asomarnos, todos estaríamos en peligro.
Y, no obstante, yo no había mirado por esa ventana antes y en eso no me diferenciaba del resto de mis compañeros sociólogos. Al igual que muchos de mis colegas, daba por sentado que el Holocausto había sido, como mucho, algo que los científicos sociales teníamos que aclarar pero en absoluto algo que pudiera aclarar las actuales preocupaciones de la sociología. Creía, por exclusión más que por reflexión, que el Holocausto había sido una interrupción del normal fluir de la historia, un tumor canceroso en el cuerpo de la sociedad civilizada, una demencia momentánea en medio de la cordura. Así, podía crear para mis estudiantes un retrato de una sociedad cuerda, saludable y normal y dejar la historia del Holocausto a los patólogos profesionales.
A nuestra suficiencia, a la mía y a la de todos mis colegas, la apoyan, aunque no sea excusa, ciertas maneras en que se ha utilizado el recuerdo del Holocausto. Con demasiada frecuencia, se ha sedimentado en la opinión pública como una tragedia que les ocurrió a los judíos y sólo a ellos y que, en consecuencia, requería de todos los demás remordimiento, conmiseración y acaso disculpas pero poco más. Una y otra vez, tanto los judíos como los no judíos lo habían narrado como propiedad única y exclusiva de los primeros, como algo que había que dejar para los que escaparon de los fusilamientos o de las cámaras de gas y para sus descendientes, quienes lo guardarían celosamente. Las dos actitudes, la «externa» y la «interna» se complementaban. Algunos (autoproclamados) portavoces de los muertos llegaron al extremo de avisar contra los ladrones que se confabulaban para arrebatar el Holocausto a los judíos, para «cristianizarlo» o simplemente para disolver su carácter genuinamente judío en una «humanidad» tristemente indiferenciada. El Estado judío intentó utilizar los recuerdos trágicos como el certificado de su legitimidad política, como salvoconducto para todas sus actuaciones políticas pasadas y futuras y, sobre todo, como pago por adelantado de todas las injusticias que pudiera cometer. Todas estas actitudes contribuyeron a que el Holocausto se afianzara en la conciencia pública como un asunto exclusivamente judío y de poca importancia para todos los demás (los judíos individualmente considerados también) que nos vemos forzados a vivir nuestro tiempo y a pertenecer a la sociedad moderna. Un amigo mío, muy culto y reflexivo, me descubrió hace poco, en un destello, lo peligrosamente que se había reducido el significado del Holocausto a trauma personal y reivindicacicón de una nación. Estábamos hablando y yo me quejaba de que en el campo de la sociología no había encontrado muchas referencias a las conclusiones de importancia universal que se derivan de la experiencia del Holocausto. «Es realmente sorprendente», me contestó mi amigo, «sobre todo si tenemos en cuenta la gran cantidad de sociólogos judíos que hay».
Se lee sobre el Holocausto con ocasión de los aniversarios, que se conmemoran con un público fundamentalmente judío y se presentan como acontecimientos propios de las comunidades judías. Las univesidades han programado cursos especiales sobre la historia del Holocausto que, sin embargo, se imparten desgajados de los cursos de historia general. Muchas personas definen el Holocausto como un asunto específico de la historia judía. Tiene sus propios especialistas, profesionales que periódicamente se reúnen y disertan entre ellos en simposios y conferencias especializadas. Sin embargo, su trabajo, impresionante y de crucial importancia, raramente acaba vertiéndose sobre la línea central de las disciplinas académicas ni en la vida cultural en general, como suele ocurrir con los otros intereses especializados en este nuestro mundo de especialistas y especializaciones.
En las pocas ocasiones en que encuentra una salida, se le suele permitir salir al escenario público de forma aséptica, es decir, amable y desmovilizadora. Puede llegar a sacudir al público y sacarlo de su indiferencia ante la tragedia humana, porque se hace eco de su mitología, pero no le sacará de su complacencia -como en Holocausto, la serie de televisión estadounidense en la que se veía a médicos bien alimentados y con buenos modales y a sus familias, igual que los vecinos de Brookling, erguidos, dignos y moralmente incólumes conducidos a las cámaras de gas por unos nazis degenerados y repugnantes a los que ayudaban campesinos eslavos sedientos de sangre. David G. Roskies, estudiante perspicaz y empático de las reacciones judías ante el Apocalipsis, ha observado el trabajo silencioso e inexorable de autocensura –las «cabezas inclinadas hacia el suelo» del poeta del ghetto se han sustituido, en ediciones posteriores, por las «cabezas levantadas por la fe». Roskies concluye diciendo: «Cuantas más zonas grises se eliminen, más claros serán los contornos del Holocausto en cuanto arquetipo . Los judíos muertos eran todos buenos y los nazis y sus colaboradores absolutamente malos» 1 . A Hannah Arendt la abuchearon coros de sentimientos ofendidos cuando se atrevió a decir que las víctimas de un régimen inhumano debieron perder algo de su humanidad en el camino hacia la perdición.
El Holocausto sí fue una tragedia judía. Aunque los judíos no fueran el único grupo sometido a «trato especial» por el régimen nazi (los seis millones de judíos se estaban entre los más de veinte millones de personas aniquiladas por orden de Hitler), solamente los judíos estaban señalados para que se procediera a su destrucción total y no tenían sitio en el Nuevo Orden que Hitler se propuso instituir. Pero a pesar de ello, el Holocausto no fue simplemente un problema judío ni fue un episodio sólo de la historia judía. El Holocausto se gestó y se puso en práctica en nuestra sociedad moderna y racional, en una fase avanzada de nuestra civilización y en un momento álgido de nuestra cultura y, por esta razón, es un problema de esa sociedad, de esa civilización y de esa cultura. Por esta razón la autocuración de la memoria histórica que tiene lugar en la conciencia de la sociedad moderna no sólo constituye una negligencia ofensiva para las víctimas del genocidio, también es el símbolo de una ceguera peligrosa y potencialmente suicida.
Este proceso de autocuración no implica necesariamente que el Holocausto se desvanezca de la memoria por completo. Existen muchas señales de lo contrario. Aparte de las pocas voces revisionistas que niegan la realidad del suceso (y que parece que, sin percibirlo, incrementan la conciencia pública sobre el Holocausto por medio de los titulares sensacionalistas que provocan) parece que la crueldad del Holocausto y su impacto sobre las víctimas, especialmente los supervivientes, ocupa un lugar cada vez mayor en el interés del público. Los temas de este tipo han pasado a ser casi obligatorios, aunque con una función auxiliar, como tramas secundarias en películas, series de televisión y novelas. Y, sin embargo, no cabe ninguna duda de que la autocuración sigue produciéndose – por medio de dos procesos entrelazados.
Uno de ellos es convertir la historia del Holocausto en un empeño especializado confinado en sus propias instituciones científicas, fundaciones y circuitos de conferencias. Uno de los efectos frecuentes y sabidos de esta separación de las especializaciones académicas es que el vínculo entre el nuevo ámbito de estudio y el campo principal de la disciplina se va haciendo cada vez más tenue. Los intereses y conclusiones de los nuevos especialistas y el nuevo lenguaje e imaginería que crean apenas inciden sobre el grueso de la disciplina. Con frecuencia, la división implica que los intereses académicos encomendados a las instituciones especializadas se eliminan de la línea principal de la disciplina. Por decirlo de alguna manera, se particularizan y marginan y, en la práctica, aunque no necesariamente en teoría, pierden sus implicaciones más generales. De esta manera, la corriente académica principal puede obviar esos intereses, de suerte que aunque aumenta a velocidad impresionante el volumen, la profundidad y la calidad académica de las obras especializadas en el Holocausto, no lo hace ni el espacio ni la atención que se le dedica en el relato de la historia moderna.. Si acaso, resulta ahora más sencillo pasar por el alto el análisis sustantivo del Holocausto, escudándose tras una oportunamente engrosada lista de referencias bibliográficas.
Otro proceso es la ya mencionada asepsia de la imaginería del Holocausto sedimentada en la conciencia popular. Con demasiada frecuencia, la información pública sobre el Holocausto se ha asociado con ceremonias conmemorativas y con las solemnes homilías que estas ceremonias suscitan y legitiman. Las ocasiones de este tipo, aunque sean importantes desde muchos puntos de vista, dejan poco espacio para hacer un análisis profundo de la experiencia del Holocausto y, en especial, de sus aspectos más inquietantes y ocultos. De estos ya de por sí tímidos análisis escasos son los que llegan a una conciencia pública alimentada por no-iniciados y medios de comunicación de masa.
Cuando se pide a la gente que se plantee las preguntas más terribles, «¿Cómo fue posible tal horror?», «¿Cómo pudo suceder en el corazón de la parte más civilizada del mundo?», no se suele perturbar ni su tranquilidad ni su equilibrio mental. El examen de las culpas se disfraza de investigación sobre las causas. Las raíces del horror, nos dicen, se deben buscar y se encuentran en la obsesión de Hitler, en el servilismo de sus partidarios, en la crueldad de sus seguidores y en la corrupción moral de sus ideas, ahondando en la etiología, acaso también se encuentren causas en algunos reiterados aconteceres de la historia de Alemania o en la especial indiferencia moral del alemán medio, actitud que era de esperar a la vista de su antisemitismo patente o latente. Todo lo cual suele ser consecuencia de la insistencia en considerar que «intentar entender cómo fueron posibles esas cosas», sólo se consigue mediante una letanía de revelaciones sobre un Estado odioso llamado Tercer Reich, sobre la bestialidad de los nazis o sobre otros aspectos de la «enfermedad alemana» que, según creemos y nos animan a creer, indican la presencia de algo que «va contra los principios del planeta» 2 . Se dice también que una vez conozcamos con detalle las bestialidades del nazismo y sus causas «entonces será posible si no curar al menos sí cauterizar la herida que el nazismo ha causado a la civilización occidental» 3 . Estas y semejantes actitudes pueden interpretarse en el sentido (no siempre pretendido por sus autores) de que una vez establecida la responsabilidad moral de Alemania, de los alemanes y de los nazis, habrá concluido la búsqueda de estas causas. Como el propio Holocausto, sus causas se encontraban en un espacio reducido y en un tiempo limitado que, afortunadamente, ha terminado.
Sin embargo, el ejercicio de centrarse en la alemanidad del crimen considerándola como el aspecto en el que reside la explicación de lo sucedido es al mismo tiempo un ejercicio que exonera a todos los demás y especialmente todo lo demás. Suponer que los autores del Holocausto fueron una herida o una enfermedad de nuestra civilización y no uno de sus productos, genuino aunque terrorífico, trae consigo no sólo el consuelo moral de la autoexculpación sino también la amenaza del desarme moral y político. Todo sucedió «allí», en otro tiempo, en otro país. Cuanto más culpables sean «ellos», más a salvo estará el resto de «nosotros» y menos tendremos que defender esa seguridad..Y si la atribución de culpa se considera equivalente a la localización de las causas, ya no cabe poner en duda la inocencia y rectitud del sistema social del que nos sentimos tan orgullosos.
El efecto final consiste, paradójicamente, en quitar el aguijón del recuerdo del Holocausto. El mensaje que contiene el Holocausto sobre la forma en que vivimos hoy, sobre la calidad de las instituciones con las que contamos para nuestra seguridad, sobre la validez de los criterios con los que medimos la corrección de nuestra conducta y las normas que aceptamos y consideramos normales, se ha silenciado, no se escucha y sigue sin comunicarse. Aunque los especialistas lo hayan sistematizado y se discuta en el circuito de conferencias, raramente se oye hablar de él en otro sitio y sigue siendo un misterio para las personas ajenas al asunto. Todavía no ha penetrado, por lo menos seriamente, en la conciencia contemporánea. Peor todavía, aún no ha afectado los hábitos contemporáneos.
Este estudio quiere ser una contribución pequeña y modesta a lo que parece ser una empresa de una formidable importancia cultural y política que debió hacerse mucho tiempo antes. La empresa de que las lecciones psicológicas, sociológicas y políticas del episodio del Holocausto logren incidir sobre la conciencia y a la actuación de las instituciones y de los miembros de la sociedad contemporánea. Este estudio no ofrece ningún relato nuevo de la historia del Holocausto, sino que se remite plenamente a los notables logros de las recientes investigaciones especializadas que he intentado estudiar minuciosamente y con las cuales tengo una deuda infinita. Este estudio se centra en las revisiones que de los distintos asuntos fundamentales de las ciencias sociales (y posiblemente también en las costumbres sociales) deben hacerse a la vista de los procesos, tendencias y potenciales ocultos que salieron a la luz en el transcurso del Holocausto. El propósito de las diferentes investigaciones de este estudio no es aumentar los conocimientos especializados y enriquecer ciertas preocupaciones marginales de los científicos sociales sino trasladar las conclusiones de los especialistas al uso general de la ciencia social, interpretarlas de manera que muestren su relevancia para las cuestiones principales de las investigaciones sociológicas, transmitirlos a la corriente principal de nuestra disciplina y, de esta manera, conseguir que, desde su actual marginalidad, pasen al campo central de la teoría social y de la práctica sociológica.
El capítulo 1 es un estudio general de las respuestas sociológicas, o mejor dicho, de su manifiesta insuficiencia, a ciertas cuestiones teóricamente fundamentales y vitales en la práctica que plantean los estudios sobre el Holocausto. Algunas de estas cuestiones se analizan por separado y con mayor profundidad en capítulos posteriores. En los capítulos 2 y 3 se estudian las tensiones que provocaron las tendencias a trazar límites propias de las nuevas condiciones de modernización, el hundimiento del orden tradicional, el afianzamiento de los Estados nacionales modernos, los vínculos entre ciertos atributos de la civilización moderna (el más importante de todos, la función de la retórica científica en la legitimación de las ambiciones de la ingeniería social), el nacimiento del racismo como forma de antagonismo comunal y la asociación entre el racismo y los proyectos genocidas. Al sostener es que el Holocausto fue un fenómeno típicamente moderno que no se puede entender fuera del contexto de las tendencias culturales y de los logros técnicos de la modernidad, en el capítulo 4 intento plantear el problema de la combinación auténticamente dialéctica de singularidad y normalidad que singulariza al Holocausto sobre otros fenómenos modernos. En la conclusión sugiero que el Holocausto fue el resultado del encuentro único de factores que, por sí mismos, eran corrientes y vulgares. Y que dicho encuentro resultó posible en gran medida por la emancipación del Estado político -de su monopolio de la violencia y de de sus audaces ambiciones de ingeniería social- del control social, como consecuencia del progresivo desmantelamiento de la fuentes de poder y de las instituciones no políticas de la auto-regulación social.
En el capítulo 5 emprendo la dolorosa e ingrata tarea de analizar una de esas cosas que, con denodado empeño, «preferimos dejar sin expresar» 4 : los mecanismos modernos que permitieron que las víctimas cooperaran en su propio sacrificio y que, al contrario de lo que se afirma de los efectos dignificantes y moralizadores del proceso civilizador, indican el impacto progresivamente deshumanizador de la autoridad. El tema del capítulo 6 es uno de los «vínculos modernos» del Holocausto, su relación íntima con el modelo de autoridad desarrollado hasta la perfección en la burocracia moderna. Es un comentario detallado sobre los importantes experimentos socio-psicológicos realizados por Milgram y Zimbardo. En el capítulo 7, que sirve de síntesis teórica y conclusión, se estudia el lugar que ocupa la moralidad en las versiones dominantes de la teoría social y aboga por una revisión radical que tome en consideración la demostrada posibilidad de manipular socialmente la distancia social, física y espiritual.
A pesar de la diversidad de asuntos, tengo la esperanza de que todos los capítulos apunten en la misma dirección y refuercen la idea central. Todos ellos son argumentos para que incluyamos las lecciones del Holocausto en la línea principal de nuestra teoría de la modernidad y del proceso civilizador y sus efectos. Todos ellos proceden de la convicción de que la experiencia del Holocausto contiene información fundamental sobre la sociedad a la que pertenecemos.
El Holocausto fue un encuentro singular entre las antiguas tensiones, que la modernidad pasó por alto, despreció o no supo resolver, y los poderosos instrumentos de la actuación racional y efectiva que crearon los desarrollos modernos. Aunque este encuentro fuera singular y exigiera una peculiar combinación de circunstancias, los factores que se reunieron eran, y siguen siendo, omnipresentes y «normales». No se ha hecho lo suficiente para desentrañar el pavoroso potencial de estos factores y menos todavía para atajar sus efectos potencialmente horribles. Creo que se pueden hacer muchas cosas en ambos sentidos y que debemos hacerlas.
Mientras escribía este libro, pude sacar provecho de las críticas y consejos de Bryan Cheyette, Shmuel Eisenstadt, Ferenc Fehèr, Agnes Heller, Lukasz Hirszowicz y Victor Zaslasvsky. Espero que encuentren en estas páginas algo más que restos marginales de sus ideas y su inspiración. Estoy especialmente en deuda con Anthony Giddens por sus atentas lecturas a las sucesivas versiones del libro, meditadas críticas y valiosos consejos. Para David Roberts, mi gratitud por su paciencia y quehacer editorial.
Nota al lector
Esta edición incluye un apéndice titulado «Manipulación social de la moralidad: actores moralizadores y actuación indiferente». Es el texto de la conferencia que pronunció el autor cuando a esta obra le fue concedido el Premio Europeo Amalfi de Sociología y Teoría Social en 1989.
Índice del libro
Prólogo
1. Introducción: la sociología después del Holocausto
El Holocausto como prueba de modernidad
El significado del proceso civilizador
Producción social de la indiferencia moral
Producción social de la invisibilidad moral
Consecuencias morales del proceso civilizador
2. Modernidad, racismo y exterminio (I)
Algunas singularidades del extrañamiento de los judíos
La incongruencia judía desde la cristiandad hasta la modernidad
A horcajadas sobre las barricadas
El grupo prismático
Dimensiones modernas de la incongruencia
La nación no nacional
La modernidad del racismo
3. Modernidad, racismo y exterminio (II)
De la heterofobia al racismo
El racismo como ingeniería social
De la repugnancia al exterminio
Una mirada hacia delante
4. Singularidad y normalidad del Holocausto
El problema
Genocidio extraordinario
La peculiaridad del genocidio moderno
Efectos de la división jerárquica y funcional del trabajo
Deshumanización de los objetos burocráticos
La burocracia en el Holocausto
La bancarrota de las salvaguardas modernas
Conclusiones
5. Solicitar la cooperación de las víctimas
«Aislar» a las víctimas
El juego de «salva lo que puedas»
La racionalidad individual al servicio de la destrucción colectiva
La racionalidad de la propia conservación
Conclusión
6. La ética de la obediencia (lectura de Milgram)
La inhumanidad como función de la distancia social
La complicidad después de los propios actos
La tecnología moralizada
La responsabilidad flotante
El pluralismo del poder y el poder de la conciencia
La naturaleza social del mal
7. Hacia una teoría sociológica de la moralidad
La sociedad como fábrica de moralidad
El desafío del Holocausto
Las fuentes pre-sociales de la moralidad
Cercanía social y responsabilidad moral
Supresión social de la responsabilidad moral
Producción social de la distancia
Comentarios finales
8. Addendum: racionalidad y vergüenza
Apéndice – Manipulación social de la moralidad: actores moralizadores y acción adiaforizante
Notas
1 David G. Roskies, Against the Apocalypse, Response to Catastrophe in Modern Jewish Culture, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1984, pág. 252.
2 Cynthia Ozick, Art and Ardour, Dutton, Nueva York, 1984, pág. 236.
3 Comparar con Steven Beller, «Shading Light on the Nazi Darkness», Jewish Quarterly, Invierno 1988-9, pág. 36.
4 Janina Bauman, Winter in the Morning, Virago Press, Londres, 1986, pág. 1.