Hoy día quizás el nombre de Norberto Ceresole resulte desconocido para la mayoría de las personas que ni siquiera conocen su obra, pero este sociólogo militar y analista geopolítico fue uno de los grandes teorizadores de la revolución bolivariana de Venezuela.
Norberto Ceresole conoció a Hugo Chávez mucho antes de ser presidente, en sus primeros viajes a Venezuela en 1995. En ese entonces, el exiliado argentino intentó asesorar a Chávez y convencerlo de la necesidad de una revolución que estuviera basada sobre una geopolítica continentalista y un caudillismo postdemocrático que se convertiría en un futuro faro de libertad para América Latina. Ceresole buscaba aplicar su modelo revolucionario según el cual el ejército, el caudillo y el pueblo formarían una triada capaz de entrelazarse en un destino común, cuyo objetivo sería la soberanía, la independencia tecnológico-militar y la creación de un frente multipolar, aliada a otras naciones del Tercer Mundo, especialmente en el Medio Oriente y cercana al nacionalismo árabe. El joven comandante Hugo Chávez, todavía fuertemente influido por el Movimiento Bolivariano Revolucionario-200, prestó poca atención al profesor argentino, que luego sería amenazado para que abandonara Venezuela, según él, por la DISIP bajo la supervisión del MOSSAD.
De todas las críticas realizadas por el ya fallecido sociólogo, quizás una de ellas continúa siendo decisiva para entender la decadencia del proceso venezolano: para Ceresole, existían en realidad dos corrientes contrapuestas al interior de la revolución bolivariana venezolana que terminarían produciendo un conflicto interno en cualquier momento: » hoy, la revolución bolivariana se debate entre dos opciones excluyentes: la social-globalista y la nacional-continentalista o bolivariana, propiamente dicha. Al igual que otras tantas veces en la historia del mundo, revolución y contrarrevolución coexisten, provisoriamente, dentro de un mismo proceso político» (1). Así, formulaba la hipótesis de una guerra civil dentro del chavismo que terminaría partiendo a la mitad la revolución y conduciría poco a poco al país al caos y a la ingobernabilidad. La primera corriente, como el mismo señala, se trataría de la socialdemocracia o los social-globalistas, un conjunto variopinto de corrientes políticas representantes de la enfermedad infantil del izquierdismo: «La contrarrevolución no es solamente la Oligarquía Globalizante, sino también sus socios de la izquierda (armada o civilizada, bolchevique o socialdemócrata, castrista o simplemente progresista, todos hijos de una misma teología y de un mismo padre Mesiánico), que buscan infiltrarse en el proceso revolucionario nacional, auténticamente endógeno, para pervertirlo y anularlo»(2). Esta izquierda global, postmoderna, socialdemócrata y fabiana, cuya cabeza político-ideológica seria la London School of Economics y el Deep State británico, estaría compuesta por toda clase de oportunistas y dobles agentes: desde el expresidente Juan Manuel Santos de Colombia hasta el Luis Rodríguez Zapatero en España, e incluyendo a otros intelectuales alter-globalistas y demócratas sionistas como Jimmy Carter y Noam Chomsky, o países e instituciones religiosas como Noruega y el Vaticano.
Frente a este izquierdismo infantil, existiría el proceso revolucionario nacional populista del bolivarianismo: proyecto geopolítico, militar y revolucionario que buscaría crear una Gran Patria americana, basada sobre los ejércitos nacionales, impulsada por un gran caudillo y sostenida por un pueblo heroico movilizado por una ideología de lucha adaptada al siglo XXI. Norberto Ceresole no dejaba de advertir que los nuevos movimientos revolucionarios de nuestro continente no podían seguir fiándose de toda la chatarra ideológica producida en el Primer Mundo, diseñada para sostener el dominio colonial y envenenar el espíritu de nuestra juventud. El bolivarianismo «no pertenece ni puede pertenecer a ninguna de las familias ideológicas que hoy integran los sistemas sinárquicos globales hegemónicos: sean éstos logias de derechos humanos, indigenistas profesionales, fascistas nostálgicos orgánicos a los servicios de inteligencia occidentales, marxistas-leninistas con sed de venganza, socialdemócratas de mercado o sionistas defensores de la política de exterminación del Estado (cada vez más judío) de Israel» (3). En cambio, la modernización de las fuerzas armadas, sus alianzas políticas y comerciales, deberían girar alrededor de los Estados alejados del orden internacional como Siria, Irán, Rusia y China, intentando con ello ampliar las bases necesarias para un sostenimiento a largo plazo del proceso revolucionario continental. En lugar de ello, la revolución bolivariana ha intentado buscar un equilibrio entre ambas corrientes, la nacional-continental y la social-globalista. Este doble juego diplomático, que Nicolás Maduro y su gabinete han intentado usar a su favor hasta ahora, parece ser una bomba de relojería que podría estallar en cualquier momento, precipitando a Venezuela a un caos sistemático o una guerra civil.
Vistas en retrospectiva, las palabras de Norberto Ceresole parecen proféticas: señalar esta fractura ideológica y política que está causado el hundimiento de todos los «movimientos progresistas» en nuestro continente, sobre todo fr aquellos que se hacen llamar de izquierda y pretendían, falsamente, desafiar el Nuevo Orden Mundial. No resulta para nada superfluo semejante afirmación y demuestra un problema grave del cual la izquierda política continental es incapaz de zafarse. Ni el PT de Lula o el Movimiento de Revolución Ciudadana de Rafael Correa han representado un verdadero desafío al sistema internacional (siendo este último acosado por las fuerzas que supuestamente defendía como los indígenas, ecologistas, izquierdistas y progresistas de todos lo plumajes que ahora han regresado al redil del mundialismo). Sus gobiernos, en cambio, se han desplomado en escándalos de corrupción, ineficacia administrativa, falta de soberanía financiera, desorientación política o guerra sistemática contra sus propias bases populares. Peor aún, han terminado por empantanarse en toda clase de pequeñas disputas locales y crisis terminarles, llegando a un punto insostenible, tanto político y económico, como es el caso de Venezuela.
Hoy día, tal y como temía Norberto Ceresole, la revolución bolivariana parece caminando hacia su propio suicidio. Víctima de sus propias fuerzas disgregadoras, el aparato económico venezolano se hunde en una crisis irremediable:
«La magnitud de la crisis venezolana no tiene parangón en América. Yo la comparo con lo que vivió Polonia durante la ocupación nazi (1939-43), cuando perdió 40 por ciento del PIB, bajo bombardeos y genocidio. Venezuela perdió 50 por ciento. El PIB per capita cayó 60 por ciento en los últimos años. Ni Guatemala ni El Salvador, con guerras civiles, cayeron a ese extremo; esto es realmente pavoroso. Hubo una destrucción inenarrable de capital y fuerzas productivas, no hay producción, la productividad se ha venido al piso, la importación también ha caído mucho y hay miles de empresas que han cerrado, un 70 por ciento de ellas. Las que se mantienen en actividad trabajan al 10 o 15 por ciento de su capacidad. Las estatales también han cerrado masivamente, la tercera siderúrgica más grande de América trabaja al 10 o 5 por ciento de su capacidad. La extracción de petróleo cayó entre 60 y 65 por ciento. PDVSA, que era una de las principales petroleras de la región, no puede pagar los sueldos y depende de los préstamos que salen de un dinero inorgánico, capital ficticio. En términos de Marx, la población obrera sobrante venezolana, maquillada por el petróleo, explotó, porque ese maquillaje ya no existe. A pesar de los enormes subsidios, como el regalo de la gasolina, el gas, la electricidad, el agua, sus ingresos no permiten a la gente comprar más que el 10 por ciento de lo que necesita para comer. Hay desnutrición, pero para el gobierno no hay desempleo, no se publican cifras desde 2015. Tampoco hay datos del PIB, ni de la inflación. Se dice que en el sector formal hay un 6 por ciento de desempleo, probablemente porque nadie quiere trabajar en el sector formal. Muchos trabajan por su cuenta o se han ido del país, unos tres o cuatro millones, fácilmente, el 12 o el 13 por ciento de la población, equivalente a 20 o 25 por ciento de la población económicamente activa (unos 16 millones). No hay desempleo porque el salario es extremadamente bajo» (4).
También esto sucede con su nefasto intento extremista de destruir el tejido orgánico de la organización política hispánica, el municipio (asociado por los ideólogos del chavismo al colonialismo, a la democracia representativa y a las estructuras capitalistas), con la intención de reemplazarlo con la comuna, nueva forma de socialismo autogestionario que sería el siguiente estadio evolutivo de una sociedad más justa e igualitaria, en la cual desaparecerían, como por arte de magia, todos los problemas anteriores:
«La Comuna es una expresión concreta del poder popular a través del autogobierno comunal, la administración y gestión de competencias y servicios e, incluso, de la organización económica-productiva. El autogobierno comunal es la democracia directa. A través de las asambleas de ciudadanos, las comunidades que lo integran ejercen el autogobierno y asumen la planificación, coordinación y ejecución del gobierno comunal. El poder de decisión, antes representado en el burocratismo de las gobernaciones y alcaldías, es trasferido a la comunidad. Las direcciones y decisiones colectivas se convierten así en una verdadera descentralización» (5).
Es decir, llevar a cabo una auto-demolición programada del Estado nacional y soberano, para reemplazarlo con las mil y un voluntades independientes de grupos desunidos y tribales que carecerían de algún principio de unidad, o como lo llamaría Ceresole: » la delirante versión postmoderna, elaborada por el marxismo, y no sólo por el marxismo soviético, de la raza obrera, poseedora de todas las virtudes humanas y de ninguno de sus defectos». En definitiva, la democratización del poder venezolano, tal y como es formulada por los ideólogos oficiales del movimiento bolivariano acabarían por arrojar a la sociedad a un desorden sin caos incontrolable, no muy diferente a cualquier Estado fallido donde múltiples grupos luchan por el poder: «Democratizar el poder tiene hoy un significado claro y unívoco en Venezuela: quiere decir ‘licuar’ el poder, quiere decir «gasificar» el poder, quiere decir anular el poder…», en lugar de la relación simbiótica entre el caudillo y la masa, donde el pueblo de Venezuela generó un caudillo. El núcleo del poder actual es precisamente esa relación establecida entre líder y masa. Esta naturaleza única y diferencial del proceso venezolano no puede ser ni tergiversada ni mal interpretada. Se trata de un pueblo que le dio una orden a un jefe, a un caudillo, a un líder militar» (6). Como se puede ver hasta aquí, las advertencias que hizo Norberto Ceresole han sido pasadas por alto y sus peores temores se han cumplido al pie de la letra.
Como sea, el creciente hostigamiento económico e internacional a Venezuela, sumado al continúo desgaste político del chavismo y a las contradicciones internas producidas por la «Nueva Clase» social ascendida por la revolución (causante de un grave problema de corrupción), hacen que el mismo proyecto revolucionario de un paso decisivo que hasta ahora han querido postergar, pero que cada vez se hace más inevitable. Para Norberto Ceresole ello implicaba adoptar un nuevo enfoque continentalista que hasta ahora ha brillado por su extrema ausencia. Sin embargo, en nuestra opinión semejante salida resultaría insuficiente ante una creciente polarización que se está produciendo a nivel mundial. Para ello, nuestra alternativa pasa por una reconfiguración de las fuerzas combativas alrededor de un populismo integral, cuya misión será en primer lugar vencer la resistencia producida por las fuerzas liberales y social-globalistas enquistadas en cada nación. Esta lucha deberá ser el primer paso para la constitución de una futura resistencia al sistema mundial postmoderno.
Notas:
1. Norberto Ceresole, «Caracas, Buenos Aires, Jerusalén. Ejercito + Caudillo + Pueblo», en https://
2. Ibíd.
3. Ibíd.
4. Entrevista al economista marxista Manuel Sutherland: «Estoy en contra de una invasión militar, pero no puedo aplaudir al Gobierno de Maduro», en https://www.rebelion.org/
5. Víctor Álvarez R., Del Estado burocrático al Estado comunal, ob. Cit., pp. 154-155.
6. Norberto Ceresole, «Caracas, Buenos Aires, Jerusalén. Ejercito + Caudillo + Pueblo», en https://
* Juan Gabriel Caro Rivera es estudiante de Historia, Magister en Historia, Miembro de la Asociación de Estudios el Arco y la Clava.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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