I
La necesidad de reconvertir la estructura productiva es ya un lugar común en el debate económico. Ya lo era en la crisis de 2008. Pero las inercias, los intereses de los grupos de poder, la confianza en el mercado y los vientos favorables (desplome de la factura energética, éxito de la actividad turística) dejaron la tarea sin hacer. Sí hubo, sin embargo, respuestas privadas. Las grandes empresas, especialmente las constructoras, respondieron con la internacionalización al hundimiento del mercado interno (especialmente a la caída de la suculenta obra pública). También muchas medianas empresas industriales se orientaron hacia mercados externos, pero todo ello ni frenó la tendencia a la desindustrialización ni resolvió los graves y variados problemas de la estructura productiva. La crisis actual, la enorme dependencia que tiene la economía española del turismo y el temor a que las políticas ambientales afecten a la industria automovilística, por poner dos ejemplos obvios, han hecho tomar conciencia de la necesidad del cambio. También porque lo que viene de la Unión Europea importa mucho. Y de allí puede venir mucho dinero y una propuesta de cambio, que se puede resumir en cambio energético y digitalización. Y es de sobras conocido que muchas de las reformas de los últimos años se basan en transcribir las directivas de Bruselas.
II
El marco analítico que subyace a la propuesta europea es discutible. Se reconoce la problemática del cambio climático, aunque bastante menos acerca del resto de problemas ecológicos generados por más de dos siglos de industrialización. Y trata de resolverse con un mero cambio en la fuente energética, de la economía basada en el petróleo y el carbón a la economía basada en fuentes renovables. Es posible que en este viraje no sólo predomine una visión ecológica, sino que también haya conciencia de las dificultades que genera suministro de petróleo (y que explica el sospechoso giro “verde” que han anunciado diversas compañías del sector). Se trata de un cambio que no sólo afectaría a la producción de energía eléctrica, sino que obligaría a adaptar a las nuevas fuentes energéticas todos los bienes que funcionan con combustibles fósiles, como es el caso de los medios de transporte. Se supone, además, que la digitalización permitiría optimizar todos los procesos productivos, liberar a la humanidad de trabajos repetitivos y ampliar el ámbito de elección de los consumidores.
Es un planteamiento que conecta con muchas de las ideas básicas de las teorías del desarrollo y los ciclos largos. Particularmente con el convencimiento de que cada gran fase de expansión capitalista ha estado asociada a la introducción de un nuevo paquete de tecnologías que han propiciado una enorme generación de actividad y empleo. La transformación energética, la digitalización y las tecnologías genéticas jugarían este papel de impulso de una nueva fase de crecimiento, de empleo y bienestar. Una historia optimista que cuenta con muchos partidarios potenciales no sólo en el mundo empresarial, sino también entre el personal científico y las burocracias públicas. No sólo refuerza su papel social, también porque incluye un mensaje positivo frente a la crisis ecológica: la ciencia y la técnica permitirán resolver de forma suave, sin rupturas traumáticas la crisis de las economías de la energía fósil.
Una historia atractiva pero más que discutible. No es evidente que el cambio energético sea tan sencillo si se atiene a las condiciones de generación de energías alternativas y se considera el ciclo completo de producción (equipos, transporte, conservación). Tampoco está claro que la digitalización vaya a suponer un ahorro neto de energía. Sin contar con muchos de sus costes sociales en términos de control, de contaminación en el conjunto del ciclo productivo, de vulnerabilidad (la que percibió mucha gente la semana pasada cuando Google se quedó 45 minutos sin servicio)…. Y es aún más discutible que se ignore que el mero cambio de fuente energética va a dejar intactos todos los otros impactos que el creciente uso de materiales por parte de la humanidad genera en términos de biodiversidad, deforestación, agotamiento de suelos fértiles, del agua potable, etc.
La propuesta, además, ignora la otra gran cuestión del mundo actual: el del abordaje de las desigualdades. Toda la propuesta se sustenta en el convencimiento que este nuevo impulso “verde” (más bien pardo) generará una gran cantidad de empleos. Pero nadie explica sus características, ni los impactos distributivos. Y lo que hasta ahora conocemos de la economía digital más bien apunta a un agravamiento de las desigualdades, no a su reducción. Más que un replanteamiento de la actividad económica, de sus condicionantes, de sus efectos negativos, de sus injusticias, lo único que se propone es un impulso de inversiones y en unas tecnologías y esperar que lo demás se dé por añadido. Posiblemente es lo único que pueden dar de sí unas élites acostumbradas a confundir las lógicas del capital con las necesidades sociales.
III
Tan importante como el modelo de partida es analizar cómo va a implementarse. Y aquí tenemos algunas pistas de cuáles son las ideas del Gobierno para poner en práctica la dedicación de fondos a los distintos proyectos.
Por lo que ha trascendido, se trata de crear un nuevo marco de estructuras público-privadas en las que intervendrá el Estado con una participación mayoritaria del 51%, conjuntamente con empresas privadas seleccionadas al respecto. Ya se ha anunciado que los programas estarán asociados, en la práctica controlados, por grandes empresas que son las que tienen “el conocimiento” y la capacidad de gestionar “con agilidad” estos proyectos. Estamos ante una nueva variante de capitalismo participado, que si algo recuerda es a una variante hispana del modelo de financiación a las empresas líder de algunos países del Este asiático. Y es hispano porque esta relación simbiótica entre el Estado y los grandes grupos económicos tiene una larga tradición. Una gran parte del núcleo de grandes empresas se encuentra en sectores regulados (como el energético, las telecomunicaciones, las farmacéuticas, o la misma industria automovilística siempre pendiente de planes de estímulo), en la obra pública y en la gestión de servicios externalizados. Y van a ser estos mismos grupos los que van a controlar el grueso de los fondos, van a diseñar su despliegue y sus modalidades.
En teoría, la participación mayoritaria del estado en estas corporaciones debería garantizar el control público de lo que van a hacer. Y el compromiso anunciado de que parte importante de la actividad va a subcontratarse al tejido de pymes debería permitir la difusión más amplia de los fondos. Pero estas buenas intenciones chocan con fuertes evidencias que obligan al escepticismo. De una parte, hay una larga tradición de empresas mixtas, por ejemplo en la gestión del agua, en las que en la práctica un puñado de grandes empresas (Agbar, Aqualia-FCC…) gestionan el servicio a su antojo y se llevan gran parte de los excedentes. El desconocimiento de muchos gestores públicos, los variados mecanismos de cooptación, la dificultad de controlar el día a día del proyecto, son elementos a tener en cuenta, pues dejan en manos de las empresas el control real de la gestión. De la misma forma, la subcontratación forma parte de la forma actual de gestión de los grandes grupos empresariales, sin que ello sea en beneficio de una democratización económica. Más bien son un sofisticado mecanismo que ha ayudado a concentrar riqueza en la cúspide, que forma parte del actual modelo de generación de desigualdades.
Generar un nuevo modelo de gestión no es sencillo. Pero la propia experiencia de la crisis sanitaria y de las residencias de ancianos (donde el sistema de cooperación público-privada es dominante) debería introducir mecanismos control más sofisticados, tanto por parte de la Administración como de participación social. Una vez más, domina una apuesta tecnocrática que a quien beneficia principalmente es a grandes grupos empresariales que llevan muchos años enriqueciéndose a cuenta de lo público. En el mejor de los casos, tendremos algunos proyectos viables, pero dudosamente control social y reducción de las desigualdades. En el peor, un despilfarro de recursos que enriquecerá a los de siempre y endeudará al sector público.
IV
Hacer un diagnóstico pesimista es relativamente sencillo. Basta con resaltar los aspectos negativos de una propuesta. Pero difícilmente sirve para generar alternativas y movilizar fuerzas en otra dirección. Por eso no quisiera terminar este comentario sin destacar algunos aspectos sobre los que vale la pena pensar e intervenir.
Hay cuestiones importantes que toda la gestión de la pandemia ha puesto en evidencia, y que ahora vuelven a ser determinantes. La cooperación ―entre personas, entre empresas, entre gestores públicos y privados, entre centros de investigación y empresas― se ha mostrado el mecanismo fundamental para hacer frente a los problemas. Lejos del viejo mecanismo del mercado impersonal y del individuo (o el empresario) que sólo responde a incentivos monetarios, lo que mejor funciona es la interacción cooperativa. Esto es algo que merece la pena subrayar, pues la cooperación tiene un indudable elemento igualitario pues se basa en establecer relaciones de confianza y reconocimiento entre las partes. Y constituye una experiencia sobre la que debe y puede construirse un imaginario social opuesto a la imbécil competitividad mercantil, un imaginario sustentado en una evidencia empírica potente. De otra parte, la experiencia introduce elementos interesantes a la hora de repensar la gestión económica y huir del estéril debate mercado frente a planificación central. Esta última fue la idea base de la izquierda de hace un siglo, y la experiencia soviética pasada obliga a revisar. Lo que podemos observar es, sin embargo, que en el mundo capitalista hay mucha planificación, pero limitada a la gestión de parcelas específicas de la actividad económica. Es lo que podemos observar en las modernas cadenas alimentarias, en las sofisticadas redes de suministros de la industria aeronáutica o del automóvil, en la organización de las grandes obras o, más recientemente, en las redes científicas y empresariales que han obtenido las vacunas de la Covid. Es obvio que en estas cadenas hay muchas desigualdades, que los intereses de los capitalistas dominan su funcionamiento global, que hay una tendencia insana a la creación de redes monopolísticas globales. Pero lo que vale la pena resaltar es precisamente que aprender de las mismas puede constituir un elemento importante a la hora de pensar en un modelo viable de economía post-capitalista. De hecho, podría pensarse que la participación del Gobierno en estas sociedades mixtas podría ser diferente de lo que realmente va a ser si hubiera una idea clara y un compromiso para alterar realmente la situación. Algo que seguramente pasaría por contar con gestores públicos con formación y capacidad para controlar el proceso, con regulaciones adecuadas que impidieran el poder abusivo característico de las actuales redes empresariales, con unidades de base organizadas como cooperativas u otras fórmulas de empresa no capitalista, con buenos sistemas de control de la gestión y de los efectos sociales y ecológicos… Y que debería situar los proyectos particulares en algún tipo de política que definiera prioridades y tuviera en cuenta factores distintos a los de rentabilidad financiera y crecimiento.
La única forma de impedir que los intereses privados impongan sus prioridades es que exista una fuerte demanda pública y social sobre lo que hay que hacer. Y esto exige una construcción que pasa no sólo por una buena generación de ideas (lo que requiere espacios de elaboración adecuados), sino también una importante presencia de movimientos sociales y activismos que presione en la buena dirección. Requiere también la existencia de marcos institucionales que favorezcan el debate social y el control. Y, hasta hoy, estos canales son insuficientes o suelen estar conformados de tal forma que dan un peso exagerado a las élites capitalistas y sus adláteres. Hay que luchar por establecer nuevos espacios de participación realmente deliberativos, de control. Un terreno donde hay mucho por recorrer en los diversos espacios de gestión pública y sobre lo que resulta imprescindible trabajar.
Es dudoso que las actuales políticas nos saquen de las diferentes crisis encadenadas en las que andamos metidos. La situación actual va a dejar mucha gente fuera a menos que los planes de reconversión no estén orientados hacia un modelo social inclusivo y ecológicamente orientado. Más bien parece que los planes se van a diseñar para potenciar unas pocas actividades y favorecer los intereses de los que se sepan colocar. Pero es tarea de la gente activista que se abran otras perspectivas. Y ello depende no sólo de su combatividad, sino también de la capacidad de entender las limitaciones y las oportunidades de las políticas actuales para introducir elementos de transformación.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-197/notas/next-generation-a-la-espanola