El pasado día 7 de julio (San Fermín) se estrenó en la Filmoteca Española un bonito documental de José Manuel Martín y Fidel Cordero titulado La mala muerte (2005), en el cual «tomando como epicentro las recientes exhumaciones de los asesinados del año 1936 en la retaguardia franquista, se reflexiona acerca de los motivos, las […]
El pasado día 7 de julio (San Fermín) se estrenó en la Filmoteca Española un bonito documental de José Manuel Martín y Fidel Cordero titulado La mala muerte (2005), en el cual «tomando como epicentro las recientes exhumaciones de los asesinados del año 1936 en la retaguardia franquista, se reflexiona acerca de los motivos, las consecuencias, el silencio y los residuos actuales que han envuelto estos hechos que parecen tan lejanos» -según la breve reseña facilitada en el programa-. Se trata, en efecto, de personas que fueron asesinadas o ejecutadas sumariamente y enterradas en fosas comunes cavadas en cunetas, en cuevas o junto a las tapias de los cementerios; lugares donde se encuentran decenas o cientos de cadáveres que suman luego miles y decenas de miles a medida que se multiplican por la geografía de lo que fueron aquellas zonas -Castilla la Vieja, Andalucía, Galicia, Extremadura, etc.- que cayeron desde el primer momento en poder de los sublevados y en las que prácticamente no hubo enfrentamientos armados pero sí un número todavía indeterminado de represaliados que alcanza -según la mayoría de las estimaciones- los cientos de miles.
El caso es que estos «hechos que parecen tan lejanos» lo son -son «hechos»- gracias a que se han llevado a cabo efectivamente -por iniciativas como las de la Asociación para la Recuperación de la Memoria que no han contando prácticamente con ninguna ayuda oficial- las exhumaciones de esas decenas y esos cientos de cadáveres enterrados en esas fosas comunes y se los ha encontrado allí: allí mismo donde los habitantes de los pueblos en cuestión decían que tenían que estar porque alguien se lo había contado, o porque ellos mismos los habían visto enterrar o los habían enterrado, sin que nadie hubiese ido después -hasta ayer- a buscarles con un pico y una pala para darles un entierro digno.
Todo eso antes eran historias que contaban las abuelas, como aquella de un soldado o de un general que por haberse levantado contra el poder legítimamente establecido fue condenado a quedarse tirado en el campo y sin sepultura entre los residuos de la batalla, al contrario que su hermano que habiendo permanecido fiel fue enterrado bajo un monumento en el cementerio del pueblo, y de la hermana de ambos, que se negó a cumplir el mandato del cacique y enterró el cuerpo y al final resultó que la acabaron enterrando a ella misma como castigo -y viva además-. En fin, una verdadera tragedia. Pues bien, el caso es que todo eso que sólo eran historias ahora son hechos. La hermana en cuestión resulta que se llamaba Justa o Eugenia o Antígona (o alguno de esos nombres que tienen las señoras de los pueblos) y según cuenta a la cámara no le quería enterrar porque fuese de los unos o porque fuese de los otros, y le hubiera enterrado igual aunque hubiese sido de los que permanecieron fieles si hubiesen ganado los sublevados, porque la cosa no va de eso. Le quería enterrar porque era el que estaba sin enterrar, y no se le podía dejar ahí tirado de mala manera como si fuera un perro. Aunque el enterrarle como dios (o los dioses) mandan no le fuese a devolver la vida le devolvía, de alguna manera, la humanidad.
En efecto, de alguna manera, al enterrarlos dignamente los «residuos» se convierten, al menos, en «restos» -que no es lo mismo-, porque los restos se pueden conservar mientras que los residuos se tiran ahí en una cuneta o en un muladar (como los que había antes a las afueras de los pueblos) y al final los hacen desaparecer las bestias en el campo. Todo lo más se sospecha después dónde puede quedar algún residuo porque alguien dice o repite que alguien vio u oyó que allí -o un poco más acá, o más allá (o aquí mismo donde estamos pisando)- es donde los echaron. Pero luego siempre hay quien dice que no fue allí, o que no fue así o que en realidad el otro hermano se fugó al extranjero con el cepillo de la iglesia. Entonces, para que se los pueda conservar, tienen que venir los arqueólogos -como los que componen en su mayoría, junto con médicos y forenses, los equipos de la Asociación para la Recuperación de la Memoria- a ver si, con suerte, se pueden encontrar todavía algunos «residuos» que convertir en «restos», por ejemplo en «restos arqueológicos» que puedan pasar a ocupar su lugar en los museos o en los libros -donde se los usa luego para certificar estas o aquellas historias relativas a la presencia de los Tartesios en Seviñánigo con ocasión de un cumpleaños o bien que César cruzó, efectivamente, el Rubicón (como lo demuestra la composición de un trozo de bocadillo extraviado, o el dibujo de la correa de una sandalia, o cualesquiera otros residuos o «pruebas»)-, o bien para convertirlos en «restos mortales» a los que se puede dar digna sepultura, enterrándose a menudo con ellos también otro tipo de «residuos» que dejan también las batallas, que son menos visibles y palpables y sin embargo se hacen mucho más presentes: «los motivos, las consecuencias, el silencio». En esta ocasión el «epicentro» de todo este drama histórico son, en efecto, esas «recientes exhumaciones» llevadas a cabo en las afueras de un pueblo cercano a Aranda de Duero, unas exhumaciones que fueron recogidas de una manera bastante superficial en los medios -de una manera casi tan superficial como lo fueron aquellas muertes en la Historia (o en los libros con que se la enseñaba y se la enseña)-. Sin embargo un «epicentro» es un punto situado en la parte más exterior o sobre la superficie de una figura o de un cuerpo -«epi-«- y, a la vez, en la más interior -el «centro»- de otra figura o de otro cuerpo -como los epicentros de los terremotos que tienen lugar sobre la superficie terrestre-. Aunque esos trabajos no provocaron ninguna conmoción mediática comparable a aquella a la que solemos asistir con ocasión de -sin ir más lejos- el chupinazo, lo que sí hicieron -y nos muestra el documental (que hace para ello bastante más que poner allí una cámara)- es remover la tierra que se había echado sobre unos acontecimientos que ocuparon un lugar completamente central en las vidas de las personas que los cuentan allí en primera persona y en voz alta -como corresponde a un buen documental- y que son además los padres y madres y abuelas y abuelos de hijas, hijos y nietos a los que Dios se los ha conservado y que somos precisamente nosotros, que hemos oído ya tantas veces esas historias que nos hemos llegado casi a creer que nunca habían ocurrido de hecho. Bueno, pues el caso es que sí, y que aunque alguien se quede igual de muerto lo hayan matado con tomate o lo hayan matado con bacalao el caso es que no es lo mismo una cosa que la otra, y no es igual quedarse con la sospecha de que «aquí hubo tomate», que demostrar con pruebas que lo que hubo fue unas personas que iban por ahí matando a la gente de mala manera -y que además se quedaron luego «cortando el bacalao»-.