Hace unas semanas ha saltado una perspectiva inquietante. Los mercados financieros están dispuestos a provocar la salida del euro de Grecia, primero, de España, después, y con ella, la misma caída del euro, pues caerían, a continuación, como piezas de dominó, Portugal, Irlanda, Italia y los países del Este.
Tras las maniobras para desacreditar y acabar con el euro hay dos intereses coincidentes, el de los mercados especulativos y el de las élites y gobiernos de EE UU y Reino Unido, que, ante la extrema debilidad de sus monedas han emitido ingentes sumas para salvar los bancos quebrados.
Con la quiebra del Euro, un competidor molesto, harían fluir el dinero global hacia sus economías, cubriendo, así, su déficit. Déficit y deuda pública serían causa de la posición de los mercados. Pero España tenía superávit y su deuda pública está por debajo de la media. El 2009 cerró con un déficit del 11,4%, mucho mayor que el 3,3 de Alemania, pero pior debajo del 12,5% del Reino Unido.
El problema real, para España, es la deuda privada, que ha generado el déficit exterior, consecuencia de la burbuja inmobiliaria y de las facilidades de crédito. Esa montaña de deudas es producto de una política que primaba los privilegios de la especulación por sobre el derecho a la vivienda. La falsa impresión de riqueza, derivada del precio de la vivienda, fue causa del «crecimiento» y superávit fiscal, que, a la hora de la verdad, sirven de bien poco.
Estas circunstancias, de las que nos cansamos de avisar, pasan ahora factura. La salida del euro no es opción, pues habría que pagar deudas en euros con una moneda devaluada, y dejar de pagar tampoco, salvo que la cosa se ponga muy mal, pues es necesario contar con la comunidad internacional, empezando porque no se puede prescindir de la importación de muchas cosas. ¿Recordamos ahora a Rato y Solbes y sus «círculos virtuosos»?, ¿a Zapatero y su «champions league»?, a Aznar y sus bravatas impartiendo lecciones de economía… ¡en Alemania!, que nos estaba ayudando a través de la CEE. Por supuesto, Alemania tenía obligaciones, por sus ventajas en un mercado abierto, pero ¡qué esperpento! En fin estos han sido nuestros representantes que, junto a una patronal y a una élite plutocrática lamentables, nos han abocado a la actual situación de paro y sufrimiento para la ciudadanía.
Aquí y en todas partes, las élites plutocráticas (financieros, en primer lugar, máximos ejecutivos de los oligopolios y ricos) y su estrecha colaboración con los políticos que financian y encumbran han delineado las políticas económicas. El dinero derrochado antes de la crisis y el destinado a rescatar las finanzas ha ido a sus bolsillos, este a costa de la deuda pública que pagaremos entre todos.
¿Qué políticas convienen a corto plazo? Naturalmente, las que solucionen los problemas actuales, y pongan las bases para solucionar los futuros, o, al menos conocidamente, no generen nuevos problemas o agraven los existentes. A nivel internacional, hay que revertir las actuales políticas suicidas, que fomentan «mercados» especulativos, con mecanismos enormemente rentables y riesgos tremendos.
Los sectores más rentables, ya se sabe, crecen a costa de los demás. Se debe, pues, introducir un impuesto sobre transacciones financieras (Tasa Tobin), suprimir los paraísos fiscales y la especulación, lo que generaría grandes recursos a disposición de la ciudadanía global, y crear espacios globales donde esta pueda, a través de una democracia real, controlar y distribuir esta riqueza. Hay que acabar con las deslocalizaciones y la carrera hacia el abismo mediante la competencia entre instituciones de ordenamientos jurídicos distintos.
Estas son las políticas que gustan a las élites pues desplazan la renta y la riqueza a su favor y empobrecen a la gran mayoría. Se precisa, pues, un comercio y una gobernabilidad globales que garanticen respeto al medio ambiente y a los derechos de los trabajadores, limiten las diferencias de renta y reduzcan la pobreza, lo que asegura una demanda internacional fiable.
En el ámbito interno obviamente hay que sustituir la demanda privada, desfallecida, por demanda pública. Naturalmente los ingresos deben proceder de impuestos directos y progresivos, con efecto redistribuidor. Hay que atender a la crisis ecológica, y producir en proximidad, e introducir un cambio en la red de distribución, especialmente de productos agrarios, sustituyendo los oligopolios transnacionales por cooperativas que asocien productores y consumidores, fomentar la soberanía alimentaria y la producción ecológica. Y, por supuesto, repartir el trabajo y reducir el consumo excesivo. Debe promoverse el control ciudadano del sector financiero, e invertir en transporte, sanidad y educación públicos.
En cuanto a nuevos sectores, la clave son las «industrias» culturales, en formatos tradicionales y en contenidos para las tecnologías de información y comunicación, que, suponen, además, «desmaterializar» la producción. A largo plazo, no queda otra que sustituir un régimen, basado en el poder del dinero y la feudalidad de los oligopolios globales, que provoca desastres y sufrimientos. Naturalmente las bases de un nuevo régimen son la gobernabilidad global a través de la democracia participativa, donde la representación sea por tiempo y tarea determinados y los representantes, una vez acabada, vuelvan a su trabajo habitual, así se asegura la transparencia y el principio de libre experimentación que permita a los pueblos y ciudadanos buscar modos de organización acordes con la armonía natural y el buen vivir.