«¿Para qué han servido tantos millones de años de evolución?, ¿no más para componer canciones que no tienen imaginación y creatividad ni dicen nada?»
Los exégetas que se ocupan de elaborar el catecismo del marketing predican que no hay producto malo, sino mala estrategia de mercadeo. Esta sentencia es la plataforma publicitaria usada para vender humo, hielo en los polos, arena en el desierto, canciones llenas de nada: música sin melodía, ni armonía ni ritmo y que no produce deleite al oírla, sino disonancia, mero ruido sin ton ni son.
La idea principal es desnaturalizar la música, fabricando canciones en serie que no reclamen el concurso del entendimiento en la comprensión de su mensaje ni que consientan el goce de la belleza que supone la letra de las composiciones musicales. La cuestión es —al parecer— que cuando el sonido entre en contacto con el oído, de inmediato la gente comience a menear la cabeza y a zarandear el resto de su cuerpo de involuntaria manera.
A lo mejor se diga que el anterior es un planteamiento demasiado rebuscado; pero para la muestra, existe un botón. Hace pocos meses, un usuario de la red social Twitter realizó una especie de hallazgo arqueológico de índole musical, cuando logró descubrir el mensaje de la famosísima canción Aserejé. A pesar de que este sencillo fue compuesto originalmente en español auténtico, de España, millones de hispanohablantes la bailaron y la cantaron sin saber qué bailaban ni qué cantaban. Esto lo dice todo.
En la actualidad nada sucede por artes mágicas o por llana y pura casualidad. En la trastienda de la dictadura del marketing se prepara todo lo que va a ser exhibido con destino al consumismo humano: modas, estilos, frases hechas, gustos, odios, preferencias, tendencias, etcétera. Obsérvese que la música más consumida ahora mismo no sirve para convocar a la reflexión y la crítica de los millones de oídos receptivos; puesto que eso es peligroso (asegurarían los ingenieros de la mente). Eso es poner en movimiento estructuras de pensamiento que entrarían a cuestionar las corroídas estructuras sociales.
Pero la música y la poesía son dos espléndidos sinónimos, son, digo más, hermanas siamesas, ya que ambas tratan acerca del sonido bello y pulido. Música no es cualquier ruido. Lo que en este minuto llaman música es un verdadero antónimo, hasta de sí misma. Hoy en día las composiciones son cada vez más inexpresivas, menos inteligentes; son de una fealdad jamás conocida, adolecen de inspiración y de esfuerzo estético alguno.
A esas formas silvestres de cantar a gritos no se les puede realizar una valoración artística. La verdad es que no resisten un análisis musical, porque no tienen lo que se llama talento sonoro, ni siquiera el otro, el más importante, el talento humano. Los proxenetas de los ritmos musicales tradiciones mantienen la aspiración de embrutecer a la audiencia con el fin de que no haya quien los acuse por la destrucción de los cerebros y del menoscabo que efectúan contra el patrimonio inmaterial de la humanidad, conquistas de la civilización.
Yo interrogo a la musa: ¿para qué han servido tantos millones de años de evolución?, ¿no más para componer canciones que no tienen imaginación y creatividad ni dicen nada? Pues yo no me lo creo. Es preciso persistir en la campaña de generar cultura, pues la formación de gustos de elevado nivel significará la muerte de la mediocridad en todos los ámbitos.
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