I
Cada vez que estalla una crisis la izquierda se frota las manos. Es el momento de la crisis al capitalismo, de su ineficacia e injusticia social. Es también el momento en que la derecha más ilustrada reconoce alguno de los fallos del sistema y hace propósito de enmienda. En la crisis de 2008, hubo un “momento Minsky”. Por un instante, se recordó el análisis del economista post-keynesiano sobre el papel del sistema financiero en la generación de la crisis. Ahora tenemos un cierto “momento antiglobalización” y un cierto momento de “reforzar el sector público”. Corremos el peligro que de nuevo se trate de esto, de un momento coyuntural sin efectos a largo plazo. Básicamente porque los sectores sociales que asociamos como capitalistas tienen más recursos, están mejor organizados y tienen propuestas tan simples que son más sencillas de promover y de poner en marcha a corto plazo.
La crisis actual tiene características diferentes. En la de 2008, el desencadenante fue el crash financiero y el derrumbe de la burbuja inmobiliaria. Ambos estaban unidos, porque la segunda estaba originada por la expansión de la deuda generada por el sistema financiero. En la de 2020, el origen está en la decisión de muchos gobiernos de parar la actividad para evitar un desastre sanitario, que a su vez hubiera generado procesos sociales peligrosos para la estabilidad social. El anterior era claramente el resultado de una dinámica interna de la economía capitalista. El actual puede, al menos en primera instancia, adjudicarse a causas externas: el virus y las decisiones políticas. Y facilita la demanda empresarial de reiniciar la actividad para evitar la crisis social. Algo que puede resultar creíble socialmente en una sociedad donde la mayoría de la población depende de un empleo mercantil (asalariado la mayoría, autónomo en otros casos).
Tengo dudas de que la crítica abstracta al capitalismo, a la que se han abonado bastantes intelectuales de izquierdas, sea lo más útil que se puede hacer. Y ello por varias razones. En primer lugar, porque el capitalismo no es un sujeto al que pueda adjudicarse intencionalidad, coherencia y estrategia. Un sistema social es una cosa más compleja. Hay instituciones reguladoras, individuos o grupos organizados que persiguen sus propios intereses, hay dinámicas de interacción, etc. Y, por ello, cualquier crítica debe centrarse en discutir cuáles de estos elementos concretos son los causantes de problemas y qué reglas de juego, instituciones, etc., se deben cambiar. En segundo lugar, porque los problemas civilizatorios actuales tienen una magnitud y una lógica que supera a la estricta dinámica capitalista en sentido estricto. El capitalismo, como forma de organizar la actividad económica, se ha asentado porque ha conseguido alcanzar un elevado grado de hegemonía cultural apoyándose en el cambio tecnológico y el consumo de masas (real en las sociedades capitalistas desarrolladas, y como ideal a perseguir en el resto). Esto presupone que muchas de las respuestas sociales que no podemos atribuir a la voluntad de lucro acaban convirtiéndose en acciones que consolidan una determinada dinámica social. Por ejemplo, el turismo de masas, uno de los mecanismos de extensión de la globalización, conecta con aspiraciones humanas que sólo un dogmático puede considerar capitalistas. O la organización del trabajo científico, que transcurre en parte en ámbitos no capitalistas pero que, al mismo tiempo, acaba propiciando una visión de las capacidades inmensas de la especie humana y una aceptación de la competencia individualista que resultan funcionales a la estructura social dominante.
Una parte del drama de la experiencia soviética está relacionado con que se trataba de un proyecto alternativo que, al mismo tiempo, compartía objetivos y valores con el modelo social que trataba de combatir (aunque su fracaso no se explica solo por eso), algo que se evidencia, por ejemplo, en su enfoque de las cuestiones ecológicas. Culpar al capitalismo (sin más) simplifica el análisis y las propuestas. Entender que se trata de algo más que un modelo económico lo complica, pero al mismo tiempo puede permitir que construyamos líneas de acción más sólidas. Y, en tercer lugar, porque suena a frivolidad o impotencia decir que el capitalismo es nefasto y no proponer alternativas. La vieja izquierda tenía una respuesta rudimentaria, pero creíble en su momento: propiedad pública y planificación central. La izquierda actual, sin embargo, ha sido perezosa tanto en analizar los fallos del modelo soviético como en tratar de elaborar una nueva propuesta. Hoy tenemos ideas sueltas, algunas muy interesantes, algunas experiencias. Pero una confrontación de verdad con el capitalismo actual requiere tener algunas ideas básicas de qué hacer si, por alguna casualidad, un partido anticapitalista obtuviera la mayoría absoluta en unas elecciones y tuviera gran libertad de acción. Como además venimos de un mundo globalizado, de dependencias e interrelaciones intensas, en cualquier proyecto serio hay que tener alguna idea de cómo moverse en la esfera global. Es fácil acusar a Syriza de rendición ante las presiones de la troika, pero posiblemente su peor pecado fue la ausencia de una buena reflexión acerca de qué tipo de estrategia debía seguir para hacer frente a condicionantes ineludibles.
Introduzco esta reflexión porque me parece ineludible exigir a todos los que justamente critican el capitalismo que realicen un esfuerzo y cooperen en elaborar propuestas alternativas que tengan en cuenta tanto aspectos teóricos como las complejidades de aplicar en el mundo concreto en el que vivimos. Y esto es urgente porque tenemos ante nosotros una crisis colosal, la amenaza de numerosas y variadas tensiones y la necesidad que de la misma no volvamos a salir como en 2010: con unas políticas de austeridad que no han hecho más que agrandar las desigualdades, reforzar el expolio ambiental y generar respuestas sociales en clave xenófoba y reaccionaria.
II
Parece claro que en los próximos meses se va a incrementar el gasto público y el déficit. Combinación de dinámicas automáticas y decisiones políticas conscientes. El aumento del paro, por ejemplo, dispara el gasto en pensiones de desempleo. Y la caída de la actividad económica reduce los ingresos públicos. Estas son respuestas inexorables. El resto vendrá de las respuestas que dé el Gobierno a las demandas de ayuda y a sus propios planes de reconstrucción. Y demandas y propuestas no faltarán, porque el efecto del parón ha sido tan generalizado que todos los sectores pueden argüir, con más o menos legitimidad, que han sido perjudicados por el Covid-19.
Este escenario plantea dos cuestiones. La primera es cuál va a ser el efecto a medio plazo de una política de endeudamiento y gasto público. El grado de crecimiento del gasto puede hacer más o menos intenso el coste de la recesión. Hasta el momento, el nivel de movilización de recursos públicos ha sido, con todo, limitado, y sin una intervención más intensa y una persistencia en el gasto podemos esperar una recesión profunda. Ya sabemos lo que esto significa. Y, ahora, muchos sectores sociales se enfrentan a esta recesión enormemente debilitados por la experiencia de la devaluación salarial, el empleo precario, los problemas de la vivienda, el deterioro de servicios públicos, etc.
La segunda cuestión es la de la deuda, de cómo se va a gestionar y hasta qué nivel se va a tolerar. En ambos terrenos, el caso español está condicionado por la política europea. Y, de momento, la cosa no pinta bien. El bloque austericida sigue intransigente; en su posicionamiento radical se mezclan dogmatismo liberal, miedo al descontrol, racismo y limitaciones derivadas de los procesos electorales locales. No me cuesta entenderlo, soy catalán y me puedo imaginar qué harían las élites económicas catalanas si el país fuera independiente y tuviera una posición económica como la holandesa (lo de ser un paraíso fiscal también ha figurado algunas veces en la agenda económica de la derecha local). Y, en este sentido, donde digo Catalunya también podría decir Comunidad de Madrid. O la situación es tan grave que les obligue a cambiar o la amenaza de una nueva política de ajuste va a estar presente en todo momento.
En todos los escenarios plausibles, las cosas pueden ser muy difíciles, tanto dentro del marco del Euro como de la Unión Europea, pues nos veremos tanto amenazados como forzados a aplicar nuevas políticas de ajuste. También el escenario de una eventual salida o ruptura de la UE, donde serían los acreedores privados y las instituciones globales, tipo FMI, los que presionarían para un tipo de ajuste. Ante esto, cualquier estrategia sensata debe trabajar en dos frentes: el de buscar un cambio en las políticas globales, generando alianzas con fuerzas de otros países (partiendo de que pueden haber aliados potenciales en todos los países) y defendiendo propuestas alternativas ―como de hecho ya se está planteando con el tema de los coronabonos o la financiación directa por parte del Banco Central Europeo―. Si el BCE ya ha aplicado políticas heterodoxas para salvar al sistema financiero, no es imposible un cambio en otras cuestiones. Y, dado que partimos de una correlación de fuerzas internacional tan desfavorable, hay que plantear también alguna idea de plan alternativo que no conduzca a una repetición del ajuste de 2010.
En concreto, hay que recordar que la vieja política de ajuste nos ha conducido al punto de partida económica, y además es la principal causante de los problemas que ha experimentado el sistema sanitario y de cuidado de ancianos. Y de otros que ya están empezando a asomar en el plano del empleo, la investigación científica y la educación. Y exigir que las políticas de ayudas estén bien dirigidas. En los próximos días vamos a asistir a una oleada de demandas de ayuda por parte de casi todos los sectores económicos. Ningún gobierno seguramente podría hacer frente a las sumas que se van a plantear, entre otras cosas porque las empresas tienden a confundir pérdidas con lucro cesante (y exigen que se les compense lo que han dejado de ganar). Y, también, porque cuando hay expectativas de que se van a repartir ayudas todo el mundo se apunta a la cola.
Hay que exigir, en primer lugar, que el dinero llegue prioritariamente a quien tiene necesidades básicas y menos recursos (no sólo en términos de garantía de rentas a la población, también de ayudas al tejido empresarial). Que las inversiones tengan una perspectiva estratégica. Y que no se den ayudas a las empresas sin imponerles obligaciones que se puedan evaluar. Si en la crisis de 2008 hubiéramos hecho esta demanda, quizá podríamos haber obtenido que una parte sustancial del parque de vivienda pasara a manos públicas. Y, por tanto, hay que concretar una propuesta de inversiones estratégicas, algunas tan obvias como el gasto en sanidad o inversiones medioambientales y en actividades que ayuden a transformar la estructura de producción y consumo, así como a mantener el tejido de actividades que permiten una vida comunitaria aceptable. Hay que ser incluso selectivos en las propuestas de nacionalizar empresas en pérdidas. Nacionalizar tiene sentido si ello permite tomar el control estratégico de una actividad y generar un efecto público positivo. Pero no tiene ningún sentido para financiar empresas ruinosas y salvar a sus accionistas. Un repaso a la historia económica de España es altamente instructivo (la sanidad pública catalana no sólo ha padecido por los recortes, también por el masivo desvío de recursos en planes de salvamento de proyectos fracasados como el Hospital General de Catalunya o la Aliança). Urgen propuestas claras, pues de lo contrario volveremos a ver que el grueso de las ayudas acaba en manos de los grupos empresariales de siempre: el automóvil, las grandes constructoras, ahora seguramente también las aerolíneas, y la industria turística. Y ello provocaría un refuerzo de las desigualdades, así como seguir encadenados a un sistema productivo ecológicamente insostenible y generador de problemas económicos recurrentes.
En segundo lugar, hay que plantear un debate sobre política de rentas que vaya en sentido inverso del tradicional, o sea que sean las rentas salariales las que se ajusten. Una de las cuestiones que ha puesto en evidencia la crisis sanitaria son los bajos sueldos y las malas condiciones de trabajo de muchas de las personas que realizan actividades esenciales para garantizar el bienestar colectivo. Se trata de un debate con varias vertientes. De un lado, la de una reforma fiscal que dote de músculo al sector público y sirva para reducir la enorme concentración de la riqueza: un impuesto del patrimonio, un diseño progresista de los impuestos ambientales (por ejemplo estableciendo cuotas progresivas según niveles de consumo), la igualación del tratamiento de las rentas del trabajo y el capital en el IRPF, una revisión del impuesto inmobiliario, y el vaciado de todas las medidas que permiten rebajas sustanciales en el Impuesto de Sociedades, por situar cuestiones clave. La otra vertiente es la relacionada con reformas que atenten a las numerosas rentas parasitarias que tanto peso tienen en el capitalismo actual. Cuando estos días oímos las quejas de muchas pequeñas empresas y autónomos, uno de los temas recurrentes es el de los gastos fijos, los que deben pagar con independencia de su nivel de actividad. Puesto que los costes laborales se han ajustado vía despidos, ERTEs y bonificaciones sociales, el grueso de estos gastos fijos se encuentra en alquileres, intereses bancarios o amortizaciones de capital. En su mayor, parte obligaciones contraídas con el núcleo del capitalismo especulativo. En un momento como el actual, lo más sensato sería que ese sector especulativo cargue con parte del ajuste, lo que puede hacerse por vías como un control de precios y condiciones contractuales, así como a través de una renegociación colectiva del tipo que plantea el Sindicato de Arrendatarios. En otros casos, se podría abordar mediante una regulación que desmonte los oligopolios privados que dominan sectores estratégicos y que parasitan al sector público. Y, por último, sería recomendable una política de rentas orientadas a garantizar la subsistencia de la población. Una política que debe considerar tanto las prestaciones públicas como la estructura salarial y la negociación colectiva.
En tercer lugar, hay que plantear una política de reorientación de la estructura económica dirigida hacia una mayor diversificación de actividades, para eludir la perversa tendencia de la economía española a concentrarse en una actividad que cuando se desploma tiene un enorme impacto de arrastre (como ocurrió en 2008 con la construcción, y tiene todos los números de repetirse ahora con el turismo). Que siente las bases de una reestructuración productiva y social en perspectiva ecológica.
Nos urge una estrategia de respuesta, porque las medidas van a plantearse pronto. Urgen propuestas concretas, para tratar de sortear la situación lo mejor posible y empezar a reorientar la actividad económica. Para ello no sirven los eslóganes abstractos, del tipo que “la crisis la paguen los ricos” o “hay que acabar con el virus del capitalismo” por más bien intencionados y justos que puedan parecernos. Hace falta enfrentar las propuestas de los ricos con propuestas que reconozcan la gravedad de la situación, apelen a las necesidades básicas y ayuden a transformar la sociedad. Un buen punto de partida es recordar lo mal que funcionaron las recetas neoliberales, su responsabilidad en la crisis actual y la necesidad de no recaer. Partimos de una experiencia contrastada. Pero debemos completarlo con unas cuantas demandas claras que vayan en la dirección de garantizar derechos básicos, reducir desigualdades y reorientarnos hacia una economía sostenible. No podemos dejar que el shock nos vuelva a paralizar.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-190/notas/no-repetir-2008