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Narcocapitalismo

Fuentes: Quilombo

Un verano, hace cuarenta años, el presidente de los Estados Unidos Richard Nixon adoptó dos decisiones que marcarían el futuro de su país -y del resto del mundo- hasta hoy. Una es la desvinculación del dólar con el patrón oro (15 de agosto de 1971), el llamado «shock Nixon», que liquidó unilateralmente el sistema estable […]

Un verano, hace cuarenta años, el presidente de los Estados Unidos Richard Nixon adoptó dos decisiones que marcarían el futuro de su país -y del resto del mundo- hasta hoy. Una es la desvinculación del dólar con el patrón oro (15 de agosto de 1971), el llamado «shock Nixon», que liquidó unilateralmente el sistema estable de tipos de cambios establecido en Bretton Woods en favor del sistema de flotación libre de las divisas que luego facilitaría la financiarización. La segunda es la iniciativa puritana que lanzó un mes antes (el 17 de junio de 1971) y que bautizó como «guerra contra las drogas» al identificar el consumo de drogas como el «enemigo público número uno». Sobre la primera escriben preferentemente economistas e historiadores. Sobre la segunda juristas, sociólogos y criminólogos. Sin embargo, ambas están más relacionadas de lo que parece a primera vista, pues forman parte de la respuesta que se dio desde el poder a los tumultuosos años sesenta, a la rebelión contracultural en Estados Unidos y a las revueltas populares en los países del entonces llamado Tercer Mundo. Ambas anticipan la era neoliberal.

Durante la década de 1960 proliferaron en Estados Unidos luchas y reivindicaciones sobre la base de múltiples identidades, que con frecuencia se entrecruzaban (jóvenes, negros, mujeres, gays y lesbianas, etc.) en torno al deseo de emancipación individual y social. Central en todos ellos fue la cuestión del cuerpo, o más bien de la reapropiación del propio cuerpo, lo que solía venir acompañado de la modificación química voluntaria y lúdica de los estados de la conciencia, con sus riesgos. Estos movimientos cuestionaron abiertamente los equilibrios políticos y económicos del fordismo e implicaron a quienes trabajaban fuera de las fábricas o directamente rechazaban la disciplina productivista. Los cambios profundos en las subjetividades determinaron la respuesta del capital, por la vía tecnológica, financiera y policial.

Como sucede con otras «guerras» interminables (guerra contra el terror, lucha contra la inmigración ilegal) la «guerra contra las drogas» fomentó aquello que oficialmente pretendía erradicar, solo que reencauzado de otra manera. Cuatro décadas después del anuncio de Richard Nixon -y de las prohibiciones que lo precedieron (LSD en 1968, anfetaminas en 1971)- los norteamericanos consumen más drogas, legales e ilegales, que nunca.

Porque lo que el prohibicionismo y la penalización del comercio y el consumo de drogas alentó fue el intervencionismo en política exterior y el despliegue de diversas modalidades de control social y policial (especialmente intenso con respecto a negros e hispanos, tanto hombres como mujeres), sobre todo a partir de 1980, coincidiendo con la liberalización de la economía y la expansión financiera. Estados Unidos concentra la cuarta parte de los presos de todo el mundo, en buena medida por delitos relacionados con la posesión o tráfico de estupefacientes, y la tasa de encarcelamiento es de 748 presos por cada 100.000 habitantes, una tasa ocho veces superior a la de Alemania. A la «guerra» se le sumó en la década de los noventa las políticas urbanas de «tolerancia cero», que suele implicar detenciones y penas de prisión por delitos menores vinculados con lo que aquí se llama «civismo». En Estados Unidos se dictan más sentencias de prisión que en otros países desarrollados y las penas son de más larga duración: cinco años de media para delitos relacionados con las drogas (en Finlandia es de año y medio). La consecuencia es que por término medio uno de cada tres jóvenes estadounidenses ha sido detenido alguna vez.

El palo policial acompaña necesariamente la zanahoria financiera. Una zanahoria que encontró un abono importante en la economía paralela -la que no está sometida a los circuitos oficiales de regulación- que trajo consigo el prohibicionismo. Productos como la cocaína o la heroína no proporcionarían tanta rentabilidad si no fuera por la prohibición. Por otro lado, los excedentes de narcodólares necesitan circular, como los petrodólares o los bonos soberanos, mientras que las finanzas -y los Estados- necesitan a su vez la liquidez que le proporcionan los comercios ilegales y el «blanqueo» que facilitan los bancos por medio de los paraísos fiscales. De hecho, el dinero «negro» y «gris» proveniente fundamentalmente del narcotráfico (y otros negocios ilegales) contribuyó enormemente a amortiguar el colapso financiero de 2008. El ex director de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Antonio Maria Costa, reconoció en 2009 que en los inicios de la crisis financiera el único capital líquido disponible fue el que proporcionó el comercio ilegal de estupefacientes. El blanqueo mantuvo muchos bancos a flote. Por ejemplo, Wells Fargo adquirió el banco Wachovia, el cuarto mayor banco en activos totales, después de que este hubiera blanqueado durante años miles de millones de dólares procedentes del narco mexicano. «La conexión entre crimen organizado e instituciones financieras comenzó a finales de los años setenta y principios de los ochenta, cuando la mafia se globalizó«, explica Antonio Maria Costa. Si los Estados no se deciden a acabar con los paraísos fiscales no es (solo) porque sus elites político-empresariales se valgan de ellos para evadir impuestos sino porque son necesarios para el buen funcionamiento del aparato circulatorio del capitalismo financiero.

Pero la conexión más íntima entre las finanzas y las drogas concierne a la subjetividad. El capitalismo de hoy, más que objetos materiales que se intercambian, produce nuevas relaciones sociales o formas de vida, que luego cooperan y crean en red, proceso que pretende ser controlado indirectamente mediante una nueva servidumbre voluntaria, el trabajo sobre sí mismo individual y colectivo que impone las relaciones de deuda. Lo que se valoriza es la actividad de nuestras mentes cuando se articulan en redes cognitivas (internet, pero no sólo) y las capacidades de contextualización compleja que de este modo se pueden desarrollar. La economía de la atención del capitalismo cognitivo requiere sujetos activos, motivados, creativos, cooperativos, sociables, multitarea, y capaces de resistir el estrés. No debería extrañar por tanto que esta transformación del capitalismo haya venido acompañada de importantes cambios en las políticas relativas a las sustancias químicas que contribuyen a moldear nuestras subjetividades y a mantener activos los cuerpos frente al desgaste de trabajos cada vez más exigentes intelectualmente.

Un primer paso consistió en delimitar qué es legal e ilegal. Inicialmente se trata de acabar con la producción popular y el consumo libre, local, de las multitudes. No se busca tanto erradicar por completo la producción o comercio de determinadas drogas -imposible mientras haya demanda- como con la producción o comercio no controlados -por los Estados o por mafias o corporaciones conexas- y con aquellos usos que contravengan la producción de subjetividades en el sentido que desea el capital. La delimitación no fue sencilla en el marco internacional por lo que se refiere a las sustancias químicas sintetizadas en laboratorio y no a partir de plantas. Muchas sustancias habían sido desarrolladas por la industria farmacéutica europea y estadounidense para diversas aplicaciones, por lo que dicha industria podía verse afectada negativamente por la deriva prohibicionista. Así, la Convención de 1971 sobre Sustancias Psicotrópicas introdujo mecanismos de control más débiles que los establecidos en la Convención Única sobre Estupefacientes (1961) derivados de plantas (coca, cannabis). Ambas convenciones internacionales pretendieron acabar con los usos tradicionales de la coca, el opio y el cannabis, limitar su cultivo a las cantidades necesarias para el uso médico y frenar el empleo de psicofármacos para propósitos no médicos, objetivos reforzados en 1988. El otro gran problema fue que la prohibición y la financiarización permitió la formación, a una escala sin precedentes, de organizaciones paraestatales que compiten con los Estados o los permean.

Paralelamente se fomentó el consumo masivo de las sustancias consideradas legales, con un fuerte gasto público en la factura sanitaria de los europeos. El aspecto más destacado de este proceso fue la revolución psiquiátrica de la que habla Andrew Scull; esto es, el pasaje del reinado del psicoanálisis a una psiquiatría dominada por neurocientíficos y psicofarmacólogos y, de paso, por la industria farmacéutica, un pasaje que coincide precisamente con el paso del fordismo al posfordismo y con teorizaciones alternativas como el Anti-Edipo de Gilles Deleuze y Félix Guattari (1972). Deleuze y Guattari habían derribado «el pilar del centro del psicoanálisis, a saber, el deseo como carencia, reemplazándolo por una teoría de las máquinas deseantes vistas como pura productividad positiva que debe ser codificada por el socius, la máquina de producción social.» (Metafísicas caníbales, Eduardo Viveiros de Castro, 2009). Una de las maneras que tuvo el capitalismo de adaptarse al deseo liberador fue mediante el control médico-farmacéutico. Según Andrew Scull, «las manifestaciones «superficiales» de las enfermedades mentales, que los psicoanalistas habían despreciado durante mucho tiempo como meros síntomas de los desórdenes psicodinámicos subyacentes de la personalidad, pasaron a ser los marcadores científicos, los elementos que realmente definían diferentes formas de desorden mental. Y el control de tales síntomas, preferentemente por medios químicos, se convirtió en el nuevo Santo Grial de la profesión.» El arma principal fue «un sistema antiintelectual publicado en forma de libro«, el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM). La tercera edición del DSM, publicado en 1980, incluyó una lista de nuevos trastornos a los que la industria farmacéutica pronto encontró remedio.

Por ejemplo, el psiquiatra José Valdecasas y la enfermera especializada en salud mental Amaia Vispe nos cuentan en su excelente blog Postpsiquiatría -donde regularmente fustigan la promiscuidad existente entre la industria farmacéutica y la profesión médica- cómo durante los años ochenta la timidez se convirtió en una fobia social con su correspondiente fármaco. Millones de personas acabaron consumiendo un fármaco de dudosa eficacia y seguridad Paxil, patentado por SmithKline (hoy GlaxoSmithKline), gracias a potentes campañas de márketing. Llama la atención las edades tempranas en las que se recetan estos productos. Otro trastorno estrella, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), condujo en Estados Unidos a una explosión del consumo del psicoestimulante metilfenidato (Ritalín), especialmente entre niños y adolescentes. En general, se estima que dos de cada tres niños estadounidenses consumen algún tipo de psicofármaco que induce cambios en el comportamiento. El sacrificio televisado del Dr. Conrad Murray, condenado por el homicidio involuntario de Michael Jackson, o el de otros médicos en aras de la lucha contra el dopaje, escamotean todas estas cuestiones.

La sociedad productivista no admite que podamos ser dispersos, inquietos, o estar tristes. O mejor dicho, podemos siempre que ello nos espolee para que maximicemos nuestras potencialidades físicas y mentales. Es lo que logra el miedo o el sentimiento de culpa. De ahí que el consumo de fármacos de todo tipo suela extenderse más allá de lo que propiamente se consideran como patologías, dejando convenientemente a un lado riesgos, abusos y efectos secundarios que en cambio justifican la prohibición de otras sustancias. Pero como sucede con las drogas malas, el problema no es el producto en sí -como suelen denunciar los moralistas, tanto de derecha como de izquierdas- sino cómo se produce, cómo se comercializa y se apropian sus rentas, cómo se consume, con qué fines. Toda sociedad tiene su régimen de producción y consumo de narcóticos, estimulantes y fármacos diversos. Libertarios de mercado como Milton Friedman, la revista The Economist o en nuestros lares Antonio Escohotado, favorables a la despenalización, pretenden hacernos creer que la libertad del capital es incompatible con el control policial, estatal o corporativo de nuestros cuerpos, que conciben como propiedad privada. Pero como he intentado describir, nada más lejos de la realidad. En el capitalismo los Estados desarrollaron, especialmente durante el período de hegemonía estadounidense, el régimen regulatorio más sofisticado que haya existido jamás, al tiempo que se ha generalizado y fomentado el uso de una enorme cantidad de sustancias tanto para hacer la guerra (el soldado moderno no se concibe sin el consumo abundante de drogas, desde las anfetaminas hasta los antidepresivos) como para la producción material o inmaterial.

La crisis hegemónica occidental está permitiendo una reflexión más profunda sobre la despenalización. En enero de 2012 se conmemora un siglo del control internacional de la producción y tráfico de drogas, un buen momento para reclamar reformas fundamentales, aunque en Estados Unidos -origen de la represión internacional- sea año electoral. La lucha contra el mando financiero, contra la servidumbre laboral, por una sociedad más justa y democrática, pasa también por cambiar la forma en que nos relacionamos con las sustancias que nos afectan somática y psíquicamente, y por el modo en que organizamos socialmente su producción, su comercio y su consumo. Sin hipocresías.

Fuente: http://www.javierortiz.net/voz/samuel/narcocapitalismo