«El Neoliberalismo no es una teoría del desarrollo, el neoliberalismo es la doctrina del saqueo total de nuestros pueblos» (Fidel Castro) El Neoliberalismo ha sido la ideología hegemónica en materia económica desde el comienzo de la década de 1980. Desde el inicio del nuevo siglo, sin embargo, la intrínseca irracionalidad del neoliberalismo, su fracaso en […]
El Neoliberalismo ha sido la ideología hegemónica en materia económica desde el comienzo de la década de 1980. Desde el inicio del nuevo siglo, sin embargo, la intrínseca irracionalidad del neoliberalismo, su fracaso en promover el crecimiento económico de los países en desarrollo, su tendencia a profundizar la concentración del ingreso y a aumentar la inestabilidad macroeconómica (demostrada por las continuas crisis financieras de los 90), constituyen indicadores de su agotamiento. El castillo de naipes neoliberal, que por algunos años ofreció cierto grado de buen rendimiento en cuanto al aumento de los valores macroeconómicos a nivel internacional se refiere, ha comenzado a derrumbarse, víctima de sus propios errores, desde su misma base: los países capitalistas desarrollados. Pero, como siempre ocurre en estos casos, son aquellos países subdesarrollados situados en la periferia del sistema los que en mayor medida están teniendo que soportar los efectos de la actual crisis económica capitalista generada por la especulación y la avaricia neo-liberal. Tras décadas de imposiciones neoliberales a las políticas de desarrollo de estos países (vía BM y FMI), con unos resultados, a diferencia de lo ocurrido en el ámbito de los índices macroeconómicos internacionales, más bien modestos, la llegada de la crisis ha vuelto a poner de manifiesto la insostenibilidad del paradigma neoliberal como modelo de desarrollo para los países situados en la periferia del sistema. Es ahora cuando la ineficiencia de estas políticas, así como lo inadecuado de sus planteamientos para con el papel que el Estado debe jugar en el crecimiento de estos países empobrecidos, se ha ejemplificado con toda claridad. Incluso los logros alcanzados en los últimos años, tras la aplicación a escala mundial de toda una serie de medidas destinadas a alcanzar los Objetivos del Milenio (ONU, 2000), se están viendo ahora amenazados por los efectos de la crisis actual. Lo que para occidente es básicamente una crisis económica en el ámbito financiero que ha acabado por repercutir en la economía real con resultados no poco preocupantes para sus clases trabajadoras, en los países empobrecidos se ha destapado en toda su crudeza como una crisis que abarca una triple dimensión: financiera, energética y alimenticia, y que está conduciendo a sus gentes a situaciones realmente trágicas. La pobreza, el hambre, el desempleo, en pocas palabras, la falta de alternativas reales para una vida digna, están alcanzando ahora cifras nunca vistas en la historia. Todo ello a pesar de que los apologetas del neoliberalismo siguen fieles a su discurso según el cual «para cualquier observador más o menos lúcido de lo que ha ocurrido con las economías estatizadas y el intervencionismo estatal, es inevitable reconocer que sólo una economía abierta trae desarrollo y progreso» (Vargas Llosa, 2009). Las evidencias, podríamos responder, sugieren justamente lo contrario: que si tras tres décadas de aplicación sistemática de los postulados neoliberales en los países empobrecidos, los índices de pobreza, de desigualdad social y, sobre todo, de acumulación del capital en cada vez menos manos, no han hecho sino aumentar, no será, pues, el neoliberalismo quien traiga desarrollo y progreso para los países empobrecidos de la periferia capitalista. El neoliberalismo, como mucho, traerá para estos países el desarrollo de la dependencia y la explotación, el desarrollo del subdesarrollo.
I Neoliberalismo y desarrollo
El neoliberalismo tiene su basamento teórico en el liberalismo económico de finales del siglo XVIII, principios del siglo XIX, teoría que fue expresión del propio desarrollo capitalista en su afán por liquidar la excesiva tutela y trabas feudales a las que los Estados de aquellos tiempos sometían a las economías nacionales (Alfonso y Cedeño, 2004). El liberalismo económico fue la doctrina económica por excelencia hasta la gran depresión de 1929, una crisis que hizo estremecer los fundamentos mismos del sistema capitalista liberal. La caída del liberalismo como doctrina hegemónica de aquellos tiempos fue precipitada por la aparición de las teorías keynesianas. El enfoque de la política económica Keynesiana introducía cambios sustanciales en las políticas capitalista, aunque en ningún caso tuvo la pretensión de acabar con el sistema establecido. El modelo keynesiano concebía el principio de la demanda efectiva según el cual la economía tiende a una situación de equilibrio macroeconómico, pero que dicho equilibrio era poco favorable para el sistema al lograrse en un punto de subempleo y estancamiento económico. En ese sentido Keynes recomendaba que el Estado debía realizar amplias inversiones públicas con el fin de estimular la demanda, el empleo y los ingresos, sacando a la economía del maltrecho equilibrio en que se hallaba estancada. La recomendación keynesiana del gasto público fue asumida por los países capitalistas a través de dos salidas fundamentales, el Estado de Bienestar Social, y la Militarización de la economía. En este nuevo modelo de crecimiento capitalista, por tanto, se otorgó un plano secundario al comercio internacional, en especial, al de capitales, por el contrario, el motor que lo estimulaba era «la transformación interna de los procesos de producción, al centrarse la economía en el mercado interno a través del impulso de la demanda efectiva gracias al aumento en el poder adquisitivo de la población» (Keynes, 1948).
Durante 30 años de apogeo y perfeccionamiento del Estado del Bienestar, el planteamiento liberal no progresó. Éste comienza a ganar terreno nuevamente en la década del 70, especialmente a raíz de la crisis del petróleo de 1973 y los efectos devastadores que ésta tuvo para el crecimiento de las economías desarrolladas, que ahogaron al mundo en una profunda recesión económica mientras el capitalismo se veía afectado por la combinación simultánea de altas tasas de inflación con bajas tasas de crecimiento económico, un fenómeno económico conocido como estanflación, nunca visto con anterioridad en la historia del capitalismo, y que llevó la economía de la época a una situación sin salida ante la cual las recetas keynesianas no parecían tener solución alguna. Como consecuencia de todo ello, el ascenso al poder de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, líderes de los partidos conservadores en sus respectivos países, supuso el comienzo de una nueva forma de entender la política económica y la intervención del Estado en la economía. Así, recogiendo gran parte del pensamiento liberal monetarista, y reformulando la doctrina de la corriente neoclásica, surge la escuela conocida como «Economía de la Oferta», raíz fundamental de lo que vino a conocerse como «Neoliberalismo». Sus propuestas de organización de la actividad económica en su lucha en favor del equilibrio macroeconómico pueden ser resumidas bajo la fórmula «más mercado, menos Estado«, dando origen al proceso de desregulación, privatizaciones, reducción de la protección social, precarización laboral y, en definitiva, de desestructuración del Estado de Bienestar característico de las economías capitalistas industrializadas durante las décadas que duró la hegemonía keynesiana (Bidaurrazaga, 2002-2003). La segunda mitad de la década de los años 70 y el principio de los 80 marca, pues, el comienzo de un cambio profundo en las percepciones a nivel económico de los diferentes gobiernos capitalistas del mundo. A partir de ese momento el neoliberalismo se convierte en un dogma casi sagrado, y todos los países del orbe capitalista se ven prácticamente obligados a seguir la nueva religión económica, incluidos, por supuesto, los países subdesarrollados. El modelo neoliberal es impuesto, a partir de ese momento, como único camino posible para el desarrollo económico de los países empobrecidos, todo ello a través de las presiones ejercidas mediante las instituciones financieras internacionales surgidas del Consenso de Washington (BM y FMI). Todo aquel país que quisiera tener acceso al crédito otorgado por estas instituciones financieras, debía acarrear con las exigencias planteadas desde las mismas en materia de política económica nacional, de lo contrario no había crédito. Resumidamente, podemos sintetizar estas exigencias en cuatro postulados esenciales (Albarracín et al, 1993): Por una parte, situar la lucha contra la inflación en el centro de la política económica, oponiéndola al crecimiento y a la creación de empleo. En segundo lugar, invertir el sentido de la distribución (para favorecer el crecimiento de los beneficios en detrimento de los salarios) y estrechar y hacer más regresiva la redistribución que se realiza mediante los impuestos y el gasto público. Tercero, denostar todo lo público y ampliar el ámbito del beneficio privado a través de la consecución de un cambio cultural que llevara a percibir negativamente las prestaciones y servicios públicos, la regulación estatal y la participación del sector público en la economía, identificando, sin embargo, las privatizaciones y la extensión del mercado como elementos progresistas. Cuarto, forzar un cambio en el equilibrio de poderes dentro de la sociedad, debilitando a los sindicatos en particular y, en general, a las organizaciones sociales cuya existencia contrapesa el funcionamiento del mercado y el poder de los grupos que lo controlan.
De modo más concreto, las «recomendaciones» neoliberales que desde las instituciones financieras se hacían llegar hasta los países en desarrollo que deseaban tener acceso a la financiación se fundamentaron en las siguientes líneas de acción económica (Sierra Lara, 2008): a) La devaluación: Las economías deben mantener en sus variables económicas externas, de la cual la tasa de cambio es una de las fundamentales, una base realista y competitiva. Esto significa en primer lugar la aceptación de que no sea el Estado a través de su política económica quien decida cuál será la tasa de cambio en que jugará su moneda. Esta elección, si se quiere que sea veraz, debe ser tomada en las instancias del mercado de divisas internacional. Devaluar la moneda abarata las exportaciones y hace más competitiva la posición del país que lo aplica, b) Austeridad presupuestaria: En la concepción neoliberal encontramos una fobia desenfrenada contra el déficit presupuestario. Esto no es casual. Para los monetaristas la causa más profunda de la crisis económica está en la ruptura del equilibrio monetario, en el exceso de oferta monetaria que ocasiona inflación y corrompe el sistema económico, c) Liberalización de precios: En su casi fanática apología del mercado como regulador por excelencia, los neoliberales señalan que todas las variables del sistema económico deben estar completamente desreguladas, es decir, desvinculadas de los mecanismos de control estatal. Los precios son una variable clave en esa lógica, d) Liberalización del sistema bancario: El neoliberalismo aspira a que en los marcos de una economía nacional las cosas funcionen como lo hacen a nivel internacional. Por tal razón desean la liberalización y desregulación del sistema bancario de los países. Según los teóricos del Neoliberalismo, los países subdesarrollados se caracterizan por poseer un Sistema Monetario y financiero muy anticuado y rígido, incapaz de responder a las exigencias de la competitividad económica actual y es por eso que recomiendan que los gobiernos suelten dichos sistemas, e) Liberalización del comercio: Esta es una característica emblemática de la política económica neoliberal. Se les vende a los países del Tercer Mundo la idea de que la liberalización de su comercio causará el tan esperado desarrollo. No deben existir políticas proteccionistas tales como la aplicación de aranceles a las importaciones, cuotas, discriminación a productos foráneos, dumpings, etc. El país debe abrirse al mercado mundial y competir, f) Privatización de empresas públicas: En la ortodoxia neoliberal el Estado es un mal empresario, gestor de corrupción e ineficiencia económica, de tal forma, la empresa debe ser privada y no estatal o pública.
Prácticamente la totalidad de los Estados del mundo capitalista se vieron abocados a seguir algunas de las recomendaciones citadas, para tratar así de solventar los problemas económicos que les acuciaban tras la década de los 70 y el comienzo de los 80. Aunque, como se ha dicho, fueron los países subdesarrollados quienes se vieron realmente obligados a seguir prácticamente todas y cada una de ellas bajo los denominados «programas de ajuste estructural» (PAE), impulsados por el FMI y el BM para todos aquellos países del Tercer Mundo que querían tener acceso a los créditos. En concordancia con las exigencias planteadas con anterioridad, muy frecuentemente los PAE incluyeron drásticos recortes de los gastos sociales, como sanidad y educación, eliminar o reducir las subvenciones a productos básicos, y medidas favorables al capital extranjero, con los consecuentes efectos para las economías de los países empobrecidos que prácticamente en su totalidad vieron como aumentaban los índices de pobreza, de concentración del capital y de desigualdad social tras años de aplicación de estas medidas, amén del incesante aumento de la deuda externa que ha causado, y casusa, verdaderos problemas a las economías de estos países, impidiendo a todas luces su desarrollo: «El modelo económico neoliberal impuesto en la periferia de forma ortodoxa ha dado sus frutos durante estos últimos treinta años. Frutos amargos para quienes lo aplicaron casi de forma fiel, y muy dulces para sus creadores en los centros de poder económico, político y académico mundial» (Sierra Lara, 2008). Por otro lado, la parte total correspondiente al peso de los salarios en el PIB de los diferentes países que empezaron a poner en práctica las políticas neoliberales sufrió también una caída acentuada a partir de 1981-1982. En forma inversa, la parte de los ingresos que se embolsa el capital aumenta (Toussaint, 2009). Los asalariados van perdiendo fuerza a pasos agigantados a medida que el neoliberalismo se implanta como doctrina hegemónica, y ello es especialmente grave en aquellos países de la periferia donde las desigualdades sociales van desde el extremo de la inmensa mayoría que no tiene prácticamente nada, a la casi imperceptible (numéricamente hablando) minoría que lo tiene prácticamente todo.
Así pues, a pesar de que durante décadas el modelo neoliberal se ha presentado como el único modelo válido para el desarrollo económico de los Estados, y especialmente para el desarrollo de los Estado empobrecidos, llegando incluso a ser identificado por sus apologetas como la ciencia económica en sí misma, los resultados y efectos de la aplicación de estas doctrinas a escala mundial no han podido ser más desalentadores: la economía global se encuentra actualmente en medio de una de las crisis económicas más dramáticas que se recuerdan y la brecha entre países desarrollados y países empobrecidos, así como el aumento de la desigualdad social y la concentración de la riqueza en cada vez menos manos, no han hecho sino aumentar con el neoliberalismo. La utopía neoliberal, como ha sido llamada por el sociólogo francés Pierre Bourdieu (Bourdieu, 1998), desde su esencia cuasi-religiosa, ha acabado por convertirse en un verdadero infierno para miles de millones de personas en todo el mundo, tanto de los países desarrollados como, sobre todo, de los países empobrecidos. Ya en 2005, un informe de la ONU sobre la desigualdad social advertía acerca de las consecuencias que las políticas neoliberales estaban trayendo para los países empobrecidos: «Las políticas de liberalización entrañan cambios de las leyes e instituciones laborales y motivan transformaciones importantes del mercado de trabajo. El proceso de liberalización económica suele ir marcado por una mayor flexibilidad salarial y una disminución de los salarios mínimos, la reducción del empleo en el sector público, la disminución de la protección del empleo y la debilitación de las leyes y reglamentaciones laborales. El deseo de los países en desarrollo de atraer inversión extranjera y aumentar las exportaciones conduce con frecuencia a una «carrera descendente», en que muchas veces se pasan por alto o se vulneran las normas de protección de los trabajadores y el medio ambiente con el pretexto de hacer más competitivos a los países en el mercado internacional. Por consiguiente, las presiones competitivas externas restringen la capacidad de los países en desarrollo de lograr avances en aspectos fundamentales de política social» (ONU, 2005). Si a eso le sumamos la actual situación de crisis económica global, las consecuencias para los países empobrecidos de las políticas neoliberales, como más adelante veremos, han acabado por ser realmente terribles.
Lo que para los países desarrollados es una crisis financiera que están sufriendo especialmente sus clases trabajadoras, para las clases desfavorecidas de los países de la periferia es poco menos que un punzón clavado donde más dolor les puede generar: la subsistencia misma. Algo, por otro lado, nada sorprendente. Que la privatización casi absoluta de los recursos del Estado en manos extranjeras, el recorte de los gastos sociales, la liberalización de precios en los mercados internos de productos básicos, los beneficios fiscales para las grandes fortunas nacionales, el desmantelamiento de cualquier política de tipo proteccionista, la incentivación -a través de una fiscalidad casi nula- de la implantación de empresas multinacionales en busca de mano de obra semi-esclava, y demás planteamientos neoliberales impuestos a través de los planes de ajuste del FMI y el BM,. era algo que, como decían los críticos, estaba condenando a los países empobrecidos a permanecer por tiempo indefinido en la dependencia y la marginación económica, era tan evidente que simplemente no podía conducir a otro lado que no fuese a la situación actual en la que se encuentran los países en desarrollo en medio de la crisis global. Ergo, si algo está demostrando por encima de todo la crisis actual es la extrema vulnerabilidad en la que se encuentran los países en desarrollo, en un mismo sistema-mundo globalizado, respecto de los desvanes económicos que se puedan generar en los países desarrollados, una vulnerabilidad que además, lejos de mitigarse, se ha visto acentuada al extremo con la aplicación de las políticas neoliberales, pensadas para profundizar en el ajuste de esta economías en el sistema capitalista mundial, durante las últimas décadas. Ahora simplemente se están viendo las consecuencias, pero las advertencias de los críticos anti-neoliberales viene de muy atrás, aunque no interesase escucharlos antes. Raúl Prebisch, por ejemplo, ya advirtió, en un penetrante trabajo publicado en 1982, que lo que aparecía como una gran innovación en el terreno de la teoría y la política económica no era sino una reedición de añejas fórmulas ya ensayadas y fracasadas en el pasado. Decía el fundador de la CEPAL que después de décadas de haber sido marginadas de la escena pública mundial, estas teorías regresaban al primer plano catapultadas por la crisis del keynesianismo (Prebisch, 1982), pero que no por ello sus resultados iban a ser distintos a los que ya habían aportado anteriormente para el desarrollo los países empobrecidos. Si el liberalismo del siglo XIX, principios del XX, fue el germen del subdesarrollo de los países empobrecidos, el neoliberalismo de finales del siglo XX, principios del XXI, no ha sido otra cosa que su trágica culminación. Hablar de un desarrollo neoliberal, es entonces poco menos que hablar de una contradicción en sus propios términos: ningún país empobrecido podrá jamás emprender el camino del desarrollo si para ello se ve en la necesidad de tener que desprenderse de sus principales armas para el desarrollo, que no son otras que la lucha contra la desigualdad social, el empoderamiento de sus clases trabajadoras y el control político sobre sus propios recursos nacionales. Esta afirmación, que hasta hace bien poco era algo anunciado por diversos intelectuales pero aún por demostrar, ahora, con los datos de la situación actual del mundo sobre la mesa, se ha convertido en un evidencia. Veamos a continuación algunos de los datos que así lo demuestran.
II La historia de un fracaso anunciado
Según algunos estudios recientes del FMI (FMI, 2009) se estima que, como resultado de la actual crisis económica internacional, el PIB mundial se contrajo un alarmante 6,25% (anualizado) en el cuarto trimestre de 2008, descendiendo casi al mismo ritmo en el primer trimestre de 2009. Las economías avanzadas registraron una reducción sin precedentes del 7,5% en el cuarto trimestre de 2008, y la mayoría de ellas ahora están atravesando recesiones profundas. Las estimaciones más optimistas nos hablan de que el Producto Global se contraerá un mínimo de 2,6% durante 2009. En consecuencia, la crisis ha obligado a los Estados desarrollados a intervenir en aquellos sectores que más estaban afectando el correcto funcionamiento de sus economías nacionales, de forma muy acentuada en el sector financiero y, en cantidades algo menores, en el rescate de algunos sectores industriales (principalmente el automóvil), ignorando absoluta y totalmente toda la teoría económica dominante y los principios asumidos como dogmas indiscutibles por la política económica neoliberal en las últimas décadas (Etxezarreta, 2009). Resulta evidente el reconocimiento implícito que, a través de estas prácticas, los propios Estados desarrollados han hecho del fracaso del neoliberalismo como doctrina hegemónica. Según informaba el prestigioso diario «The Telegraph» en su edición del 8 de agosto de 2009 (The Telegraph, 2009), el propio FMI calcula ya que, solamente a causa de los costes de estas intervenciones estatales, el costo de la crisis asciende a 11,9 billones de US$, habiéndose multiplicado por más del doble en los apenas cuatro meses transcurridos desde las anteriores estimaciones presentadas por este mismo organismo en abril de 2009, las cuales situaban dicho coste en unos 4,1 billones de US$ (FMI, 2009b). Los 11,9 Billones mencionados serían tan sólo, como decimos, el resultado de sumar todo el dinero que el mundo ha gastado para depurar los activos tóxicos del sistema financiero y algunos otros rescates sonados en el ámbito de las finanzas y el mundo de las multinacionales. Para que se comprenda bien el volumen de la cifra, se podría decir que semejante cantidad de dinero equivaldría a un quinto de toda la producción económica mundial anual, o, caso de ser entregada equitativamente entre todos los seres humanos del plantea, vendría a suponer 1.830 US$ por cabeza.. Si pensamos además que, como veremos más tarde, casi el 50% de la población mundial vive con menos de 2 US$ diarios, podemos ver fácilmente la magnitud de lo acontecido, la insoportable cantidad de dinero que los Estados capitalistas han tenido que gastar para rescatar a sus propios sistemas económicos de las perturbaciones generadas por la aplicación sistemática de los postulados neoliberales durante casi tres décadas. Estos datos resultan aún más elocuentes si, como informaba igualmente el diario «The Telegraph» (2009) en la noticia reseñada, se sabe que la mayor parte de este monto, equivalente al 86% de los recursos (10,2 billones de US$), ha sido entregada a los países desarrollados, mientras que los países en desarrollo han recibido un apoyo de apenas 1,7 billones de US$ (14%). Si la proporción hubiera sido a la inversa, seguramente estaríamos hablando del principio del fin del subdesarrollo en el mundo, o, cuando menos, de algunos de sus efectos más dramáticos (la propia FAO ha calculado que el problema del hambre en el mundo se podría acabar con una inversión en materia agraria de no más de 44.000 millones de US$). Sin embargo, los países desarrollados han invertido estas cifras billonarias para rescatar sus economías mientras reducen la (supuesta) ayuda al desarrollo. Gran Bretaña y Estados Unidos, las dos grandes potencias mundiales por excelencia, han sido los países que han recibido más apoyo con estas medidas de emergencia para socorrer su sistema financiero. En el caso del Reino Unido, su factura de socorro asciende al 80% del PIB nacional. Curiosamente, aunque seguramente no por casualidad, tales países son los dos Estados que dieron origen a la época neoliberal a finales de los 70 y principios de los 80, siendo desde entonces sus principales representantes, impulsores y defensores ante el mundo. Además, por si quedaba alguna duda del origen de esta crisis global, ha sido la propia ONU la que no ha tenido más remedio que reconocer, a través de un informe de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre comercio y desarrollo (UNCTAD), el tremendo fracaso que el neoliberalismo ha supuesto a todos los niveles en la economía mundial: «el laissez-faire de los últimos 20 años, inspirado por un fundamentalismo de mercado, ha fracasado estrepitosamente» (UNCTAD, 2009). Las razones de este fracaso debemos buscarlas, entre otros asuntos mencionados en el informe, en: «la fe ciega en la eficiencia de los mercados financieros desregulados y la inexistencia de un sistema financiero y monetario basado en la cooperación que generó la ilusión de que las operaciones financieras especulativas en numerosos ámbitos podían rendir ganancias sin riesgo y otorgaban licencia para el derroche (…) lo que ha favorecido la aparición de instrumentos financieros «innovadores» sin vinculación alguna con actividades productivas en el sector real de la economía.» (UNCTAD, 2009). El resultado de estos «juegos neoliberales» es, pues, el ya conocido por todos: la mayor crisis económica y financiera internacional que se recuerda desde el crack de 1929.
Pero no basta con centrar nuestra atención en la debacle económico-financiera del mundo desarrollado. Eso casi es lo de menos, es, simplemente, el primer eslabón de una cadena cuya podredumbre se acrecienta a medida que se va extendiendo hacia los niveles inferiores . El desmoronamiento del sistema financiero internacional, la estrepitosa caída del modelo neoliberal aplicado a los mercados financieros internacionales, ha traído consigo también otra serie de consecuencias que han afectado brutalmente a la estabilidad y el desarrollo económico internacional (sobre todo en los países empobrecidos), como es, por ejemplo, el aumento indiscriminado del precio de los alimentos básicos en los últimos años. Los grandes inversores internacionales, al darse cuenta que la burbuja financiera estaba en plena decadencia, que las ganancias allí eran ya prácticamente imposibles, movieron sus inversiones hacia aquellos otros mercados que pudieran satisfacer sus avariciosas pretensiones. Concretamente hacia aquellos mercados que en el momento de explotar la burbuja financiera presentaban una tendencia clara al alza de los precios, requisito imprescindible para dar rienda suelta a la especulación en busca de ganancias rápidas y cuantiosas, tal cual es la lógica de extremada avaricia y desenfrenada codicia que domina los mercados en el marco de una esfera neoliberal. Estos mercados, para desgracia de la humanidad, no eran otros que el mercado energético y el mercado de alimentos, dos mercados que afectan de manera fundamental en el desarrollo y la calidad de vida de los países empobrecidos, especialmente en aquellos países, la mayoría, que no cuentan con intereses económicos en ellos. Como bien se sabe, la consigna esencial del neoliberalismo es «dejar hacer a los mercados«. Pero los mercados no son entes autónomos que funcionan por sí mismos. La famosa mano invisible no es ningún ente metafísico situado más allá del mundo, no. Tras los mercados se encuentran simplemente las manos de los ofertantes y los demandantes. Cuando la especulación se convierte en la norma que regula la oferta y la demanda, el «dejar hacer a los mercados» es simplemente un «dejar ganar dinero a los especuladores, cuanto más, mejor«, sin importar para nada los costes sociales o ambientales que se puedan generar a consecuencia de ello, sin importar de ningún modo las externalidades de tales ganancias. Pero el precio de estas externalidades es demasiado inhumano cuando de lo que estamos hablando es de alimentos, es decir, del sustento básico para miles de millones de personas pobres en todo el mundo. Nada de eso importó al neoliberalismo y sus apologetas. Los Estados «dejaron hacer» a los especuladores en el mercado de alimentos, de igual modo que antes habían «dejado hacer» en el mercado financiero y en el mercado inmobiliario. En consecuencia, a mediados de 2008, una vez el mercado financiero y el mercado inmobiliario habían quebrado internacionalmente, el mercado alimentario recogía la pelota lanzada durante los últimos años por los especuladores a su tejado, con unos resultados dramáticos: «Esto fue lo que produjo como de repente unas subidas espectaculares en los precios de los productos básicos en todo el planeta ante la perplejidad de la gente y ante la pasividad de los gobiernos que, como hasta entonces, dejaron hacer a los especuladores. Con tal de ganar dinero, a los bancos y los especuladores no les importa provocar la muerte de cientos de miles de personas pobres» (Torres López, 2009).
Los precios de los alimentos básicos en los mercados internacionales alcanzaron en 2008 sus niveles más altos de los últimos 30 años, y amenazaron así la seguridad alimentaria de la población pobre en todo el mundo. Desde marzo de 2007 hasta mayo de 2008, el valor de los productos lácteos subió un 80%, el de la soja un 87%, y el trigo, un 130%. En 2007 y 2008, debido principalmente a estos precios altos, otros 115 millones de personas fueron empujadas al hambre crónica (FAO, 2009). El Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola estima que por cada aumento de un 1% del coste de los alimentos de base, 16 millones de personas se pueden ver sumergidas en la inseguridad alimentaria (BM, 2008). Nada de esto, repetimos, importó al neoliberalismo y sus apologetas. En consecuencia, entre principios de 2003 y mediados de 2008, el precio de los alimentos comercializados internacionalmente aumentó un 138% (BM, 2008). O, lo que viene a ser lo mismo, si, según estimaciones de la FAO (2008), el número de personas hambrientas el mundo era ya en 2007 de 923 millones, habiendo aumentado en 80 millones desde el período de referencia 1990-92, en la actualidad, tras la subida desorbitada en los precios de los alimentos entre 2007 y 2008, la cifra se ha de aumentar nuevamente hasta los más de 1.000 millones de personas que podrían padecer hambre crónicamente para finales de 2009, de acuerdo a lo que estarían indicando las últimas proyecciones del BM (2009). Concretamente, el Programa Mundial de Alimentos (PMA, 2009) ha cifrado para el mes de septiembre de 2009 el número total de personas que pasan hambre en el mundo en los 1020 millones, una cifra nunca vista con anterioridad y que supone un desagradable record histórico, a la par que la ayuda alimentaria para los países en desarrollo se ha visto disminuida significativamente desde la llegada de la crisis actual a los países desarrollados: «Hoy hay más personas con hambre y menos asistencia alimentaria de la que hemos visto en décadas. El número de personas que padecen hambre pasará, por primera vez en la historia, los 1 mil millones este año, mientras el flujo de asistencia alimentaria estará en su nivel más bajo de los últimos 20 años» (PMA, 2009). Esto echaría por tierra todos los logros alcanzados durante los últimos años en la lucha contra la malnutrición, una vez se pusieron en marcha los Objetivos del Milenio (ONU, 2000). Esto además se traduce también en una cifra verdaderamente escalofriante: cada 24 horas mueren de hambre 100.000 personas en el mundo, 30.000 de ellas niños menores de 5 años de edad (Social Watch, 2008). Suficiente para hacer reflexionar a cualquier persona con un mínimo de consciencia social, insuficiente, claro, para que los especuladores neoliberales hagan lo propio. El neoliberalismo entiende únicamente de ganancias y beneficios: la vida de las personas también tiene un precio, siempre y cuando dé beneficios a los especuladores neoliberales.
El actual huracán económico, pues, se ha llevado ya por delante buena parte de los logros alcanzados tiempos atrás por algunos países en desarrollo en materias sensibles de tipo social, así como ha arrasado con casi la mitad de la riqueza mundial. En consecuencia, está provocando también en casi todo el planeta, además de lo ya apuntado respecto de los alimentos, el hambre y otros asuntos, el cierre de fábricas y la explosión del desempleo, amén de una escalada proteccionista en las economías desarrolladas que no hace sino dificultar aún más la situación de los países de la periferia. Causa de pobreza, de angustia y de exclusión social, la lacra del desempleo se extiende por todo el mundo. En EEUU, en China, en la Unión Europea, en Latinoamérica, en el África Subsahariana, en Asia del Sur; en todos los rincones del planeta. Las empresas han dejado de contratar personal, y muchas están despidiendo a un número considerable de sus trabajadores/as. Según datos de la OCDE (2009), organización que integra a las economías de 30 de los países más ricos del planeta, la tasa de desempleo de la zona de la OCDE fue del 8,5% en julio de 2009, 2,4 puntos porcentuales más alta que un año atrás. En la zona euro, la tasa de desempleo fue del 9,5% en julio de 2009, 2,0 puntos porcentuales más que en julio de 2008. Para los Estados Unidos, la tasa de desempleo para agosto de 2009 fue de 9,7%, 3,5 puntos porcentuales más que el año anterior, y así sucesivamente en todos los países que integran la organización. Mención especial para el caso del Estado Español, país que tiene la tasa de desempleo más elevada de todos los países miembros. De 2007 a 2009 la tasa de desempleo se ha duplicado en España, pasando de un 8,3% en 2007 a un vertiginoso 17,9% en el segundo trimestre del año en curso. Otros aumentos significativos, con índices de desempleo que se han triplicado en apenas año y medio, se han acaecido en países como Irlanda (segundo país con una mayor tasa de desempleo en la zona, pasando de un 4,6% en 2007 a un 11,9% en el segundo trimestre de 2009) o Islandia (de un 2,3% en 2007 a un 7% en el segundo trimestre de 2009), no hace tanto países que eran presentados por los apologetas del neoliberalismo como verdaderos ejemplos de la eficiencia neoliberal. A escala mundial, en 2008 se estimó que un 6% de los trabajadores del mundo no estaba trabajando sino buscando trabajo, porcentaje que en 2007 era ya del 5.7% (OIT, 2009). Las predicciones para 2009 no son en absoluto halagüeñas. En una primera hipótesis sobre la evolución más pesimista, se advertía que la tasa de desempleo podría llegar al 7,1%, lo que equivaldría a un aumento de más de 50 millones de desempleados en el mundo respecto de 2007 (OIT, 2009). Sin embargo, estas primeras previsiones de la OIT parecen haberse quedado cortas. En una segunda revisión del informe, presentada en mayo de 2009, la OIT aumentó las previsiones de desempleo global hasta el 7,4%, con un aumento de casi 60 millones de desempleados en apenas dos años. Hasta un total de 240 millones de trabajadores en todo el mundo podrían encontrarse sin empleo a finales de 2009.
Por supuesto, y aún a pesar de que es la propia OIT la que estima que hasta un 40% del empleo perdido podría concentrarse en los países del G7 (grupo de países más industrializados del mundo), son las clases trabajadoras de los países empobrecidos quienes en mayor medida sufren las consecuencias de este aumento indiscriminado del desempleo a nivel mundial. Ya no sólo porque estas regiones empobrecidas se mantienen en tasas de desempleo preocupantemente altas (el mencionado informe de la OIT –2009– señala que a finales de 2008, el Norte de Africa y Oriente Medio seguían teniendo las tasas más elevadas de desempleo, del 10,3% y el 9,4% respectivamente, seguidas por Europa central y Sudoriental -países no pertenecientes a la UE- y la Comunidad de Estados Independientes -CEI-, con un 8,8%, el Africa subsahariana con un 7,9% y América Latina con un 7,3%), viendo incluso como estas tasas irán en aumento durante 2009, sino por la situación de vulnerabilidad y precariedad laboral a la que se ven abocadas sus clases trabajadoras a consecuencia de ello. En muchos países en desarrollo bastante más de la mitad de la fuerza de trabajo está empleada en condiciones que no se compadecen con las que caracterizan a un trabajo decente. En el África subsahariana (la región más pobre del mundo), por ejemplo, para el 2007 casi 3/5 de las personas empleadas caen en la categoría de trabajadores extremadamente pobres (viven con menos de 1,25 US$ al día) y más del 75% de los trabajadores de esta región tenían un empleo vulnerable. En Asia del Sur, para ese mismo año 2007, un 47,1% de los trabajadores se encontraban en situación de extrema pobreza, y más de un 77% tenían un empleo vulnerable. Sólo en esta región asiática se estima para el 2009 un aumento de hasta el 13% en el número de trabajadores que caerán en situación de extrema pobreza. En general para 2009 se calcula un aumento en el número de trabajadores extremadamente pobres de hasta el 6,1% a nivel mundial, lo que situaría la tasa en el 26,8% (más de 800 millones de trabajadores, prácticamente todos ellos en el mundo «subdesarrollado») (OIT, 2009). A todo esto le debemos sumar también que las estimaciones en relación a la vulnerabilidad laboral de los trabajadores con empleo hablan de un aumento de hasta el 2,3%, lo que situaría la tasa en un 52,9% a nivel mundial (más de 1600 millones de trabajadores). Además, el número de trabajadores pobres, es decir, personas que no ganan lo suficiente para mantenerse a sí mismos y a sus familias por encima del umbral de la pobreza de 2 US$ al día por persona, puede aumentar también este año hasta alcanzar un total de 1.400 millones, lo cual representaría el 45,4% de los trabajadores mundiales (OIT, 2009). Ya ni siquiera se puede decir que ostentar la condición de trabajador en activo es garantía alguna de calidad de vida, especialmente, como se ve, en los países empobrecidos. Si a todo lo anterior le sumamos además el hecho sabido del desmantelamiento de las prestaciones por desempleo y otros modos de protección social y laboral llevados a cabo por las políticas neoliberales en un importante número de países subdesarrollados, pueden juzgar ustedes mismos la situación en la que quedan las clases trabajadoras de estos países ante el panorama económico actual.
Por otro lado, en 2008 el Banco Mundial publicó unas nuevas estimaciones sobre la pobreza mundial, basadas en los resultados del Programa de Comparación Internacional (PCI). El nuevo umbral de pobreza se ha establecido ahora en 1, 25 dólares de ingreso diario, a precios de 2005, que es el umbral promedio para los 15 países más pobres del mundo. Pues bien, según estas nuevas estimaciones, en los países en desarrollo 1.400 millones de trabajadores viven en la pobreza extrema (950 millones según las estimaciones anteriores) (BM, cit. en OIT, 2009). Para colmo, en estas nuevas estimaciones del BM no se refleja aún el efecto del aumento de los precios en los alimentos básicos a partir de 2005. Si ya en ese 2005 había en el planeta más de 2600 millones de personas que vivían con menos de 2 US$ al día (Millet y Toussaint, 2009), las cifras que se han de publicar próximamente al respecto deben ser sencillamente espeluznantes. Si, siguiendo por esta línea de investigación, nos vamos a un análisis comparativo de la pobreza extrema en algunas de las regiones menos desarrolladas del planeta entre los años 1981 y 2004 (años duros de la utopía neoliberal), los resultados son bastante significativos y, por supuesto, demostrativos de la pesadilla que el neoliberalismo ha supuesto para los países en desarrollo. En 1981, las personas que vivían con menos de 1 US$ al día en el África Subsahariana eran 214 millones, en 2004 había ya 391 millones. Para el Asia del Sur, en 1981 había 548 millones, en el año 2004, 596 millones (Millet y Toussaint, 2009). Todo ello a pesar de que la doctrina oficial del FMI y el BM suele hacer gala del supuesto descenso acecido en los niveles de pobreza extrema a nivel mundial durante las últimas décadas (una disminución cercana al 25%, a un ritmo de un 1% entre 1981 y 2005), obviando que gran parte de esa reducción se ha dado en países del tamaño de China y la India, países que, como es sabido, no se plegaron a los designios de los planes estructurales marcados por estas instituciones financieras internacionales. Si quitásemos de estas cifras los logros alcanzados en esta materia por las dos economías mencionadas, la reducción real de la pobreza extrema en el mundo resulta ser prácticamente nula, habiéndose visto aumentada incluso en aquellas regiones que más necesitadas estaban ya en 1980 de tal reducción. Por tanto, ni este dato, ni el argumento del aumento poblacional, pueden tapar la violencia de las cifras presentadas en regiones como el África Subsahariana o Asia del Sur, las regiones más pobres del planeta y, consecuentemente, más necesitadas de la aplicación de políticas eficaces para el desarrollo y para la disminución de la pobreza. También en América Latina el número de personas en situación de pobreza extrema aumentó durante el periodo neoliberal, pasando de 42 millones en 1981 a 46 millones en 2004 (Millet y Toussaint, 2009). El neoliberalismo, pues, no sólo no ha tenido ningún efecto positivo de cara a la reducción de la pobreza mundial, sino que ha supuesto un agravante para la misma, alzándola a sus niveles más elevados de toda la historia: «La relación entre la liberalización comercial y la erradicación de la pobreza se ha sometido recientemente a un riguroso examen tanto por las organizaciones internacionales como por la comunidad académica (…) las políticas de liberalización comercial han afectado a las perspectivas de reducción de la pobreza de los países en desarrollo» (ONU, 2005). Sus trágicas consecuencias son las ya comentadas.
Y por si todo lo dicho no fuese poco, se prevé también que el déficit total de financiamiento de los países en desarrollo para este mismo año 2009 se ubicará entre los 350.000 millones y los 635.000 millones de US$ (BM, 2009). La deuda externa de los países en desarrollo se sextuplicó durante el periodo neoliberal que va desde 1981 a 2007, pasando de 54.000 millones de dólares en 1981, a 336.000 millones en 2007 (Millet y Toussaint, 2009) y, como se ve, sigue en aumento. Lamentablemente, aunque como macabro resultado lógico a todo lo anteriormente expuesto, para este año 2009 se prevé igualmente un fuerte aumento de la mortalidad infantil debido a la disminución en las tasas de crecimiento de los países. Entre 1,4 millones y 2,8 millones más de bebés pueden morir en los próximos cinco años si persiste la crisis (BM, 2009). Pero si hay algo que ejemplifica a la perfección cuál ha sido el efecto devastador que las políticas neoliberales han tenido en el ámbito de la economía globalizada para con los países en desarrollo, eso son los datos acerca de la distribución mundial de la riqueza: para el año 2000 el 2% de los adultos más rico en el mundo poseía ya más de la mitad de la riqueza global de los hogares. En esa misma fecha, el 1% de adultos más ricos poseía el 40% de los activos globales, así como el 10% de los adultos más ricos contaba con el 85% del total mundial. En contraste, la mitad más pobre de la población adulta del mundo sólo era dueña del 1% de la riqueza global (UNU-WIDER, 2006). Es decir, la riqueza mundial está sumamente concentrada en Norteamérica, Europa y los países de altos ingresos en el área de Asia-Pacífico; en el mundo desarrollado, y, dentro de ellos, a su vez, en manos principalmente de sus élites económicas. La población de estas naciones posee colectivamente el 90% de la riqueza total global (UNU-WIDER, 2006). Casi nada. Otros datos significativos a este respecto son los que se desprenden de un informe de la ONU sobre desigualdad social (2005), y que no vienen sino a demostrar aún más los devastadores efectos que las políticas neoliberales han tenido sobre las economías de los países en desarrollo según su propio papel dentro del sistema-mundo capitalista: El 86% de todos los bienes de consumo del mundo se quedan en manos del 20% de la población mundial. El 20% de los más pobres del mundo se reparten apenas el 1.3% de esos bienes. Los 20 países más ricos consumen el 45% de la carne y del pescado ofrecido por el mercado, y los 20 más pobres apenas el 5%. En materia de energía, los 20 países más ricos consumen el 58%, en tanto que los 20 más pobres sólo el 4% (ONU, 2005). Finalmente, otro dato interesante nos lo proporciona el índice de desarrollo humano (IDH). Para el año 2006, 107 países de los 177 que se recogen en la lista vivían por debajo del límite que marca una tasa de desarrollo humano alto (0,8 o más), 21 de ellos con un índice de desarrollo humano inferior a 0,5 (PNUD, 2007). En 1991 estos datos eran de 106 países sobre un total de 160 (PNUD, 1991). Es decir, en 15 años hay tan sólo un país menos en la lista de países con un IDH inferior al 0,8. Si a su vez miramos estos datos haciendo un análisis por regiones, los datos son aún más escalofriantes: ni un solo país de las regiones más pobres del mundo (África subsahariana, Así del Sur, etc.) ha conseguido en este tiempo pasar a formar parte del selecto grupo de países con un IDH superior al 0,8%. Significativo.
Así pues, si algunos economistas e historiadores latinoamericanos ya catalogaron en su momento a la década de los 80 como «la década perdida para el desarrollo«, habida cuenta del nulo crecimiento y desarrollo que tuvieron los países de América Latina y el Caribe durante esa década, podemos ahora hablar, a la vista de la situación actual y sus consecuencias, del periodo neoliberal en su conjunto, y para todo el mundo subdesarrollado, como de una «etapa perdida para el desarrollo«, una etapa en la cual no ha habido un solo país «subdesarrollado» capaz de haber encauzado de manera correcta los caminos del progreso económico, a la par que no son pocos los países que a día de hoy se encuentran en situación igual o peor que la situación a la que debían hacer frente allá por los años 80. Entre 1985 y 2000, tan solo 16 países en desarrollo crecieron más del 3%; 32 crecieron menos del 2%; y 23 sufrieron retroceso del PIB (Betto, 2001). Si tenemos en cuenta que el crecimiento del PIB es un dato bastante engañoso a la hora de reflejar el crecimiento real de un país en desarrollo (pues no tiene en cuenta la parte de ese crecimiento que va a parar a manos de las empresas extranjeras con inversiones en el país, o el precio a pagar por la devolución con intereses de los préstamos en el extranjero para la financiación de ese «desarrollo»), los datos hablan por sí mismos: el neoliberalismo no ha traído crecimiento alguno para los países en desarrollo, a la par que en no pocos de ellos se ha producido un decrecimiento. Otro detalle concreto de este retroceso nos lo proporciona un análisis del comportamiento que la renta per cápita de estos países ha tenido durante los años de apogeo del neoliberalismo. Los números concretos dependen de los datos que se utilicen pero, en líneas generales, la renta per cápita de los países en desarrollo creció aproximadamente un 3% anual entre 1960 y 1980, y solo 1,5% entre 1980 y el año 2000. Además, este 1,5% quedaría reducido al 1% si excluimos del promedio a India y China, que no han seguido, como se dijo antes, las políticas de libre comercio y las políticas industriales recomendadas por los países desarrollados (Chang, 2003). Consecuentemente, mientras que en las últimas cuatro décadas la renta de los 20 países más ricos casi se triplicó, alcanzando en el 2002 el nivel de 32,339 US$ por persona, en los 20 países más pobres creció sólo el 26%, para llegar a los 267 US$ (ONU, 2005), un promedio más de cien veces inferior al de los países desarrollados, y cuya diferencia entre unos y otros casi se ha triplicado en el periodo neoliberal. Si tenemos en cuenta ahora también que, como se ha dicho anteriormente, el aumento en la renta per cápita de los países en desarrollo creció a un ritmo de más del doble en los años que van desde 1960 a 1980 en comparación con los que abarcan las décadas de los 80 y los 90, los datos de la época neoliberal y sus efectos sobre el desarrollo de los países empobrecidos de la periferia hablan por sí mismos: nulo crecimiento interno acompañado, eso sí, de un aumento salvaje en las diferencias económicas que los separan de los países desarrollados del centro. Nunca antes en la historia las diferencias entre unos países y otros habían sido tan abismales en términos de PIB o de renta per cápita, paradigmas por excelencia de las mediciones neoliberales en cuanto a valorar el crecimiento económico de los distintos países se refiere. Sus propios paradigmas los delatan y los dejan en evidencia.
No es de extrañar, por tanto, que ya en el año 2005, antes incluso de la explosión de la crisis financiera internacional, en el mencionado informe sobre desigualdad social en el mundo, la ONU afirmase que: «La principal dinámica mundial que ayuda a entender las causas de las persistentes desigualdades se refiere a las políticas de liberalización implementadas por muchos países durante las dos últimas décadas. Estas reformas han sido aplicadas por países de todo el mundo y han tenido un gran impacto negativo en las desigualdades. (…)La liberalización financiera ha hecho que aumente la inestabilidad y la frecuencia de las crisis financieras, sobre todo en los países en desarrollo (…)La preponderancia de las corrientes especulativas a corto plazo en estos sistemas ha reducido la disponibilidad de recursos para la inversión productiva y ha creado nuevas restricciones para la política de desarrollo» (ONU, 2005). Neoliberalismo y desarrollo no parecen, pues, según lo percibe la propia ONU, y según demuestran los datos analizados, tener relación de sinonimia alguna. El sueño defendido por tantos estómagos agradecidos durante las últimas décadas acerca del neoliberalismo como doctrina económica bienhechora para con las economías de los países en desarrollo, ya no hay quien se lo crea. Más bien se puede hablar ya con toda claridad de pesadilla, una profunda y terrorífica pesadilla. El Neoliberalismo para los países en desarrollo es igual, entre otras calamidades, a más miseria, más desempleo, más pobreza, más hambre, más endeudamiento con el exterior, más desigualdades sociales y más concentración de la riqueza en manos de los poderosos países del Norte y sus clases más privilegiadas, que no son precisamente sus clases trabajadoras. Estamos entonces, qué duda cabe, si hacemos un análisis conjunto de todos los datos aportados hasta el momento, ante lo que podemos considerar la culminación de la historia de un fracaso anunciado: la historia del neoliberalismo como paradigma para el desarrollo de los países empobrecidos, por más que, como se ha dicho, los apologetas de estas doctrinas económicas hayan tratado por todos los medios de convencernos de lo contrario. Las cifras no admiten dudas ni engaños, son claras. La conclusión final también es sencilla: los pueblos empobrecidos tienen que abandonar desde ya el neoliberalismo y apostar decididamente por modelos alternativos para el desarrollo. Modelo que deben ir más allá de los estrechos márgenes otorgados por el capitalismo. Modelos que han de avanzar por la senda del desarrollo auto-centrado y el socialismo. No queda otra.
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