Decir que romper con el statu quo otorga un notable sex appeal y una cierta aura de anti-sistema, aunque se siga apoyando a los mismos
Los días 25 y 26 de noviembre de este año, en la ciudad de Anagni, Italia, los ministros de Asuntos Exteriores de los países del G7 se reunieron en un momento particularmente complejo para el panorama internacional. La invasión rusa de Ucrania, que ya supera los mil días, y las tensiones en Gaza y el Líbano continúan sin resolución aparente. A pesar de ello, los enviados del G7 declararon su compromiso de abordar estas crisis globales.
El lugar elegido para el evento, Anagni, no es un escenario fortuito. En esta ciudad se produjo el célebre «atentado de Anagni», un episodio que simbolizó la confrontación entre el poder papal y las monarquías europeas en la Edad Media. De forma similar, la reunión del G7 representa hoy una pugna entre poderes hegemónicos que disputan el control político, económico y cultural del mundo.
Resolver las crisis actuales parece una tarea monumental, especialmente en un contexto político global dominado por el descontento social. Este fenómeno ha generado líderes disruptivos como Donald Trump, cuya llegada al poder en Estados Unidos, impulsada por un voto protesta, marcó un punto de inflexión en las democracias occidentales. Su victoria reflejó el hartazgo de amplios sectores sociales hacia las élites establecidas, un patrón que se ha replicado en otras partes de Occidente.
En este marco, surge lo que algunos analistas denominan la «geografía del descontento». Grandes regiones afectadas por un prolongado declive económico —antiguas zonas industriales, ciudades medianas y áreas rurales— han alimentado un voto de protesta que no se limita a cuestiones económicas. Este malestar está arraigado en una profunda crisis cultural e identitaria, marcada por la percepción de pérdida de valores tradicionales (ya sean «americanos», «europeos» o «argentinos») y el temor a una nueva guerra mundial.
Un análisis de Miguel Urbán Crespo introduce el concepto de malmenorismo, una estrategia de voto que, más que respaldar a un candidato por sus méritos, busca evitar lo que se percibe como un mal mayor. Este fenómeno ha cobrado fuerza en las democracias occidentales, consolidando dinámicas políticas que perpetúan las élites del sistema.
El malmenorismo es el fruto de la confrontación entre dos formas de neoliberalismo: los neorreaccionarios, liderados por multimillonarios que se declaran abiertamente antidemocráticos y antiigualitarios, y el neoliberalismo progresista, un concepto desarrollado por la filósofa Nancy Fraser. Este último representa una alianza paradójica entre las élites económicas y los sectores progresistas. Por un lado, adopta políticas económicas que perpetúan la financiarización, la desindustrialización y la concentración de la riqueza. Por otro, promueve causas sociales progresistas como el feminismo, los derechos LGBTQ, la equidad racial, la defensa de los migrantes y la sostenibilidad ambiental. Este doble discurso ha logrado construir una narrativa seductora que enmascara la continuidad de dinámicas económicas profundamente reaccionarias. Es decir, lo que llevo a que ganaran Trump, Milei o Giorgia Meloni.
El problema actual es que, de un lado, están los nacionalistas, los neoreacionarios y del otro el neoliberalismo progresista perdedor. Los Soros, Biden, Blinken, Sullivan, Macron, Starmer, Trudreau, BlackRock o la banca Rothschild, los que apuestan a que se espiralizarían los dementes, son los partidarios de la guerra porque entienden que del otro lado están los ganadores sociópatas.
El conflicto en Ucrania ejemplifica la pugna entre estas fuerzas. El 16 de noviembre, el presidente estadounidense Joe Biden levantó la prohibición del uso de misiles de largo alcance por parte del ejército ucraniano para atacar objetivos estratégicos dentro de territorio ruso. Esta medida, celebrada a ambos lados del Atlántico, también fue respaldada por Francia y el Reino Unido, que autorizaron el uso de misiles Scalp y Storm Shadow. Sin embargo, estas decisiones reflejan un claro involucramiento de las fuerzas de la OTAN, ya que Ucrania no podría operar estas armas sin los sistemas de navegación satelital proporcionados por Estados Unidos.
Según el Global Times, esta escalada militar busca dificultar cualquier intento de Donald Trump, presidente electo, de orquestar un acuerdo de paz tras asumir el cargo el 20 de enero. La estrategia parece diseñada para aumentar la presión sobre Rusia y limitar el margen de maniobra del Kremlin, en un contexto donde los intereses económicos son claros.
El senador republicano Lindsey Graham develó la realidad geoeconómica con franqueza durante una visita a Kiev, junto al ilegitimo presidente ucraniano Volodímir Zelensky: «Ucrania está sentada en una mina de oro. Posee entre 10 y 12 billones de dólares en minerales críticos, lo que podría convertirla en el país más rico de Europa. No deseo que ese dinero termine en manos de Putin o de China». Minerales, bancos, petróleo, gas y tierras agrícolas son el verdadero botín que los actores económicos —desde Antony Blinken hasta los gigantes financieros como BlackRock— no están dispuestos a ceder.
La reacción de Rusia no se hizo esperar. Moscú respondió con el lanzamiento de un cohete hipersónico denominado Oréshnik, un arma con una velocidad de Mach 10, imposible de interceptar por los sistemas de defensa aérea occidentales. Este misil, capaz de alcanzar objetivos a cualquier distancia sin recurrir al arsenal nuclear, marcó un punto de inflexión y desestructuró la iniciativa atómica. Los aliados occidentales entendieron que Rusia aún conserva un poder de destrucción que los pone en jaque sin ingresar a su juego.
Paradójicamente, esta demostración de fuerza parece haber beneficiado o sacado de un futuro apuro a Trump más que a la OTAN. Mientras los neoliberales progresistas intentan no negociar con el Kremlin, la aparición del Oréshnik los ha tomado por sorpresa, desestabilizando su estrategia de escalada bélica.
Frente a este panorama, se vislumbran tres escenarios de cara a los próximos meses:
1. El inicio de una tercera guerra mundial nuclear: una posibilidad catastrófica.
2. Una respuesta contenida y estratégica por parte de Rusia: representada por el uso del misil Oréshnik.
3. Un cálculo paciente por parte del Kremlin: esperar al cambio de poder en Washington con la llegada de Donald Trump el 20 de enero, quien podría redirigir el enfoque hacia un posible acuerdo de paz.
El último escenario parece el más probable, aunque la escalada de tensiones impredecibles por parte de la OTAN y los dementes que la manejan, deja abierta la posibilidad de giros inesperados.