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Notas, reflexiones, aforismos

Fuentes: Rebelión

Nota edición: Todo (o casi todo) tiene su fin. También la edición de materiales de o sobre la obra de Manuel Sacristán Luzón (1925-1985) en este 2010, a los 25 años de su fallecimiento. Este editor quiere agradecer a rebelión el buen hacer y la enorme generosidad con la que ha atendido la edición de […]

Nota edición: Todo (o casi todo) tiene su fin. También la edición de materiales de o sobre la obra de Manuel Sacristán Luzón (1925-1985) en este 2010, a los 25 años de su fallecimiento. Este editor quiere agradecer a rebelión el buen hacer y la enorme generosidad con la que ha atendido la edición de estos (y otros) materiales (Entre estos últimos, la pionera tesis doctoral de Miguel Manzanera, hasta ahora inédita fuera del ámbito académico).

Esta antología de cierre -provisional: nuevas amenazas se ciernen sobre la paciencia y cabezas de lectores y lectoras- es una selección, breve y parcial, de algunas notas, aforismos y reflexiones del traductor de Platón, Gramsci, Marx, Engels, Marcuse, Adorno, Lukács, Taton, Thompson, Benjamin y Quine. Una pequeña (y, con ello, injusta) muestra -el caudal, también en este caso, es enorme- que es también indicio, en mi opinión, de la relevancia de un ámbito, el de la política y sociología de las ciencias, amén del de la metodología de las ciencias sociales, que demanda (cortésmente) nuevas publicaciones de Sacristán con materiales inéditos.

Gracias a todas y a todos por la lectura. Sin atisbo para la duda, como acaso él mismo hubiera escrito, Sacristán hubiera fechado esta antología el 1º de Mayo; yo lo hago apenas entrado el solsticio de invierno, bastantes días después del recuerdo de la revolución de octubre y de aquella lucha imposible de los pueblos y ciudadanos ibéricos contra el fascismo (anti) español y europeo que, según todos los indicios, con cables, o incluso sin ellos, no parece que haya finalizado del todo.

 PS: «No se debe ser marxista (Marx); lo único que tiene interés es decidir si se mueve uno, o no, dentro de una tradición que intenta avanzar, por la cresta, entre el valle del deseo y el de la realidad, en busca de un mar en el que ambos confluyan». Esta anotación de Sacristán a un texto de transición de Lucio Colletti es mi nota favorita. Comentando un paso del primer libro de El Capital -Karl Marx: «Todo ser humano muere 24 horas al día. Pero a ninguno se le ve cuántos días exactamente ha muerto ya»-, su traductor escribió: «¡Cómo habría podido escribir! ¡Lástima que tuviera que dedicarse a esta historia de la economía!». Lo mismo podría decirse de Sacristán: ¡cómo escribía y cómo pudo escribir el autor de Las ideas gnoseológicas de Heidegger si el fascismo español (y sus numerosas prolongaciones institucionales) no hubieran arremetido contra él sin desmayo intentando hacerle la vida imposible!

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A mí el criterio de verdad de la tradición del sentido común y de la filosofía me importa. Yo no estoy dispuesto a sustituir las palabras «verdadero» / «falso» por las palabras «válido» / «no válido», «coherente» / «incoherente», «consistente»/»inconsistente»; no. Para mí, las palabras buenas son «verdadero» y «falso», como en la lengua popular, como en la tradición de la ciencia. Igual en Perogrullo y en nombre del pueblo que en Aristóteles. Los de válido / no válido son los «intelectuales». En este sentido: los tíos que no van en serio.

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Entre otras cosas, porque si yo me recompongo, ¿quién me ha hecho a mí? A mí me han hecho los poetas castellanos y los poetas alemanes. En la formación de mi mentalidad no puedo prescindir ni de Garcilaso ni de Fray Luis de León, ni de San Juan de la Cruz ni de Góngora. Pero tampoco puedo prescindir de Goethe, por ejemplo, e incluso de cosas más rebuscadas de la cultura alemana, cosas más pequeñas, Eichendorff, por ejemplo, o poetas hasta menores. Y no digamos ya, sobre todo, y por encima de todo, Kant. Y Hegel, pero sobre todo Kant. Bueno, el Hegel de la Fenomenología también.

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A mí, si digo la verdad, no me importa con quien coincida, como cualquiera que no tiene más objeto que decir la verdad. A mí no me importa que la doctrina de la lucha de clases de Marx le venga de un policía reaccionario prusiano, Von Stein, como le venía. Lo que importa es lo que se dice. En el momento en que se empieza a preguntar para qué sirve, quién lo aspira, en ese mismo momento el que hace esas preguntas insidiosas es él, el que, muchas veces por pura defensa, sin saberlo y sin mala intención, está intentando esconder la inseguridad de su propio ánimo, porque él no se ha lanzado del todo a decir la verdad.

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Me parece que, a pesar de las diferencias, ninguna historia de errores, irrealismos y sectarismos es excepcional en la izquierda española. El que esté libre de todas esas cosas, que tire la primera piedra. Estoy seguro de que no habrá pedrea. Si tú [Félix Novales] eres un extraño producto de los 70, otros lo somos de los 40 y te puedo asegurar que no fuimos mucho más realistas. Pero sin que con eso quiera justificar la falta de sentido de la realidad, creo que de las dos cosas tristes con las que empiezas tu carta -la falta de realismo de los unos y el enlodado de los otros- es más triste la segunda que la primera. Y tiene menos arreglo: porque se puede conseguir comprensión de la realidad sin necesidad de demasiados esfuerzos ni cambiar de pensamiento; pero me parece difícil que el que aprende a disfrutar revolcándose en el lodo tenga un renacer posible. Una cosa es la realidad y otra la mierda, que es sólo una parte de la realidad, compuesta, precisamente, por los que aceptan la realidad moralmente, no sólo intelectualmente (Por cierto, que, a propósito de eso, no me parece afortunada tu frase «reconciliarse con la realidad»: yo creo que basta con reconocerla: no hay por qué reconciliarse con tres millones de parados aquí y ocho millones de hambrientos en Sahel, por ejemplo. Pero yo sé que no piensas que haya que reconciliarse con eso).

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Para este mundo mismo, refutar la mística es saber -como Brecht, clásico del tema- que hasta el heroísmo es, bajo el estado, un mal inevitable, que sólo el reaccionario puede fingirlo un bien.

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Lo primero, pero, sobre todo, lo más decente que se puede hacer sobre un autor recientemente muerto, cuando lo que se considera es su muerte, es meditar sobre él, no juzgarle. Aprender de él, no ponerse a juzgar. Y una última observación. En el supuesto de que uno no crea que toda vida humana es un fracaso, como Sartre, tal como está las cosas en nuestra cultura, el de éxito no es precisamente un concepto que me parezca de mucho interés ni nada entusiasmante para seguir adelante. Prefiero un fracasado honrado, claro y sin opresión ni agresión.

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Una cosa es la importancia y la utilidad en el conocimiento, otra cosa es su tipo de fundamentación intelectual. El fundamento último del conocimiento empírico, del conocimiento real, no de la pura formalidad, parece razonable admitir que nunca esté en el conocimiento mismo sino fuera de él, en la vida. El conocimiento no es un mundo que viva por sí mismo. Vive inserto en la totalidad de la vida de las especies que conocen, de las especies cognoscitivas, principalmente la humana, y parece obvio que ha de tener su fundamento fuera del ámbito mismo del conocimiento.

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Materialismo acabado es materialismo con los principios de la concreción y de la práctica. Conocimiento acabado es realización del principio de concreción por la práctica. Ese conocimiento no es «acabado» en el sentido de un reposo definitivo, como en el caso de la intuición idealista romántica, que cumple una función homóloga de la del principio de la práctica en el marxismo de Lenin, pero sí lo es en el sentido de que cada operación íntegra de conocimiento ha de culminar en la captación de la «totalidad concreta», «en el sentido de la práctica», en vez de considerarse culminada, según la ideología de arcaica tradición esclavista, en la contemplación de las máximas abstracciones trascendentales, en la teoría pura. El lugar clave que ocupa el principio de la práctica en la noción marxista y leninista de conocimiento es una manifestación característica de materialismo dialéctico: su sentido es el de un «ateísmo» epistemológico que desenmascara el viejo prejuicio identificador de conocimiento y abstracción, conocimiento auténtico y conocimiento teórico (= abstracto). La noción presenta a veces en el texto de Lenin un aspecto ético, se presenta como decisión de valorar como culminación y goce del conocer la «cristalización» concreta que resulta de la combinación de las noticias abstractas por la mediación de la práctica, negando esa estimación a la contemplación de los primeros principios y motores. Un ethos de cismundaneidad impera en la concepción leniniana del conocimiento, y se manifiesta a veces curiosamente, atribuyendo, por ejemplo, al «miedo» el vuelo de los filósofos hacia uranias nociones abstractas.

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Gramsci es un clásico, o sea, un autor que tiene derecho a no estar de moda nunca, y a ser leído siempre. Y por todos. Nadie tiene derecho a meterse un clásico en el depósito del coche, como si fuera el tigre del anuncio.

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Aparte de que probablemente no lo sea para el pleno entendimiento de ninguna obra, parece, además, que la biografía en sentido tradicional tiene escaso interés para la comprensión de la obra y la acción de Gramsci, y hasta, paradójicamente, para la comprensión de su vida. Pues se trata de la vida de un pensador y práctico de la lucha política, de un hombre que fundó el sentido de su vida y las motivaciones de su consciencia en realidades extraindividuales, con lo cual, por cierto, no hacía más que aplicarse a sí mismo su propia concepción histórico-social y política de la persona. La clave de la comprensión de los escritos y el hacer de Gramsci, en su variedad y en sus contradicciones, no es pues la biografía individual, pero sí la totalización quasi-biográfica de numerosos momentos objetivos y subjetivos en el fragmento de historia de Italia, historia de Europa e historia del movimiento obrero cuyo «anudamiento» bajo una consciencia esforzada pudrió el «centro» que fue Antonio Gramsci. En la organicidad de esa vida así entendida -no como oscura intimidad aislada, sino como línea recorrida por el «centro de anudamiento» de innumerables referencias objetivas- el preso, derrotado y moribundo Gramsci consideró no sólo resueltas, sino incluso salvadas las contradicciones, los sufrimientos, las catástrofes de su existencia. Lo ha hecho así implícitamente en sus múltiples negativas a capitular pidiendo gracia a Mussolini, a pesar de su grave estado; y lo había dicho antes explícitamente, añadiendo incluso una explicación, a su autoafirmación moral: la salvación por el «instinto de la rebelión» .

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En Lukács, como en cualquier comunista inteligente, crítica del estalinismo es autocrítica, porque no es sensato creerse insolidario de treinta años del propio pasado político, aunque uno tenga sólo veinte.

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La irritación que me produce ya la crítica de la cultura, los hijos de Adorno, es de causas quizás complicadas. Está primero el mito de la ‘sociedad industrial’, o sea, el escamoteo del capitalismo. Y este motivo es claro. Pero luego hay otro que no sé aún si está del todo justificado. Estos escritores parecen dedicarse a una actividad que tiene las mismas pretensiones que la ciencia, pues su modo de revelar realidad no es artístico, y en campos que son científicos -la sociología-, pero sin hacer ciencia. ¿Está justificado rechazar eso? ¿No es a-dialéctica tranquilidad por mi parte? No lo creo, pero hay que verlo.

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Da la impresión de que su familiaridad con el Círculo de Viena no pudo ser muy profunda, porque sólo así se entiende que no perciba la abismática diferencia de estilo intelectual entre [Philip] Frank y Hegel-Marx. Pero sin duda Korsch quería decir algo razonable a través de oscuridad, a saber, que en historia -o, más korschianamente, en la teoría de la revolución- lo que interesa es una cosa distinta de las leyes causales conocidas en la tradición.

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La contraposición entre «theoria» y «techne» que hace el autor [Gerard Leclerc] a propósito de las ciencias sociales ignora toda la realidad de la ciencia que existe. Transpone con un objetivismo característico de esta caricatura del marxismo que es el funcionalismo, una necesidad vital de la humanidad de hoy -el no intervenir tan destructivamente- en supuestos rasgos de lo analizado. No hay theoria que no se prolongue en techné, si es buena teoría. Pero eso es una cosa, y otra (es) que hay que manipular menos y acariciar más la naturaleza. Lo esencial es que la técnica de acariciar no puede basarse sino en la misma teoría que posibilita la técnica del violar y destruir.

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La ciencia sólo puede ser luciferina. Es lo que nos sacó del Paraíso (Kant). Lo que hay que rectificar es la política de la ciencia. Y la política en general.

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Creo que la afición a las viejas tecnologías, que se da tanto entre apasionados de la técnica cuanto entre personas preocupadas, se explica por la impresión de inevitabilidad del cambio técnico: la atención a las viejas técnicas tiene la función de suministrar identidad y confianza: reducimos la nueva tecnología a la vieja y así disminuimos el schock de extrañeza. Pero cabe una interpretación más siniestra: la de que la vieja tecnología era un mal menor .

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Una política socialista respecto de las fuerzas productivo-destructivas contemporáneas tendría que ser bastante compleja y proceder con lo que podríamos llamar «moderación dialéctica» empujando y frenando selectivamente, con los valores socialistas bien presentes en todo momento, de modo que pudiera calcular con precisión los eventuales «costes socialistas» de cada desarrollo. Esa política tendría que estar lo más lejos posible de líneas simplistas aparentemente radicales, tales como la simpleza progresista del desarrollo sin freno y la simpleza romántica del puro y simple bloqueo. La primera línea no ofrece ninguna seguridad socialista, y sí muy alta probabilidad de suicidio. La segunda es, para empezar impracticable… Es en el orden político donde es necesario extirpar los elementos de progresismo dieciochesco y de objetivismo hegeliano presentes en la herencia de Marx y, a través de Marx, en numerosos marxistas.

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Por comprensibles que sean las emociones que inducen a la condena romántica de la operativa ciencia moderna y al aprecio de la sabiduría especulativa y contemplativa, y por valiosas que sean en muchos análisis y muchas descripciones particulares las obras de los filósofos aludidos, sobre todo las de Heidegger, la filosofía romántica de la ciencia o el desprecio sapiencial del mero conocimiento operativo o «instrumental» no es seguramente, un «vehículo» adecuado para salir de la intrincada selva de nuestros problemas. La filosofía romántica del conocimiento y de la ciencia -en el sentido muy general en que esa tradición se considera aquí- se basa en un paralogismo que daña irreparablemente su comprensión del asunto. Ese paralogismo consiste en confundir los planos de la bondad o maldad práctica con la epistemológica. Pero precisamente la peligrosidad o «maldad» práctica de la ciencia contemporánea es función de su bondad epistemológica. El querer ignorar que la maldad de la bomba de neutrones se debe a la bondad de la tecnología física y pretender que hay otro saber mejor, más profundo, del universo físico, no tendría potencialidades malas es querer ignorar el dato principal de la problemática en discusión. Este mal holismo romántico, mezcla de restos de un intelectualismo ético que se ignora a sí mismo y de emociones éticas y religiosas sin dudas buenas en sí, es un modo de huir de la percepción del trágico dilema de la cultura científica. El mito del Génesis acerca del árbol de la ciencia, al menos en la forma en que lo gustó y acentuó Kant, tiene sin duda más verdad que la filosofía romántica de la ciencia: es el buen conocimiento el que es peligroso y quizá tanto más cuanto mejor.

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Pocas cosas tan ridículas como la idea de que la técnica no es humana. Esa idea evita los reconocimientos. 1º, que el riesgo del mal está en lo humano y en la naturaleza misma (reconocer esto sería para estos especuladores renunciar a su vana ilusión de sentido del ser), 2º, que ese riesgo se encarna en la acción de grupos con poder específico que son parte o instrumentos de la clase dominante.

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‘Ciencia burguesa’, por ejemplo, sólo puede significar razonablemente, en mi opinión, ciencia posibilitada por la base de la sociedad creada y dominada por la burguesía. Y ésta es la única ciencia que existe hoy por hoy, dicho sea de paso, pues también los conocimientos contenidos en El Capital, por ejemplo, han sido posibilitados por la base capitalista. Por ciencia antigua habría que entender, análogamente, la ciencia posibilitada por la base de la sociedad esclavista o, si se quiere apretar más históricamente, la posibilitada por esa base y efectivamente realizada durante su vigencia. Por supuesto que toda ciencia de una base previa es, en lo que tiene de ciencia, recogida por la base históricamente posterior. Este uso de los calificativos de clase aplicados a la palabra ‘ciencia’ no en su uso analítico o vacío, sino sintético y sometible a una prueba empírica de sentido […] Pero esa aplicación de las calificaciones de clase a la palabra «ciencia» no es valorativa, sino histórica. Por lo tanto, no contrapone como simultáneas, al modo de tu sociología dialéctica y tu sociología burguesa, la ciencia moderna a la antigua: pues el único criterio de valoración de la ciencia resulta en este caso el criterio de verdad o falsedad. Toda la ciencia contemporánea es burguesa en sentido histórico (por creación o fundamentación) […] Hablar de una termodinámica dialéctica, por ejemplo, que contraponer a una termodinámica burguesa no es más que continuar el viejo juego romántico, irracional, que permitió a un imbécil ignorante, y acaso falsario, como Lysenko, mandar a campos de concentración a varios auténticos genetistas rusos que sabían que no hay más que una genética, a saber, la verdadera (en el modesto sentido en que palabras como «verdad» se pueden usar en un discurso científico.

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No hay antagonismo entre tecnología (en el sentido de técnicas de base científico-teórica) y ecologismo, sino entre tecnologías destructoras de las condiciones de vida de nuestra especie y tecnologías favorables a largo plazo a ésta. Creo que así hay que plantear las cosas, no con una mala mística de la naturaleza. Al fin y al cabo, no hay que olvidar que nosotros vivimos quizá gracias a que en un remoto pasado ciertos organismos que respiraban en una atmósfera cargada de CO2 polucionaron su ambiente con oxígeno. No se trata de adorar ignorantemente una naturaleza supuestamente inmutable y pura, buena en sí, sino de evitar que se vuelva invivible para nuestra especie. Ya como está es bastante dura. Y tampoco hay que olvidar que un cambio radical de tecnología es un cambio de modo de producción y, por lo tanto, de consumo, es decir, una revolución; y que por primera vez en la historia que conocemos hay que promover ese cambio tecnológico revolucionario consciente e intencionadamente.

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Las dificultades que encuentren las ciencias sociales en la tarea de renaturalizarse no van a deberse, en mi opinión, a obstáculos categoriales insalvables, sino a barreras político-culturales dimanantes de la complicada artificiosidad con que nuestra civilización -y no ya la ciencia social- desorienta a las gentes, según la recordada frase de Marvin Harris, para que no vean «las causas de la vida social».

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Uno ante la ciencia normal, como se suele decir, no puede tener una actitud de pura pasividad. Tiene que tener una actitud crítica sin ninguna duda. Ante cada producto de esa ciencia. Porque un producto científico no es nunca primariamente ciencia. Es, primariamente, un bien de uso y también un valor de cambio: es un libro, es una publicación en una revista. Es decir, lo que llamamos ciencia en sentido institucional y sociológico es un trozo de vida social que puede estar cargado de ideología, de política. Ciencia en el otro sentido, ciencia en el sentido en el cual imperan sólo los valores lógicos es un contenido de ese producto cultural al que llamamos ciencia en el sentido sociológico.

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Marx aceptaría sin duda los cuatro valores que definen la actividad del científico de Merton: universalidad, comunidad de los conocimientos, escepticismo organizado y desinterés. Prescindiendo de los dos primeros, que son de aceptación obvia en principio (aunque la militarización de la ciencia, con su natural consecuencia de secreto, esté reduciendo el segundo criterio a mera hipocresía), se recordará que el escepticismo organizado -en la forma radical de la exhortación baconiana «De omnibus dubitandum»- era el lema preferido de Marx; y que el «interés desinteresado» era en su opinión el valor definitorio de la ciencia, la adhesión al cual llevó a escribir. «a un hombre que intenta acomodar la ciencia a un punto de vista que no provenga de ella misma (por errada que pueda estar la ciencia); sino fuera de ella, un punto de vista ajeno a ella, tomado de intereses ajenos a ella, a ese hombre le llamo canalla (gemein)».

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Al terminar esta breve consideración de la pertinencia de la sociobiología para la metodología de las ciencias sociales se puede aventurar una propuesta provisional de conducta al respecto: es probable que la respuesta más razonable del científico social a las estimulaciones y las pretensiones de la sociobiología consista por ahora en adoptar una docta ignorancia, una actitud que, favoreciendo sin prejuicios la investigación sociobiológica por sí misma, no pretenda introducirla sistemática y precipitadamente en el área sociológica, en razón de la escasa pertinencia que se ve en ella hasta el momento.

Se puede observar, por otra parte, que en las exposiciones más articuladas de su pensamiento al respecto algunos sociobiólogos dicen prácticamente eso mismo, alejándose de sus manifestaciones más imperialistas. Las siguientes palabras de E. O. Wilson pueden ejemplificarlo: «Las leyes de una materia de estudio son necesarias a la disciplina que está encima, ellas establecen y obligan a una reestructuración mentalmente más eficiente, pero no son suficientes para los propósitos de la disciplina. La biología es la clave de la naturaleza humana, y los científicos sociales no pueden permitirse ignorar sus (… ) principios. Pero las ciencias sociales son potencialmente mucho más ricas en contenido. Finalmente absorberá las ideas importantes de la biología y empezará a utilizarlas.» Entiendo que en ese contexto ‘importantes’ es lo mismo que ‘pertinentes’.

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Ahora tengo el convencimiento de que un elemento al menos de la posición de Kuhn es muy clásico desde el punto de vista gnoseológico y epistemológico. Es el principio de la certeza. La característica de la ciencia normal es que es cierta, no discutida. Tiene criterio de certeza. En cambio, la ciencia revolucionaria no. La primera es epistéme a la platónica, la segunda es filosofía en el sentido del Symposio, un metaxy gnoseológico.

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Hay que aclarar, por tanto, lo que quiere decir que el punto de vista de la lógica formal prescinde de todo contenido. La realidad es que prescinde de todo contenido empírico, pero no de la idea de contenido en general. Ello se debe a que la forma -que es una abstracción- no sólo no puede darse sin un contenido concreto, sino que, además, no puede siquiera pensarse sin pensar al mismo tiempo en un contenido en general, o, dicho de otro modo, en el abstracto ‘contenido’. Forma y contenido, o forma y materia, son dos conceptos que se necesitan el uno al otro: son dos «opuestos dialécticos».

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Desde el punto de vista lógico, lo que interesa es mantenerse todo lo posible en un terreno formal, sin afirmaciones filosóficas sobre la realidad de las nociones. Por eso es conveniente retrasar todo lo posible la afirmación de que los nombres de clases y los abstractos en general denoten como los nombres propios. Esto podría entenderse, en efecto, como una afirmación filosófica muy discutible. En cambio, la semántica lógica puede admitir, sin suscitar gran discusión filosófica, que lo primariamente denotable es el individuo concreto. Salvo en los excepcionales casos de filósofos radicalmente escépticos, las diversas tradiciones filosóficas coinciden en admitir que la realidad concreta individual es la realidad en sentido propio.

Esto, sin embargo, no debe hacer creer que el concepto de individuo sea absoluto y carezca de problemas. En el uso científico, ‘individuo’ también es una abstracción, una construcción artificial, como indica, por ejemplo, el hecho de que un árbol, que para el botánico es un individuo, es para el físico un agregado de individuos -moléculas, átomos, partículas infraatómicas.

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La primera [lección] es que la «crisis de fundamentos» no acarrea, naturalmente, la imposibilidad de seguir realizando trabajo de investigación científica, observación, experimentación, generalización por hipótesis interpretativas de los hechos. En realidad, la situación más frecuente en la historia no es la de una gran claridad de la ciencia sobre sus propios fundamentos. La «crisis de fundamentos» no consiste en que nociones básicas hasta el momento seguras se hagan de repente vacilantes, sino en que en un momento dado se descubre que fundamentos tenidos antes por sólidos y claros no lo son ni lo eran. La misma matemática y la mecánica han procedido durante más de doscientos años con el instrumento del cálculo infinitesimal basado en el oscuro fundamento de lo que se llamaba «infinitésimo» y era una noción insostenible: la de una «magnitud infinitamente pequeña» o una «fluxión» imperceptible de una magnitud. La crítica externa de la ciencia (es decir, la verificación o falsación de sus resultados) y la práctica (la aplicación técnica de la ciencia) desempeña, en efecto, un papel importante en el desarrollo de la investigación, y suplen siempre, en mayor o menor medida, la falta de claridad sobre los fundamentos. Pero eso no quita que la necesidad de claridad sobre los mismos se imponga como una condición del progreso ulterior en cuanto que la marcha de la ciencia la hace sentir a los científicos y a toda la cultura.

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Ocurre, sin embargo, que los usos de la voz ‘racional’ no coinciden con los usos admitidos de la voz ‘lógico’ o, más propiamente, ‘lógico-formal’. La racionalidad de un discurso es cosa mucho más compleja, rica e importante que su logicidad formal. Para que un discurso sea correcto lógico-formalmente, basta con que no tenga inconsistencias. Para que sea racional, se le exige además la aspiración crítica a la verdad. Y esta aspiración impone a su vez la capacidad autocrítica y el sometimiento a unos criterios que rebasan la mera consistencia (por otra parte necesaria): son criterios que sirven para comparar fragmentos de discursos con la realidad. Incluyen desde la observación hasta el examen de las consecuencias prácticas de una conducta regida por aquel discurso.

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De aquí, por lo que hace al segundo problema, la importancia decisiva de la verificación empírica. Es precisa no ya por prurito positivista, sino para dar sentido a los modelos económicos. Estos, como todo conjunto de enunciados cuyo campo de relevancia no es unívocamente determinado, no tiene en rigor sentido pleno mientras no se le ponga en relación con algún campo empírico mediante operaciones de verificación. Así pues, por grande que sea la utilidad de la construcción formal de las ‘teorías’ (modelos), de la formalización lógico-matemática, en economía, habrá que tener presente siempre que el modelo formalizado no es por sí mismo más que aquel ‘juego de las cuentas de vidrio’ que inspiró a Hermann Hesse una voluminosa y conocida narración [El juego de los abalorios].

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Es manifiesto que el descubrimiento de leyes naturales en la física ha ido acompañado por la refutación de una tras otra arcaica ley natural en la sociedad, desde las referentes a la propiedad hasta las referentes al incesto; y espera un pico y verás.

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Esto es una arcaica falacia por la cual el dogmático cree siempre que puede demostrar matemáticamente la existencia de Dios, o que Dios no existe, lo que sea. Y si cambia de fe, es capaz de demostrar ambas cosas, primero una y después la contraria. Es la concepción de la ciencia, no ya como inspiradora de valores filosóficos, sino como ella misma demostrativa de valores filosóficos. Esto, a pesar de ser una falacia, sin embargo responde a una profunda necesidad espiritual, la de tener la creencia propia lo más seriamente basada. Por regla general, el hombre que cae en la falacia naturalista suele ser un hombre de mucha calidad espiritual, de mucha decencia moral, incapaz de vivir dos vidas, a diferencia del sinvergüenza que se caracteriza porque puede vivir 18, 60…, y como esta falacia responde a una necesidad profundísima, se presenta constantemente.

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Nuestro helenista [Antonio Tovar] parece ser aquí víctima de un lugar típicamente griego: el de que la libertad es ejercicio y fruto de la contemplación. Esta doctrina tiene en Grecia una realidad social muy concreta, la misma que se trasparenta en el hecho de que «musa» quiera decir en nuestra lengua también «ocio», no es que la contemplación haya dado la libertad al griego libre, sino que la libertad (jurídica y económica) ha dado al griego libre la contemplación, la musa. Tovar se hace eco de la observación platónica -y preplatónica-, según la cual los reyes persas han impedido a sus súbditos filosofar, para mantenerlos mejor sujetos. Pero Tovar realiza una precipitada e injustificada asimilación de «filosofar» y «contemplar», la cual, en nuestra opinión, invierte la realidad. Contemplativo es el angustiado, sometido pensar del espíritu oriental antiguo -del hindú, por ejemplo, o del mesopotámico-, que jamás ha soñado con intervenir en la realidad, sino, a lo sumo, en contemplar por ejemplo el cielo -en la mántica mesopotámica- para leer en él un destino melancólicamente soportado. Frente a esa actitud contemplativa, el pensamiento griego en su proceso real -es decir, no en su deficiente toma de conciencia que es la doctrina de la «vida libre» y feliz del contemplador- es propiamente la primera cristalización bien conocida de una razón activa, desde la análisis geométrico antiguo hasta el físico o mecánico de Arquímedes. Tópico contra tópico: frente a la estática esclavitud del pensamiento contemplativo oriental, ha sido el mucho más libre pensamiento griego el que ha pedido un punto de apoyo para levantar el mundo. Es posible que el hombre de Eridú que abandonaba el zigurat después de haber contemplado en el cielo estrellado el signo de su segura ruina, bajara las escalinatas sumido en «pensamientos libres (i.e. desastrabados de ley empírico-racional) melancólicos, especulativos e inútiles». Pero la liberación de la razón humana empieza el día en que descubre que puede ser útil y romper cadenas -sean éstas de constelaciones o de oro-. El humanista de Salamanca conoce sin duda mejor que nosotros una anécdota de la historia de la cultura griega muy ilustrativa de nuestro tema: el clásico problema de la duplicación del cubo, de gran importancia para el desarrollo de la geometría griega y en especial de la teoría de las cónicas, comenzó con una verdadera irreverencia. Alguien, ante el altar de Apolo en Délos, dejó de contemplar extáticamente la belleza de la faz y de los hechos del dios, puso su mirada en el ara y se dijo, anticontemplativa, operativamente: ¿cómo multiplicar esa masa por dos? Parece ser que ese sujeto de dudosa piedad -y desde luego de escasísimas dotes contemplativas- fue un sacerdote, pero eso no quita ni pone gran cosa al asunto.

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Hace ya más de treinta años que un científico y filósofo inglés, procedente de dos de esas tradiciones críticas [el marxismo y la filosofía analítica] J. D. Bernal describió con pocas palabras lo que imponen de derecho a una cultura universitaria sin trampas premeditadas los resultados de esos doscientos años de crítica. Modernizando su formulación puede hoy decirse: hay que aprender a vivir intelectual y moralmente sin una imagen o «concepción» redonda y completa del «mundo», o del «ser», o del «Ser». O del «Ser» tachado.

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Nota edición.

Probablemente no hubiera disgustado a Sacristán una cita de Maria Joao Pires, de mayo de 2003, para finalizar el recuerdo que estas páginas han otorgado a su obra: «[…] No me siento vencedora en nada, no quiero vencer a nadie, sólo quiero encontrar mi lugar en el mundo y en la música sin que ello suponga una competición. La palabra vencedora no va conmigo. Pretendo ser verdadera, no engañar… ¿Por qué nuestras manos son más importantes que las de alguien que trabaja la tierra? Nosotros sólo hacemos pasar el rato a 2.000 personas en una sala y ellos nos dan de comer. ¿Por qué nos tienen que asegurar la manos a los pianistas y no a un agricultor? No debemos guardar nuestras manos, tenemos que ponerlas en acción». Por si fuera necesario: Mario Joao Pires es una ciudadana portuguesa e internacionalista que estuvo durante años transitando en los alrededores del Partido Comunista portugués.