Se me hizo muy difícil amar a Bruselas. Su perpetuo cielo de plomo que el sol no lograba -ni logra- romper casi nunca en invierno, la profusión de altos funcionarios que lo encarecen todo, la levedad e introversión de sus gentes, los restaurantes tan ruidosos como iglesias, el universo de moros, africanos, italianos, asturianos o […]
Se me hizo muy difícil amar a Bruselas. Su perpetuo cielo de plomo que el sol no lograba -ni logra- romper casi nunca en invierno, la profusión de altos funcionarios que lo encarecen todo, la levedad e introversión de sus gentes, los restaurantes tan ruidosos como iglesias, el universo de moros, africanos, italianos, asturianos o yugoeslavos en sus estaciones y sus vagones de metro … hacían difícil amar a Bruselas.
Con el paso de los años, y con ese ejercicio redentor que es pararse de noche en el centro de su Grand Place, la más hermosa del mundo, y girar despacio sobre uno mismo sorbiendo de a poco la belleza de sus edificios medievales -el café del Rey de España, entre ellos-, sin apreciar los 6 u 8 grados bajo cero … aprendí a amar a Bruselas.
Aprendí a quererla, por mor del sindicalismo internacionalista en el que yo militaba, y creo que sigo militando, como a un paisaje tan cotidiano como el de Madrid, Barcelona o Murcia
Tenía una rutina que vista desde la vejez me llena de emoción y nostalgia. Salía de mi hotelito temprano (el Queen Anne, cerca de la estación del norte, que tenía un conserje que hablaba español con acento francés y argentino, y yo creía que era el belga más chistoso de cuantos conocía, y una conserje de fin de semana, Eloina, taciturna, gallega, medio mágica). Caminaba unos cientos de metros por un bulevard (¿Emile Jacmain?) en el que las cortinas de los escaparates con chicas estaban corridas a tan tempranas horas. En la Place Brouckere, la que evocara el inmortal Jacques Brel en tantas ocasiones, tomaba mi metro. Gare Central, Parc, Arts-Loi y Maelbeek. Ese era mi trayecto. Maelbeek era una estación simple, sin transbordos. En la salida que da a la Rue de la Loi había un bar muy especial, con la música country a todo trapo, con mucho humo, mucha cerveza, muchos motivos e iconos yanquis, con chicas liberales aunque no creo que fueran militantes … La verdad es que era un bar exótico en una estación de metro, Maelbeek, en pleno corazón de la Bruselas institucional europea.
Saliendo del metro, a la izquierda, por la Rue de la Loi, se llegaba enseguida a la Rue de Treves y a dos cuadras estaba la CMT (Confederación Mundial del Trabajo), un destino muy habitual para mí. Durante unos años tuvimos en la CMT un secretario general argentino, Carlitos Custer, que hablaba muy alto y muy agudo … Mucho antes de llegar a la sede ya se le oía pues tenía por costumbre dejar la ventana de su despacho abierta.
Si seguías por le Rue de Treves, en unos minutos llegabas al Parlamento Europeo, al Comité Económico y Social, en cuyo enorme hemiciclo sesionaba el comité ejecutivo de la CES (Confederación Europea de Sindicatos).
Otras veces, bastantes, a la salida del metro de Maelbeek enfilaba a mano derecha camino de la CSC (Confederación de Sindicatos Cristianos), un pedazo de sindicato con 1.500.000 afiliados en una Bélgica que tenía entonces 10 millones de habitantes… Algunos días, y algunas noches, esa misma línea me llevaba por Schuman, Montgomery, Delta, hasta Hankar, a la casita de chocolate donde vivía Françoise …
Por eso, porque llegamos a amar tanto a Bruselas y a la leve introversión de sus gentes, porque nuestra retina y nuestros sentidos se posaron tanto y tanto en su paisaje urbano, en la añorada estación de metro que reventaron o en el hall de su aeropuerto dinamitado por el que tanto transitamos, a la carrera a veces, para no perder nuestro vuelo de Iberia, Sabena o Virgin … he sentido de modo insoportable en las sienes, en la sangre, en la boca, en el corazón, el desgarro de los cuerpos destrozados por la dinamita y la metralla, la sensación de asfixia por el humo que lo oculta todo, los gritos de auxilio y de terror, la omnipresencia de la muerte, absurda y cruel como todas las muertes contra la vida de inocentes.
Porque amamos tanto a Bruselas me atrevo a solicitar modestamente a quien corresponda que no se degraden ante la siniestra racionalidad del terrorismo, que no hagan lo que los asesinos pretenden al sembrar la muerte: 1) Seguir fomentando, por activa o pasiva, la islamofobia en el espacio europeo. El Islam y este terrorismo son antitéticos, 2) Adquirir patente de corso para tratar como a delincuentes a las masas de refugiados y asilados, con expresa violación de la legalidad y de la humanidad en las que dice basarse la Unión Europea.
Acelerar a toda costa la culminación histórica de la Unión Europea, es decir, culminar la Europa política y social de la ciudadanía, las libertades y la democracia, la Europa humanista y solidaria … es el único valladar seguro que tenemos los europeos frente a esta lacra del terrorismo y frente a nuestros viejos fantasmas totalitarios que buscan medrar a costa de él.
Ojalá.
Manuel Zaguirre, ExSecretario General de la USO. Militante PSC.
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