El 20 de noviembre se conmemoró el 32º aniversario de la muerte del dictador Francisco Franco. Que pedimos que dios mantenga en su gloria bien metido bajo todos los kilos de tierra que le corresponden y que por nada le sean ligeros. Como soy venezolano y por derecho puedo decir lo que se me dé […]
El 20 de noviembre se conmemoró el 32º aniversario de la muerte del dictador Francisco Franco. Que pedimos que dios mantenga en su gloria bien metido bajo todos los kilos de tierra que le corresponden y que por nada le sean ligeros.
Como soy venezolano y por derecho puedo decir lo que se me dé la gana del pueblo español a quien tan largamente dimos cobijo solidario después de recibirle en las hambrientas chalupas en las que llegaron hace años – las chalupas de antaño son las pateras de hoy- consternados y hambrientos del pan más grande: la libertad….
Las misas que prodigaron a este asesino. Los homenajes, la sabrosura de la hez embadurnada de remembranzas son para nosotros una vaga ráfaga de recuerdos que nos devuelven a la infancia aquella cuando en mi Grupo Escolar recibimos a los hijos de la España que se compraba entonces en Venezuela por seis pesetas.
Si alguien pretende meternos cabras aquí no lo conseguirá; vi a los «españoles» crecer junto a mí, reconozco su acento y sus giros al hablar, eran gente humilde cuyos padres, como lo dije antes, llegaron huyendo de todo lo que allá les espantaba: la pobreza unos, la represión política y cultural y otros, y por sobre todo aquellos, que estaban tras la esperanza de una vida diferente a la que les ofrecía el oscurantismo que reinaba en España.
En este lugar del mapamundi nos encontraron, por obra de las cartas de navegación de aquellos que llegaron 500 años atrás; la leyenda no se había aplacado en sus ensueños, y los «gallegos» siguieron entusiasmados… Les brindamos abrigo, respeto y amor, sobre todo a Ana Vidal, aquella hermosa niña que en mi escuela era todos los días el sol que se alzaba con su uniformito blanco, perfectamente planchado por la gracia de las manos de su madre y del espeso almidón.
Ahora que han crecido y que transcendieron el status crucial de conserjes, bodegueros, comerciantes de otro rango y naturalmente, pobres. Ahora cuando han cuadrado una nueva valoración para el color de su piel, tan distante a los negritos de más abajo, sus rostros engrosan las marchas del franquismo local. Muestran sus palmas blancas…
Cuénteme a mí que los vi, cariñosamente entusiasmado, por la manera como se hacían los mejores del salón y cuyas notas apuntaban hacia una inteligencia descollante. Fueron mis compañeros de clase.
Recientemente descubro que los dividendos del esfuerzo de sus padres los han colocado en el centro de eso que llaman Clase Media o más bien Mediana y que defienden con angustia lo que sus padres les prodigaron con tremendo trabajo. Pero olvidan su mediana condición de españoles de abajo, blancos de orilla que arrastraron hasta nosotros su sufrida condición de clase inferior que habría de ensuciar sus manos en los «oficios viles» de una conserjería, por ejemplo.
A mi que no me vengan con vainas, que los conozco y que en lo elaborado de esta prosa con la que les endilgo se, descubre que también hube de tener calificaciones buenas ¡y frecuentes! y que la pretendida superioridad cerebral es puro vericueto y que criaron a sus hijos en el clasismo de que «no somos negros», también.
Afectos a la monarquía, temblaron al sentirse superiores, y odiando a Chávez, comulgaron con la prensa de allá. Son venezolanos a toda mecha, pero desde niños los fines de semana de sus vidas transcurren en los linderos de algún club privado y la semana en el aislamiento de un colegio religiosos de los privados. Son por decirlo de algún modo, venezolanos, pero de otra hechura…
Sus hijos van a las marchas y declaran a los micrófonos en un acento que jamás se pareció mucho al nuestro. Dicen sandeces; sus padres les recogen de orgullosos en inmensos carros, para llevarlos a casa y piensan que se la están comiendo. Vemos que les une a España lo peorcito: la corona, el rey y sus rumbas con putas caras de la ribera peninsular mediterránea, que van de la mano de una retahíla de muertos que acompañan a la monarquía desde 1492, hasta la rabia de hoy.
Lamentablemente nuestros, profesan un gusto asaz por el PP – fallamos; no son los mejores de ellos los que nos acompañan; ya están por hacer valer sus derechos ante la Comunidad Europea para que les den su pasaporte – se van.
Es poco lo queda por decir: La España venezolana, la que llevamos en el corazón no tiene mucho que ver con unos coprófagos llamados Aznar y su rey.