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Hondarribia Blues Festival

Nos roban hasta el Blues

Fuentes: Vocesenlucha

«Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse» Gabriel Celaya   Verano de un año complejo para nosotros: regreso después dos años de trabajo de campo en Latinoamérica, vuelta al lugar de origen sin […]

«Maldigo la poesía concebida como un lujo

cultural por los neutrales

que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.

Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse»

Gabriel Celaya

 

Verano de un año complejo para nosotros: regreso después dos años de trabajo de campo en Latinoamérica, vuelta al lugar de origen sin ser los mismos, meses de trabajo intenso, bla bla bla. A la espera de una semana de reuniones en Euskadi, decidimos subir un par de días antes al festival de blues que todos los años se celebra en Hondarribia: el Hondarribia Blues Festival. Un festival no masificado, de entrada gratuita, que despliega sus actuaciones en las bellísimas calles norteñas y donde se puede degustar una parrillada o una paella popular a un precio asequible junto al puerto mientras se disfruta de algunas de las mejores bandas de blues del momento. Un fin de semana para descansar, recordar viejos tiempos y desconectar de todo, incluso de política. Algo imposible, como veremos.

Llegamos al camping del Faro de Higuer, que solía acogernos unos años atrás, instalamos nuestra tienda de campaña frente a un bellísimo acantilado y pensamos: ¿quién cambia un hotel de lujo por esta cama de césped frente al Cantábrico?

Bajamos al pueblo, damos un paseo y entramos en la carpa donde se celebran los conciertos. Nos hacemos con el programa y tomamos asiento mientras escuchamos a los primeros grupos de la noche. El plan de desconexión política marcha bien hasta que ojeando el programa nos encontramos con tremenda sorpresa: entre el elenco de grupos de este año hay una invitada de honor: Annika Chambers. Leemos su breve biografía y estas palabras nos desconciertan: «fue durante dos de sus turnos de servicio en el ejército de Estados Unidos cuando Chambers se dio cuenta del regalo que tenía. «Uno de mis coroneles me escuchó cantar y me dijo: ¿Por qué no cantas el himno para una de nuestras ceremonias?» A partir de ahí, Chambers se convirtió en parte de una banda de gira haciendo rondas a través de Kosovo e Irak, dando la bienvenida y elevando la moral de las tropas». Lo que nos sorprende ya no es tanto el hecho de que esta voz negra porte en su currículum el haber cantado para las tropas del ejército invasor del único imperio global de la historia, causante de millones de muertos, gran parte de ellos civiles, sino que quienes hayan elaborado el programa del festival consideren necesario informarnos del hecho. Nos preguntamos entonces quién gobierna en este pueblo. Lo político nos invade sin remedio.

Hondarribia es un pueblito de la costa noreste de Guipúzcoa pegado al País Vasco francés de apenas 17 mil habitantes. De una belleza especial, en el pasado fue un lugar de enorme actividad pesquera, su principal actividad económica en aquel tiempo. En la actualidad sigue manteniendo el puerto pesquero, pero esta actividad, en crisis, ha disminuido su importancia, siendo hoy un lugar eminentemente turístico y residencial, lo cual se deja ver en su morfología. Desde 2015, Txomin Sagarzazu, del PNV, ocupa la alcaldía de Hondarribia. Este partido dirige la política municipal desde 1995. El Partido Nacionalista Vasco, alrededor del cual se agrupa históricamente gran parte de la burguesía nacional de Euskadi, un partido de derechas más parecido a la derecha europea que a la española, pero burgués al fin y al cabo. No hay más que revisar su pasado antirrevolucionario, su ambivalencia durante la guerra civil a pesar de situarse del lado republicano y sus posteriores pactos con el franquismo. El caso es que descubrimos que nuestro querido alcalde, Txomin, ha sido citado en el Juzgado de Instrucción nº 2 de Irún (Guipuzkoa) en calidad de Investigado, nuevo eufemismo de lo que conocemos como Imputado, por un presunto Delito de Prevaricación Administrativa. Corrupción, hablando claro. Ahí lo dejamos.

Paseando por las calles de Hondarribia, por el precioso Barrio de la Marina o el casco viejo, sorprende la tipología de personas que mayoritariamente pasea y consume en las muchas terrazas de bares y restaurantes del pueblo. Uno de los grandes problemas del turismo es que desvirtúa los lugares convirtiéndolos en una suerte de «no lugares» [2] despersonalizados y uniformadores, motivo por el cual precisamente hoy se alza la voz contra un tipo de turismo destructor que banaliza las identidades. No es difícil adivinar que la Hondarribia que hoy conocemos no tiene nada que ver con la Hondarribia de hace 50 años. Aunque ya desde el pasado fue lugar de retiro de la alta burguesía vasca.

Viendo pues la `categoría social´ de los transeúntes del lugar, pensamos que en Euskal Herria tampoco van ganando los buenos, y nos asalta la primera de las preguntas complicadas: ¿cuándo un pueblo se convierte realmente en un pueblo? Es decir, ¿cuándo la gente se convierte en pueblo? ¿Basta con la aglomeración en espacio y tiempo de intereses individuales para ser pueblo? ¿Es Hondarribia un pueblo? Por suerte Hondarribia es algo más que lo que uno ve en una visita de fin de semana.

En los últimos tiempos, el Alarde, acto central de las fiestas populares de Hondarribia, una procesión cívico-religiosa que renueva el voto a la Virgen de Guadalupe en agradecimiento a la victoria contra la invasión francesa en 1638, ha sido objeto de una lamentable polémica con motivo del logro de la inclusión de mujeres en un desfile hasta hace poco únicamente masculino. Precisamente después de un Alarde de hace 41 años, la Guardia Civil asesinó a tiros a Josu Zabala, un joven delineante de Irún. Hacía apenas un año que había muerto Franco y masivas manifestaciones pedían libertad y democracia. Josu, después del Alarde, acudió un 8 de septiembre a una de esas manifestaciones en Hondarribia. Cuando la marcha pasaba por el barrio de La Marina, la Guardia Civil comenzó a disparar y Josu fue abatido a tiros. El gobierno de Hondarribia dimitió en pleno y la alcaldesa, Mercedes Iridoi, pasó la noche junto a la familia del joven. Este asesinato generó enormes protestas en la época, y desde entonces, cada 8 de septiembre, en medio de sus fiestas, el pueblo de Hondarribia homenajea a Josu Zabala.

Esto de las fiestas, las vírgenes y lo popular despertó recientemente otra fuerte polémica por la concesión de la medalla de oro a la Virgen del Rosario por parte del Alcalde de Cádiz, Kichi, de Podemos. Sectores de izquierdas criticaron este hecho por considerarlo un atentado contra la laicidad que se supone a todo organismo público. Desde la alcaldía se defendieron argumentando que se hizo «por el apoyo ciudadano que tiene esta propuesta, con 6.000 firmas, nada que ver con el supuesto componente religioso».

Pero volvamos al blues. Resulta imposible disociar la historia del blues de la historia del pueblo negro y afroamericano. El blues nace de la garganta golpeada de un pueblo. Nace de raíz africana en tierra ultrajada. Nace en Estados Unidos entre campos de algodón y tabaco bajo espaldas dobladas, maltratadas, latigadas. Nace amarrado por argollas, encadenado de pies y manos durante extenuantes jornadas de trabajo. Nace siendo grito, escape, dolor y llanto. El blues es esclavitud y es resistencia. Es lamento y canto de libertad. Es llanto y es horizonte, lágrima y mañana. El primer instrumento del blues es la voz. El segundo las cadenas. Sus primeras letras son un grito contra la opresión. Música parida del alma de un pueblo oprimido económica y socialmente. Imposible no apreciarlo cuando uno siente una voz como la de Willie Walker, a quien escuchamos conmovidos. Incluso a la misma Annika Chambers. La tremenda contradicción que supone que esa milagrosa voz se preste a colaborar con semejante empresa imperial no es algo nuevo. Los nacientes sellos discográficos de principios del siglo XX en EEUU ojearon a cantantes y guitarristas en los propios campos de trabajo, se los llevaron a la ciudad y les ofrecieron todo tipo de lujos y vicios mientras las cuentas del banco de las discográficas crecían como la espuma. Robert Johnson, Muddy Waters, Little Walter, Jimmy Rogers, Buddy Guy, Howlin’ Wolf, Chuck Berry, Bo Diddley, o Ray Charles son sólo algunos de esos dioses de la música. Muchos de ellos, como es lógico, no acabaron demasiado bien.

El blues se expresa en lengua inglesa porque inglés era la lengua del imperio británico, que se hizo con el pastel colonizador en el norte de América, a donde fueron desplazadas y esclavizadas más de 15 millones de vidas arrancadas de África, que queda desangrada y descompuesta. Las mejores gargantas del blues han cantado en inglés. Y lo que se mama, se tiende a reproducir también en otras latitudes. Pero cuánto celebramos que haya grupos que mantienen la más auténtica esencia del blues cantando en otras lenguas, como lo hacen Belceblues o Star Blues, con sus letras en euskera, a quienes escuchamos desde nuestras sillas blancas marcadas con el sello de Coca Cola a la espalda. Los que se pretenden dueños de los espacios y las cosas las marcan con su sello como ayer se marcaba a fuego el cuerpo negro de los esclavos.

La contradicción que hace que lo popular, lo que suele llamarse cultura popular -como si existiera otra-, se exprese mediante un elemento utilizado como arma colonizadora, una lengua en este caso, no es más que la contradicción a la cual están abocados prácticamente todos los pueblos históricamente oprimidos. Entender cualquier lengua como una expresión que nace del mismo pueblo y no de aquellos que hacen de ella un yugo colonizador puede ser un modo de sobrellevar la contradicción que resulta del ataque a la propia identidad mediante la imposición de otro paradigma cultural. En el mejor de los casos, el elemento cultural invasor no eclipsa por completo al propio, caso en el cual se conserva la lengua originaria, como los muchos pueblos indígenas en el continente americano.

La realidad del día a día no opera bajo parámetros racionales. La expresión, desarrollo y sincretismo de los elementos culturales cuando se encuentran entre sí es algo que, aun bajo condiciones de opresión, ocurre de manera espontánea, casi natural. El pueblo, en su contradicción, en su sobrevivencia, resignación o resistencia, se apropia sabiamente de las otras formas culturales, las incorpora, las transmuta, las funde y las hace suyas. Las convierte en otra cosa. Así ocurrió en las muchas culturas americanas, que mientras se amoldaban a las prácticas evangelizadoras del catolicismo, seguían practicando sus ritos sagrados a escondidas, conservando así su más preciado secreto, su identidad. Así nunca olvidaron quiénes eran. Encima de cada huaca (lugares sagrados) los españoles pusieron cruces. Los indígenas frente a las cruces, seguían rezándole a sus huacas. Con el tiempo esto se expresó en un sincretismo cultural y religioso de gran riqueza. Hoy emerge lo indígena y lo católico pierde peso. Los más esencialistas dirán que esa cultura primigenia ha quedado contaminada. Por suerte la realidad no sabe de esencialismos eurocentristas de escritorio. Lo cultural es cambio permanente, expresión viva de los pueblos, nunca materia inerte objeto de museo.

Y el blues es un buen ejemplo de ello. El origen del blues «estuvo marcado por los cantos propios de las comunidades y tribus del África Occidental que fueron llevadas a Estados Unidos para trabajar como esclavas en los campos de cultivo, sobre todo de algodón y tabaco, en los primeros años del siglo XVII» [3] . Esos cantos africanos, muy marcados por la cosmovisión y la religiosidad de aquellas tribus, funden su espiritualidad con la religión cristiana que se les impone. De este sincretismo, nace la rumba y el son en Cuba, la samba en Brasil, el merengue en Dominicana, la cumbia en Colombia o el blues en Estados Unidos.

En una ocasión alguien dijo que el blues es música negra hecha para negros mientras que el jazz es música negra hecha para blancos. Aunque los oídos de quien escucha y es capaz de emocionarse con la belleza no sabe de colores, lo cierto es que ‘lo blanco’, entendido como elemento colonizador, hoy de signo capitalista, al cabo de los años ha ido absorbiendo el blues, como todo lo que toca, despojándolo de su aspecto más cultural, de su origen y su elemento político y emancipatorio para convertirlo en otro objeto de consumo. En ese sentido, lo que nace como llanto, grito y resistencia del pueblo negro, se convierte en espacio de privilegio de consumo blanco.

El blues nace en el campo y se exporta a lo urbano. Allí, del blues surge el soul, el rock and roll, el folk, el heavy, el punk, el pop, el reggae y hasta el hip hop y otros géneros musicales, que nacen por influencia blanca aunque también popular, por supuesto, y se convierten en nuevos instrumentos comunicativos portadores de contenidos.

En ese transmutar de las sociedades, y por ende de sus expresiones culturales, nacen estas músicas. Aparentemente rebeldes, en la mayoría de los casos terminan siendo funcionales, pues no pasan de una rebeldía estética. El sistema las absorbe convirtiendo la tribu urbana en un espacio de autoconsumo que produce sujetos apolíticos que con el tiempo ni siquiera conservan la tribu, tornándose moda individual. El amor romántico empapa las letras musicales sustituyendo el grito de dolor emancipatorio y libertador. Si bien son muchos los que siguen utilizando estas expresiones musicales para gritar contra la injusticia, con el tiempo, como la sociedad, la música también se va despolitizando. Se extrae de su elemento, de su origen, queda secuestrada por la sociedad postmoderna. ¿Por qué un elemento de expresión como la música, que nace del corazón del pueblo, deja de hablar de sus problemas y anhelos como sociedad y la temática omnipresente de sus letras pasa a ser el amor romántico patriarcal? ¿Se debe acaso a un proceso natural?

Hay momentos históricos en los cuales la música cobra un papel importante como arma reivindicativa ligada, por ejemplo, al movimiento hippie de los 60, con las famosas protestas contra la guerra de Vietnam, en las cuales lo hippie quizá fuera la parte más visible, pero el fenómeno involucraba a muchos más actores sociales, activistas que fueron quienes realmente impulsaron las luchas desde organizaciones a favor de los derechos civiles: estudiantes, obreros, profesores, religiosos, madres de soldados, abogados, antiguos militares, periodistas, afroamericanos, …

En épocas de represión violenta surgen letras musicales que, aparentemente descafeinadas, esconden veladamente toda una crítica al poder establecido. Pasó así en el franquismo español, donde los artistas tenían que ingeniárselas para sortear la criba de tozudos censores.

Hay ejemplos de músicos que se convirtieron en iconos de la música protesta como Bob Dylan, que con el tiempo tuvieron una lamentable evolución. En el Estado español tenemos el ejemplo de Ana Belén, Víctor Manuel o Joaquín Sabina, que de tan rojos que eran se volvieron azules. No fue así el caso de John Lennon, quien después de su etapa de los Beatles, tan musicalmente excepcionales como ñoños, radicalizó su discurso en su etapa en solitario (precisamente desde su unión sentimental con Yoko Ono, a quien misóginamente se culpa de la separación de los Beatles), llenando de contenido social y reivindicativo sus letras. Recordemos la famosa canción «Working class hero» (héroe de la clase obrera). Desconocemos cuál habría sido su evolución sencillamente porque lo mataron.

Quizás podamos identificar un momento simbólico en el cual lo musical fue definitivamente secuestrado y despojado de su esencia como vehículo transmisor del palpitar social y político. Se lo debemos al grupo The Who. Fue en el famoso festival de Woodstock, cuando Peter Townshend, líder del grupo, bajó a guitarrazos del escenario a un activista que subió improvisadamente para hablar de la detención injusta de John Sinclair, gritando: «¡Lárgate, fuera de mi jodido escenario!». Síntoma y preludio de los nuevos tiempos, la política efectivamente fue expulsada de los escenarios.

Quizás este hecho simbólico anunció algo más: la muerte de la política en Occidente. Cuando se convirtió definitivamente en distinguida profesión de señores con corbata que atan sus intereses y negocian con las grandes financieras las campañas en las cuales bombardean a la población de promesas que luego nunca cumplen. Cuando la política se bajó de los escenarios, de las canchas de fútbol, del teatro, del cine, de los templos y hasta de la sopa, fue muy fácil expulsarla de las escuelas, de los hospitales, de las fábricas y de los centros de trabajo. Como el blues, la política fue secuestrada. Clasificando «cada cosa en su lugar» nos quitaron lo más importante: el cuerpo que articula la vida social como horizonte de dignidad. Se compartimenta en articulaciones flotantes que vagan por el espacio incierto de la posmodernidad, donde el blues, el fútbol y la sopa son objetos despojados de su esencia cultural y política al servicio de un sistema perverso que todo lo corrompe.

«Cada cosa en su lugar», solemos escuchar. «La política es política, el blues es blues y el fútbol es fútbol». Pero ¿Es cierto que en este circo capitalista los espacios llamados culturales hoy despolitizados están ajenos a toda inclinación ideológica? ¿Son espacios desprovistos de un interés económico? Podría parecerlo.

Regresemos al festival de blues de Hondarribia. Sentados en el muelle junto al mar, a una distancia prudencial de la carpa, nuestros ojos se detienen en grandes anuncios publicitarios que se interponen entre nosotros y el escenario. Además de los patrocinadores públicos, como TVE2 o la Diputación Foral de Guipúzcoa, encontramos otros, los que precisamente invaden nuestra visión: Calsberg, Mercedes Benz, Coca Cola, El Diario Vasco o Euskaltel se anuncian erguidos y omnipresentes. ¿Acaso alentar la sociedad de consumo no es una suerte de incitación ideológica? ¿Acaso no es ese precisamente el alimento que nutre el estómago bulímico de la ideología dominante?

Todo son preguntas. Por eso seguimos preguntando: ¿es casualidad que sean tantos los músicos que han muerto en plena juventud? La respuesta sencilla suele ser eso de la mala vida que rodea a los artistas: «sexo, drogas y rock and roll». Pero todo es siempre más complejo. ¿No será que después de adentrarse en ese grito salvaje de la garganta originaria, de viajar a ese espacio donde todo es llanto, no se pueda ya permanecer inerte ante el dolor del mundo, y, preso de sus contradicciones, de su vida glamurosa insustancial, acaben por la vía rápida lo que de otra forma supondría un ejercicio de transformación excepcional? Vaya usted a saber.

Lo que nadie puede negar es que esta sociedad, donde lo político ha sido secuestrado por una panda de mafiosos que en lugar de hacer política juegan a `ser políticos´, genera muertos en vida, vidas enterradas, enfermos mentales y mentes enfermas a un ritmo insostenible.

El blues, el soul, el rock, el pop, y los muchos festivales hoy tan de moda, como el fútbol o la religión, así concebidos, son una terapia colectiva que, al igual que la medicina occidental, sólo palía los síntomas de una sociedad enferma de sí misma, sin atajar la raíz.

Seguimos sentados en el muelle del barrio de La Marina en Hondarribia, a cierta distancia del escenario, junto a grupos de chavales que conversan ajenos a la belleza del blues, la mayoría hijos de empresarios con su velero correspondiente amarrado en el puerto. Protegidos por la banda sonora de una garganta negra y blusera, parida desde el dolor profundo de un pueblo, pensamos que una pregunta que debemos hacernos como sociedad apunta precisamente al corazón de lo político: ¿Qué es la política? Concebir la política como un espacio alejado del día a día, de todos los ámbitos de la sociedad, no es más que perpetuar el secuestro de la política. Lo político apela necesariamente al «espíritu de servicio» [4] hacia el bien colectivo y comunitario. Lo político, entendido desde su elemento, es inseparable de lo ético, de la búsqueda universal del bien común desde un proyecto colectivo. Eso hoy sigue secuestrado.

La otra de las preguntas sociales clave apela a lo cultural: ¿Qué es la cultura? Solemos llamar cultura a una suerte de manifestación elevada de producción artística o intelectual. Eso como mucho sería una manifestación cultural entre tantas, a veces ni eso. Por supuesto que el arte es cultura, pero quizás lo sea más la artesanía, que suele ser descatalogada del rincón de las artes por las altas esferas. Afirma el antropólogo Manuel Delgado que «el espectáculo de la cultura» se ha convertido en «un sacramento y una mercancía». La cultura tiene que ver con el repertorio de expresiones, comportamientos y manifestaciones de una sociedad, desde la gastronomía hasta la música pasando por la religión, el trabajo, las fiestas, el modo de construir nuestras casas o hasta el cómo nos vestimos. La forma en que el sujeto social expresa todas esas facetas de la vida de un pueblo, que es una construcción social, colectiva, y que difiere de unos pueblos a otros, es la cultura.

¿Cuál es y debe ser la relación entre lo político y lo cultural? Si entendemos ambos términos desde su elemento, toda. Si nos ceñimos a la actual pérdida de valores colectivos, sociales, culturales y políticos, la relación es poca y de muy mala salud, pues se encuentra regida por lo mercantil.

En estos tiempos de imperialismo global, lo cultural se convierte también en espacio de disputa y en arma invasiva, motivo por el cual se difuminan las diferencias bajo un halo homogeneizador que acaba con las formas de expresión de los pueblos, con su cultura. Esto lo han comprendido los pueblos indígenas en América Latina, que en este instante luchan con su vida para proteger y recuperar sus identidades y sus espacios simbólicos y territoriales en contra del uniformismo globalizador imperante.

No lo ha entendido tan bien una parte de la izquierda, que declina si quiera dar la batalla por ese espacio, abandonándolo como espacio de disputa y cediéndoselo por completo a la maquinaria de la derecha, que hoy estudia a Gramsci en sus centros de pensamiento. Esto lo vemos en espacios como el fútbol o la religión. Respecto al fútbol, recomendamos la lectura del libro de Ángel Cappa y María Cappa, «También nos roban el fútbol». En cuanto a la religión, con el pasado de la iglesia en este país puede ser normal que desde una perspectiva crítica no sintamos cariño hacia ella. Pero el espacio religioso es mucho más que la institución jerárquica, patriarcal y colonizadora de la Iglesia. El espacio religioso tiene mucho que ver con el sentimiento popular, con las prácticas de los pueblos, con lo cultural, donde lo religioso y lo pagano se funden en una dualidad tan similar y compleja como la santísima trinidad. Construir hegemonía implica recuperar esos espacios e insertarse en esos espacios, llenarlos de contenido político emancipador. En América Latina, donde nos llevan siglos de ventaja, eso lo entendieron de maravilla. Por eso surgió allí la Teología de la Liberación, con sus Camilos, Cardenales y Romeros [5] . Desde esa perspectiva hay que interrogarse si es inteligente criticar la decisión del alcalde de Cádiz. Que la derecha comprenda y practique mejor que nosotros la teoría gramsciana es cuando menos preocupante.

Lo fundamental de lo cultural y lo identitario es que ejerza de pegamento comunitario de los anhelos populares, de elemento de cohesión que reivindique la soberanía y el derecho del pueblo a actuar, pensar y apropiarse de lo político desde todos los espacios de lo social.

Por suerte, lo político nunca desapareció por completo de los escenarios, se mantuvo como residuo incólume y testarudo en las voces de muchos cantautores, de grandes bluseros, de rockeros que siempre cantaron mirando lo que pasaba en las calles. En los últimos años, el rap ha preñado la música de una marea incontenida de palabras henchidas de contenido social y disidente. La política regresa al escenario de los muchos espacios sociales y culturales. Pero todavía queda mucho por hacer.

Afirma Joan Garcés: «los Estados, existen y perecen. Los pueblos con conciencia de tales permanecen» [6] . Conciencia de tales. Conciencia de pueblo. El blues nació de la reconstrucción de la conciencia del pueblo negro norteamericano. Esas conciencias negras, convertidas en esclavas, arrancadas de cuajo de la tierra que les daba vida, despojadas de su esencia, se vieron obligadas a reconstruirse, a encontrar otra nueva conciencia de pueblo, otra nueva identidad, la del pueblo afroamericano, en la que el factor de opresión a que fueron sometidos cobra una importancia fundamental. Por eso no debe olvidarse. Al menos para que, como ejemplo de la ignominia, no vuelva a repetirse. La pérdida de memoria es la garantía de la repetición de la infamia. Ocurre igual con la memoria cultural, con la conciencia de los pueblos. La pérdida de memoria cultural es la garantía de la muerte, del fallecimiento de un pueblo. El pueblo afroamericano construye una nueva identidad mediante elementos como el blues, expresión de esa identidad que incluye para siempre la identidad originaria africana. Queda contenida dentro de él. Y así garantiza su supervivencia.

Mirando la realidad desde un pequeño rincón del Estado español, nos preguntamos: ¿Cuál es nuestra conciencia de pueblo? ¿Acaso somos un pueblo o muchos pueblos? Pueblo andaluz, pueblo vasco, pueblo castellano, pueblo gallego, pueblo asturiano, pueblo catalán,… Pueblos. Un proyecto colectivo de Estado puede incluir a varios pueblos que hay que definir en lo político: nación, patria, estado federal, nación de naciones, estado plurinacional,… Conceptos que por sí solos no dicen nada. Sólo acompañados de un contenido simbólico, de un horizonte y un proyecto colectivo comienzan a susurrarnos su esencia. Conceptos cuyo contenido también suelen llenar otros. No obstante conceptos de un arduo debate sobre lo territorial que estamos obligados a afrontar.

La mayor tarea histórica de los pueblos es precisamente tomar conciencia de pueblo. Lo cultural, la expresión popular e identitaria de una sociedad, es la materia prima de esa toma de conciencia. Y no vale cualquier cosa. Tomar conciencia de pueblo implica y apela obligatoriamente a lo ético y a lo político. Mirar de igual a igual a otros pueblos, tender la mano a otros pueblos, alejarnos de todo chovinismo, de todo elitismo, de toda exclusión. Procurar el bien colectivo y comunitario de los sujetos que dan vida a un pueblo, a un proyecto nacional o supranacional. Para ello, resignificar los espacios populares de manera que no reproduzcan a la interna comportamientos y actitudes que alienten aquello contra lo que luchamos, es una tarea urgente. Llenarlos de contenido ético y político, una obligación histórica.

El sistema de consumo alentado por el capitalismo depredador nos disputa estos espacios, los secuestra, los enajena, los despoja de sí mismos para llenarlos de vacío, para robarles sus valores comunitarios, para arrancarlos de su elemento. Porque lo comunitario es la antítesis del capitalismo. Porque la solidaridad es la antítesis del capitalismo. Porque la hermandad entre sujetos y entre pueblos es la antítesis del capitalismo. Porque el internacionalismo es la antítesis del capitalismo. Porque la construcción de dignidad popular es la antítesis del capitalismo. Por eso desprecian y desvirtúan lo popular. Por eso vacían y secuestran las expresiones populares. Por eso fomentan espacios televisivos, religiosos, musicales o recreativos que reproducen contenidos donde la mujer y el hombre son denigrados como sujetos, donde la realidad social es caricatura grotesca, donde lo político es banalizado, donde lo cultural es mercancía.

O devolvemos la política a los escenarios, a las canchas, a los templos y hasta a la sopa o nunca regresará a las escuelas, a los hospitales, a las fábricas y a los centros de trabajo. O devolvemos la política a todos los espacios de la sociedad o estamos abocados al tedio individual, la exclusión, el sálvese quien pueda, la atomización, la desesperación, la nada líquida, el secuestro o la muerte.

 

Notas

[1] Guiño al libro de Ángel Cappa y María Cappa «También nos roban el fútbol». Akal, 2017

[2] «Los no lugares», Marc Augé

[3] «Esclavitud, segregación racial y los orígenes del Blues», web `Musicopolis´

[4] Fals Borda, sociólogo colombiano

[5] En referencia al cura colombiano Camilo Torres, al padre nicaragüense Ernesto Cardenal y al arzobispo de San Salvador Óscar Romero

[6] «Soberanos e intervenidos», prólogo del autor

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