El 29 de agosto de 1994 se reunieron en casa del escritor William Styron, en Martha´s Vineyard, una isla cercana a Boston, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes con el anfitrión y el entonces Presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton. Durante cinco horas hablaron de literatura y de política. El tema de Cuba no […]
El 29 de agosto de 1994 se reunieron en casa del escritor William Styron, en Martha´s Vineyard, una isla cercana a Boston, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes con el anfitrión y el entonces Presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton. Durante cinco horas hablaron de literatura y de política. El tema de Cuba no fue ajeno al diálogo ¿Qué libro le hubiera gustado escribir a Styron?», preguntó Clinton, Huckleberry Finn, de Mark Twain, fue la respuesta. Y a Gabo? El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. ¿Y a Fuentes? Absalón, Absalón, de William Faulkner. Seguidamente hablaron de Bolívar, del Quijote y de la novela policiaca. Cenaron sopa de almejas, pollo frito, jamón de Virginia y tarta de moras. Fue una reunión que demostró la cultura de Clinton, pero también el poder de convocatoria de Styron, quien acaba de morir hace pocas horas de una neumonía, en esa misma casa donde se efectuó aquella tertulia.
William Styron es uno de los escritores más eminentes del siglo XX. Junto a Gore Vidal y Norman Mailer integra la trilogía literaria que sustituyó a los grandes dioses Faulkner y Hemingway en la literatura estadounidense. Fue un hombre atormentado que toda su vida sufrió grandes crisis depresivas por las cuales fue internado una y otra vez. Tuvo accesos de demencia transitoria, trató de suicidarse más de una vez y fue un alcohólico crónico toda su vida. Los temas de sus libros dan una idea del dramatismo de su proceso creativo.
En su primera novela «Tendidos en la oscuridad» nos narra el suicidio de una joven que se priva de la vida el mismo día del estallido de la bomba atómica en Hiroshima. En la «Elección de Sofía» el tema es el Holocausto y la sevicia del nazismo. En «Esta casa en llamas» describe la vida de Cass Kinsolving, artista frustrado y alcohólico que, hundido en la degradación, busca desesperadamente un sentido a la vida y alcanza la regeneración después del crimen. En «Las confesiones de Nat Turner» trata del esclavismo, nos habla de una insurrección armada de los negros, antes de la Guerra de Secesión, y de su dirigente, Nathaniel Turner, dominado por un sentimiento apocalíptico de odio y venganza y aquejado de extrañas visiones. En «La larga marcha» el tema es la guerra de Corea y una prolongada caminata de treinta y seis millas en medio del desolado paisaje de un campo de entrenamiento del cuerpo de «marines».
Fue en el ejército estadounidense donde comenzó su aprendizaje vital. Al ser licenciado vivió un tiempo en Nueva York junto a los intelectuales de la gran ciudad. En 1953 fundó la excelente revista The Paris Review junto a George Plimpton, Irwin Shaw y James Baldwin. Luego se trasladó a Roma donde se ubicó por un lapso y conoció a la que sería su esposa de toda la vida. Finalmente se estableció en una granja en Connecticut, donde residió durante treinta años. Allí, sobre la puerta de su estudio colocó un pensamiento de Flaubert: «Sé sistemático y ordenado en tu vida, como un buen burgués, para que puedas ser violento y original en tu obra». Siguió este apotegma fielmente salvo los lapsos en que sus demonios lo acosaron.
Comenzó a escribir bajo la influencia de Conrad y más tarde pesó sobre él la autoridad de Joyce, Flaubert y Faulkner. No le gustaba escribir, decía que era un proceso doloroso que solamente tenía una compensación cuando apreciaba algún párrafo satisfactorio que había salido de sus manos. Cuando no escribía tenía serios accesos de hipocondría. No se confesaba miembro de ninguna escuela, decía que eso de encasillar a los escritores era una manía de los críticos. Necesitaba compañía, era dependiente de la vida social. Fue amigo personal de los presidente Kennedy y Clinton.
Normalmente dormía hasta el mediodía. Respondía su correspondencia bebía algunos cocteles, almorzaba y luego de un breve descanso, oyendo música, comenzaba a escribir durante unas cuatro horas. Interrumpía el proceso al atardecer para otra ronda de cocteles y la cena, escribía unas cuatro horas más y alrededor de las diez comenzaba a leer hasta las tres de la mañana.
La crítica ha destacado en él su penetración psicológica en los procesos individuales y su estilo profundo y poderoso que contribuye a manifestar una irreducible adhesión a los valores humanos. Llegó a ser un clásico en vida y su fallecimiento nos priva de un gran artista que llegó a expresar, como pocos, el drama de la existencia.