No serás funcionario sin un muerto en tu placar (El Tábano Economista)
La frase parece escrita a medida para describir a los líderes del FMI y el Banco Mundial durante las últimas décadas. Pero más allá de los escándalos personales, el foco se desplaza hoy a algo aún más determinante, la creciente subordinación de estas instituciones a los intereses de la administración estadounidense, especialmente bajo el segundo mandato de Donald Trump.
Desde su regreso al poder, Trump ha reforzado su línea aislacionista y de ruptura con el orden global. En apenas 100 días, su gobierno se retiró de la Organización Mundial de la Salud, del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y del Acuerdo Climático de París, al tiempo que clausuró la Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID). Sumado a los altos aranceles y la escalada de la guerra comercial con China, este nuevo enfoque estadounidense genera incertidumbre entre los principales actores del sistema económico global.
En este contexto, el rol del FMI y el Banco Mundial queda en entredicho. Históricamente diseñados para sostener la arquitectura financiera global bajo tutela estadounidense, ahora enfrentan un dilema: si no se alinean con la agenda de Trump, arriesgan su financiamiento y su ya debilitada credibilidad; pero si lo hacen, pierden legitimidad frente al resto del mundo.
Un repaso por los últimos directores del FMI revela una constante: escándalos personales o profesionales. Rodrigo de Rato, Dominique Strauss-Kahn, Christine Lagarde y Kristalina Georgieva han estado asociados, en distintos momentos, a delitos fiscales, fraudes, negligencia o abusos de poder.
El caso más mediático fue el de Strauss-Kahn, acusado de violación en Nueva York mientras se perfilaba como candidato a la presidencia de Francia. Su sucesor, Rodrigo de Rato, fue condenado por corrupción en España. Lagarde, por su parte, fue hallada culpable de negligencia en un caso de desvío de fondos públicos, aunque sin consecuencias penales. Georgieva, actualmente en funciones, fue señalada por manipular datos para favorecer a China en los rankings del Banco Mundial, lo que desató tensiones diplomáticas y puso en duda la transparencia de ambas instituciones.
Desde que Trump asumió, EE.UU. ha evitado nombrar directores ejecutivos permanentes para el FMI y el Banco Mundial, limitando su capacidad de acción y dejando sin liderazgo las oficinas clave del Tesoro para relaciones internacionales. Esta «ausencia estratégica» refuerza su presión informal sobre ambas instituciones, que adoptan una actitud cada vez más sumisa frente al mayor accionista.
Prueba de ello es el pronunciamiento político de Georgieva sobre las elecciones en Argentina, una intromisión inédita en la política interna de un país miembro. “Es muy importante que no se descarrile la voluntad de cambio”, declaró, en una clara señal de apoyo a las fuerzas alineadas con los intereses de Washington.
A la par, sus declaraciones sobre la política comercial de Trump rozan el absurdo: “Cada conmoción puede traer algo positivo”. Esto, a pesar de que las propias previsiones del FMI han sido revisadas a la baja, reflejando una desaceleración global atribuida en gran parte a la política arancelaria estadounidense.
Las Reuniones de Primavera del FMI y el Banco Mundial revelaron la incomodidad de ambas instituciones. Si siguen la narrativa progresista de la administración Biden (o de actores como George Soros), irritan al trumpismo. Si se subordinan a Trump, pierden legitimidad global.
Aquí entra el Proyecto 2025 respecto a ambas instituciones, impulsado por la Heritage Foundation, que formaliza la visión de la nueva derecha republicana, es decir usar la influencia de EE.UU. para bloquear financiamiento a países aliados con China o que adopten modelos estatistas. Además, propone condicionar los préstamos a reformas de mercado estrictas, en línea con los intereses de la industria estadounidense.
Uno de los focos de tensión es el compromiso del Banco Mundial de destinar el 45% de su cartera a proyectos climáticos. Trump y sus aliados lo consideran un despropósito. El actual presidente del organismo, Ajay Banga, defiende esta política como una vía para generar empleo y mitigar la migración. Pero el apoyo interno a este enfoque se debilita frente a la presión estadounidense.
En contraste, el FMI parece repetir como un eco lo que Trump diga. Mientras tanto, ambas instituciones intentan mantener un bajo perfil, conscientes de que cualquier paso en falso puede costarles el respaldo del accionista mayoritario.
Lo dejó muy claro el secretario del Tesoro de Estados Unidos, Scott Bessent, el 30 de abril lanzando duras críticas a las operaciones del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional. «América primero no significa solo América, al contrario, es un llamado a una mayor colaboración y respeto mutuo entre los socios comerciales». Trump «aprovechará el liderazgo y la influencia de Estados Unidos en estas instituciones y las impulsará a cumplir sus importantes mandatos».
Algunas de las críticas de Bessent coincidieron con los esfuerzos de la administración Trump por erradicar la ideología progresista de las instituciones federales. Bessent afirmó que el FMI «ha sufrido una expansión desproporcionada de su misión» y «dedica una cantidad desmedida de tiempo y recursos a trabajar en cuestiones de cambio climático, género y sociales».
Bienvenidos al colectivismo de Kristalina Georgieva y Ajay Banga.