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No hay vuelta atrás

Fuentes: Quilombo

«No es una crisis, es una estafa«. Bueno, lo cierto es que estamos ante una crisis y también ante una estafa. Crisis porque nos encontramos en una encrucijada histórica, un momento de caos sistémico en el que, tras el fracaso del modelo de gobernanza neoliberal, «la competencia y los conflictos desbordan la capacidad reguladora de las estructuras existentes» (G. […]

«No es una crisis, es una estafa«.

Bueno, lo cierto es que estamos ante una crisis y también ante una estafa. Crisis porque nos encontramos en una encrucijada histórica, un momento de caos sistémico en el que, tras el fracaso del modelo de gobernanza neoliberal, «la competencia y los conflictos desbordan la capacidad reguladora de las estructuras existentes» (G. Arrighi). Esto sucede a escala mundial, pero con especial intensidad en el complejo y segmentado subsistema europeo. Estafa porque los intentos por contener el desorden, por aprovecharse del mismo o por institucionalizar nuevas relaciones productivas y de gobierno se hace extorsionando a los de abajo.

En España, Portugal, Italia o Grecia esto se traduce en una agudización de la depresión económica. Nada que no fuera previsible cuando dicha depresión se induce por medio de terapias de choque que buscan imponer saqueos que de otra manera no se hubieran aprobado. Lo que está sucediendo en España no es algo nuevo, insólito, aunque la situación sea más grave por el poder que mantienen las fuerzas conservadoras. Por limitarnos a la historia reciente, desde que México suspendió pagos en 1982 se han multiplicado las crisis de deuda, con mayor intensidad y frecuencia que en las décadas precedentes: 2,6 crisis bancarias por año (frente a 0,1/año en el período 1948-1972); 3,7 crisis monetarias por año (frente a 1,7/año en el citado período); 1,3 gobiernos que suspenden pagos por año (frente a 0,7). Las consecuencias de las políticas de ajuste que acompañaron las mismas son de sobra conocidas, así que no cabe sorpresa alguna. Lo novedoso -siempre en el marco de la historia reciente- es que estas dinámicas de deuda-ajuste-saqueo ya no se producen en América Latina, en Europa del Este o en África, sino en una zona que antes se beneficiaba de aquéllas: Europa occidental. Las relaciones de subordinación se reproducen en este caso dentro de un mismo marco político, el de la Unión Europea, desestabilizándolo.

Lo que comenzó a poner en marcha de manera gradual y titubeante el anterior gobierno del PSOE, y que con aún menos escrúpulos han intensificado los gobiernos (estatal y autonómicos) del PP (y CIU), son por tanto políticas deliberadas, a sabiendas de que provocarán sufrimiento y transferencias de riqueza a las elites empresariales europeas. Es cierto que existe una fuerte presión por parte de los grupos financieros británicos, franceses y sobre todo alemanes para evitar la desvalorización de sus activos y sacar aún más tajada y que el Banco Central Europeo o el gobierno alemán aplican con los Estados periféricos mucho palo y poca zanahoria para que aceleren los recortes, privaticen bienes públicos y reformen sus mercados laborales. Pero a ninguno de los partidos políticos «de gobierno» se les ocurre romper con esta lógica. Solo discuten con torpeza los plazos, las cifras de la refinanciación, posibles compensaciones con «políticas de crecimiento» (que identifican con grandes proyectos de infraestructuras) y ello porque ven peligrar su propia continuidad política.

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A estas alturas, pues, debería quedar claro para todos el futuro que nos ofrece el régimen político vigente, español y europeo: recortes en partidas de gasto público que afectan al bienestar de la población; desmantelamiento de servicios públicos o reconversión de los mismos en términos de relaciones de deuda (re-pago sanitario, créditos para el estudio, etc.); empobrecimiento generalizado por medio de una política intencionada de reducción salarial (devaluación interna); fiscalidad onerosa para los asalariados, precarios y desempleados empobrecidos; desvío de fondos públicos para mantener a flote instituciones financieras privadas o privatizadas; represión de la protesta mediante la penalización de conductas hasta ahora amparadas (relativamente) por los derechos de manifestación y asociación; estigmatización de determinados grupos sociales, etc. Más saqueo y más estafa.

Todas ellas son decisiones políticas, no necesidades impuestas por una escasez ficticia. Tampoco hay obediencia debida a Bruselas o a Berlín que exima de responsabilidad a nuestros gobernantes. Pero los mecanismos institucionales existentes no permiten articular ninguna alternativa democrática desde el Estado nacional. Menos aún con el «atado y bien atado» constitucional que consensuaron PSOE y PP en 2011, y las sucesivas reformas que limitan la representación política (ley electoral, ayuntamientos, próximo «voto exiliado» en Euskadi). La mayoría absoluta del PP, derivada de un importante apoyo social (declinante) pero sobre todo del hundimiento socialista, obliga a los grupos minoritarios contrarios al ajuste a hacer política más fuera que dentro del Congreso si no quieren caer en la irrelevancia. Aunque la nueva divisoria parlamentaria debe situarse entre los partidos que apoyan las políticas de ajuste que preconiza el memorando de rescate y los que las rechazan, la clave está en la calle. Los votos recibidos en unas elecciones bajo el chantaje de la crisis de ningún modo legitiman una acción de gobierno que viola los derechos del pueblo y que se apoya en la mentira y el fraude.  

No es el acceso al gobierno de un determinado partido lo que de por sí permitirá iniciar un proceso de cambio. La historia demuestra lo contrario, y aquí incluyo al ascenso electoral de una fuerza como Syriza en Grecia. Primero son las multitudes las que modifican la relación de fuerzas en la calle, porque son ellas las que producen riqueza, conocimiento, nuevas formas de pensar y de actuar. Esto es lo que luego puede permitir una derrota electoral de los partidos dominantes incluso aunque jueguen con las cartas marcadas. Quienes atacan el 15M desde fuera con una ferocidad que se ahorran para el propio sistema, sin esforzarse por avanzar las ideas propias al interior del mismo, no terminan de ver esto. Los movimientos incluyen movilizaciones sociales explícitas, más o menos organizadas, asambleas que pueden resultar tediosas, pero también -y esto es lo que los medios no reflejan- cambios de actitud implícitos, repertorios menos visibles de experimentación política, la gestación de narrativas diferentes, las diversas prácticas de éxodo. Ni siquiera basta un triunfo electoral, sobre todo si a la postre solo sirve para desarmar políticamente a los ciudadanos. El juego electoral debe contemplarse en todo caso como una táctica subordinada a estrategias más amplias.

Y a lo que estamos asistiendo en el estado español es a un proceso destituyente. Un acelerado proceso de deslegitimación política no ya del gobierno, sino del mismo poder constituido tras la transición. Especialmente para la generación que nació después de la misma. La mayoría absoluta del PP y el control que ejerce en la mayoría de gobiernos autonómicos, lejos de suponer una garantía de estabilidad, exacerba con su bloqueo autoritario la rebelión contra un mando que cada vez más personas consideran parasitario. Este es el principal temor de los inversores y organismos internacionales y la principal razón de las intervenciones «técnicas» que acompañan los llamados «rescates». La conclusión política es obvia. Si queremos cortocircuitar esta deriva hay que dejar de ver dicha deslegitimación como un peligro, y trabajar en serio sobre las oportunidades democráticas que se abren. Trabajar para lo imprevisible.

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No es una tarea sencilla. Sentimientos como la indiferencia, la resignación, el miedo, la culpa o el cinismo continúan dominando buena parte de la sociedad en el ámbito de lo político. El individualismo propietario promovido por la utopía neoliberal ha dejado su huella en nuestras subjetividades. Lo cual dificulta la formación de una alternativa democrática desde y para el común y explica en parte la facilidad que tienen las nuevas derechas para vender alternativas antidemocráticas. El discurso «contra los políticos«, o la falta de interés por la política, se alimentan de la crisis de representación, pero si no se basa en el procomún al final acaba contribuyendo al ataque contra lo público y finalmente contra la democracia.

Así, me encuentro con trabajadores de la salud pública que comprenden los recortes por los «abusos del sistema sanitario». Funcionarios de ayuntamiento que los justifican por despilfarros del pasado. Autónomos que sostienen que si la situación económica es mala es porque quienes tienen un empleo trabajan poco (siempre son los otros, por supuesto) y el resto hace lo posible por no trabajar. Hipotecados que responsabilizan a quienes se endeudaron para acceder a una vivienda sin tener la suficiente capacidad económica. Desempleados que echan pestes de otros desempleados. No falta tampoco quien añade que los inmigrantes reciben demasiadas ayudas. Entre mentiras groseras y muchas medias verdades, asumen un determinado relato de la «crisis», ese que confunde síntomas con causas y razones o se limita a repartir culpas. Y en el juego de los reproches, en el fondo sienten que algo les toca. ¿Cómo separar la paja del trigo, cuando siempre concibieron la vivienda, los partidos políticos, las relaciones sociales como inversiones?

No pueden dejar de verse a sí mismas como clase media, ese virtuoso término medio equidistante entre la ofensiva riqueza y la oprobiosa pobreza, pero que se aleja cada vez más de la primera mientras se acerca a la segunda. Han pasado su vida adulta en el marco del consenso social de la transición, mantienen sus empleos, llenan las terrazas y continúan pagando sus hipotecas y sus impuestos, una vez descontados los apaños correspondientes. Sorprende la naturalidad con la que asumen la «necesidad» de los recortes, la pérdida de poder adquisitivo, la degradación de los servicios públicos, el aumento de las tasas universitarias. Como si se tratara de una borrasca que esperan que pase en algún momento para volver a la normalidad.

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Pero no hay normalidad a la que volver cuando el estado de excepción se vuelve permanente. No hay vuelta atrás. A menos que consideremos normal y aceptable la trayectoria que ha dejado las consecuencias económicas, sociales y ecológicas que vemos hoy. Si no es así, no podemos limitarnos a reaccionar ante cada nuevo abuso; a implorar un menor sufrimiento, como hace la izquierda en Andalucía; a encontrarnos con los nuestros (los de nuestra clase, sindicato o gremio profesional) y únicamente cuando vemos como inminente una degradación de nuestro estatus social. No tiene sentido continuar pidiendo el restablecimiento de lo alterado a quien deja claro, una y otra vez, que actuarán por decreto sin escucharnos, sin consultarnos, sin obedecernos. De esta forma llevaremos las de perder y podemos volvernos nosotros mismos reaccionarios.

No hay vuelta atrás. Ni hacia una partitocracia cuyo déficit democrático ya era evidente antes de la crisis económica ni tampoco hacia un Estado social en el que la cobertura de los riesgos que uno afronta a lo largo de la vida está condicionada a un empleo asalariado que es cada vez más escaso y precario. Y que el capital no duda en desmantelar en cuanto baja la tasa de beneficio. Estos riesgos deben poder ser cubiertos colectivamente, pero de manera universal e incondicional. Y el trabajo debe dejar de identificarse con el empleo. No hay vuelta atrás, pero hacia adelante el juego está abierto.

Será mejor que exijamos y construyamos juntos un nuevo marco político, una economía diferente que no se base en la ficción del crecimiento ilimitado. Este es el debate que creo debe promoverse. Por eso lo más saludable, creativo e innovador que podemos ver hoy en la política española es la programática que proponen los movimientos y la comunicación inclusiva que despliegan. Es bueno que nos encontremos con los demás, con nuestros iguales aunque no sean nuestros semejantes, como hicieron en Madrid mineros, funcionarios, parados y precarios, para entender que lo que la propaganda gubernamental llama «privilegios» son en realidad las condiciones materiales necesarias de una democracia real: en particular, la necesidad de disponer de un ingreso suficiente y estable que cubra las necesidades vitales. La manera más justa de evitar que estas condiciones materiales sean el privilegio de unos pocos consiste en extenderlas a todos.

Suele citarse a la familia como la institución que, junto con la economía informal, amortigua en España la descomposición de lo público y el incremento del paro. Al margen de las relaciones jerárquicas y patriarcales que todavía perviven en ella, de la familia me interesa destacar que es un ámbito donde la mayoría de las personas encuentran natural actuar con criterios no de mercado sino de cooperación, de donación, de cuidados y de afectos. Algo parecido sucede con las amistades más cercanas. Cuando la cooperación trasciende estos círculos estrechos se convierte en la principal fuente de innovación, antes de que esta sea valorizada y captada por el capital. Saquemos las conclusiones lógicas de ello, tanto económicas como políticas, antes de que sea demasiado tarde. No es el dinero el que hace la sociedad.

Fuente: http://www.javierortiz.net/voz/samuel/no-hay-vuelta-atras