C.G. Jung, uno de los maestros fundadores del discurso psicoanalítico junto con S. Freud, se refiere en sus obras a los grandes sueños que pueden visitar a las personas. En ellos emergen los arquetipos ancestrales, cargados de mensajes que pueden cambiar el estado de conciencia y hasta el destino de las personas. Yo tuve uno […]
C.G. Jung, uno de los maestros fundadores del discurso psicoanalítico junto con S. Freud, se refiere en sus obras a los grandes sueños que pueden visitar a las personas. En ellos emergen los arquetipos ancestrales, cargados de mensajes que pueden cambiar el estado de conciencia y hasta el destino de las personas.
Yo tuve uno de esos grandes sueños el día 23 de octubre, a eso de las cuatro de la madrugada, en plena crisis de una artrosis que me dejó preso en casa. La noche, de repente, se volvió día. Era la noche sin armas, la noche de la paz perpetua. En el contexto del referendum que hemos celebrado en Brasil sobre la prohibición de la comercialización de las armas, vale la pena contar ese sueño.
Soñé que estaba en China, reminiscencia de un viaje que hice con un grupo de teólogos brasileños y canadienses en los años 80. En el sueño vi que de una ladera descendía una multitud de chinos. En China todo es multitudinario. Nuestro pequeño grupo se atemorizó. «Vienen a matarnos». Pero a medida en que se acercaban, se escuchaban voces cada vez más fuertes: «ahora es la paz, ahora es la paz perpetua». Pensé: «es un truco para matarnos a todos». Pero, al contrario, cuando se aproximaban, nos rodeaban, danzando, abrazándonos efusivamente y llenándonos de obsequios. Algunos se tumbaban tranquilos sobre la hierba, y nos invitaban a hacer lo mismo, para estar juntos un rato a gusto.
Comenzamos a tomar confianza y también nosotros proclamamos: «ahora es la paz, la paz perpetua». Sin embargo, un sentimiento de extrañeza me invadió. No conseguía acostumbrarme a la idea de la paz perpetua ni sabía cómo me debía comportar. La realidad era demasiado grande, una mezcla de alegría y de temor. De repente pensé: «ahora vendrán las bombas atómicas chinas y nos liquidarán». Pero el temor pronto desapareció, cuando alguien encendió la televisión, y allí no se veían ya violencias ni tonterías, sino un mismo mensaje en todos los canales: «ahora es la paz». De repente un chino se levantó y dijo: «necesito pagar mis cuentas». Pero enseguida se acordó: «ahora, con la paz perpetua, nadie necesita pagar nada a nadie, porque todos tendrán todo lo que precisan».
De golpe, vi una rueda de personas sujetando a alguien que parecía desmayado. Enseguida me di cuenta de que se trataba del Presidente de EEUU. De la ladera descendían, graves y solemnes, las autoridades chinas. Entraron en una sala junto con el Presidente estadounidense, ya repuesto.
Poco después, se abrieron las puertas y los jefes de las dos naciones proclamaron: «Llegó el tiempo de la paz perpetua, de la paz eterna». En ese momento escuché al Presidente estadounidense replicar: «Tendremos paz, pero eso sólo vale por dos semanas». Quedé profundamente irritado, y pensé: «El capitalismo desaparece con la paz. Necesita de la guerra para existir». Pero la certeza de la paz era tan fuerte que todos se sentían a gusto y no paraban de sonreir y de abrazarse.
Era la primera noche de la era de Dios. Noche serenísima e iluminada, realización del sueño más ancestral de la humanidad.
En eso, me desperté, lleno de la gracia divina. Sólo los dolores de las rodillas me recordaban la diferencia entre el sueño y la realidad. Pero en el sentimiento, el sueño era inconmensurablemente más real que la realidad. Fue entonces cuando me acordé de los versos místicos de Sãn Juan de la Cruz: «Oh noche más amable que la alborada. Oh noche que juntaste al Amado con la amada, amada ya en Amado transformada».