En este país parece que hay muertes de primera y muertes de segunda. Muertes a las que las autoridades públicas ofrecen un tratamiento de problema social y tratan de articular cuanta medida consideren necesaria para evitar que se produzcan y otras que siguen sin ocupar el lugar preeminente que deberían tener en la agenda política […]
En este país parece que hay muertes de primera y muertes de segunda. Muertes a las que las autoridades públicas ofrecen un tratamiento de problema social y tratan de articular cuanta medida consideren necesaria para evitar que se produzcan y otras que siguen sin ocupar el lugar preeminente que deberían tener en la agenda política de nuestros gobernantes.
La reflexión viene al caso tras leer ayer que durante los meses de enero y febrero murieron por accidente laboral 165 personas, un 5,8% más que en el mismo periodo de 2007. A estos fallecimientos hay que sumarles las 46 muertes que se produjeron en el trayecto de casa al trabajo y viceversa, lo que nos da un total de 211 víctimas en tan sólo dos meses.
Si en un ejercicio macabro comparamos estos datos con los de las víctimas mortales en accidentes de carretera en ese mismo periodo (331 personas) nos encontramos con que la diferencia cuantitativa no es tan abrumadora como a simple vista pudiera apreciarse si se atiende a la desigual sensibilidad e importancia que las autoridades públicas otorgan a ambos fenómenos; mucho más acusada para el caso de las víctimas en carretera que para las que mueren en el tajo.
Todos sabemos de los esfuerzos que las autoridades públicas realizan para tratar de reducir el número de víctimas en la carretera: instauración del carnet por puntos, reformas del código penal para considerar delitos determinados comportamientos al volante, campañas publicitarias de prevención, aumento del número de efectivos de las fuerzas de seguridad del estado destinadas a tal fin, aumento del número de radares fijos y móviles para disuadir los excesos de velocidad, etc.
En definitiva, toda una suerte de medidas coactivas y preventivas de carácter disuasorio destinadas a tratar de poner solución, en la medida de lo posible, a lo que no deja de ser un grave problema social.
Pero, mientras todos estamos al tanto de esas medidas, nos encontramos con que en el lugar de trabajo también se muere y, sin embargo, los esfuerzos de las autoridades públicas para tratar de frenar ese problema o son menos visibles o son menos efectivos. De hecho, si la efectividad la medimos a partir de la evolución del número de víctimas es indudable que están siendo mucho más efectivos en el caso de las de carretera que de las laborales: unas disminuyen y otras aumentan.
Por ello, si el Estado despliega toda su capacidad coercitiva para tratar de frenar el problema de la mortalidad en las carreteras, convencido de que esa es una forma adecuada de abordarlo y, hasta cierto punto, está consiguiendo resultados positivos, ¿por qué no muestra tanta contundencia frente al de la mortalidad laboral? ¿O es que importa menos un muerto en una obra que uno en una autopista?
Alberto Montero ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga. Puedes ver otros textos suyos en su blog La Otra Economía.