El incierto comienzo de una nueva etapa La recesión ha terminado por acuerdo del Consejo de Ministros. O al menos esto es lo que sugieren sus portavoces y la prensa económica afín. Se basan en dos buenos resultados: las cifras del paro registrado de los últimos meses y las de la balanza exterior, más las […]
El incierto comienzo de una nueva etapa
La recesión ha terminado por acuerdo del Consejo de Ministros. O al menos esto es lo que sugieren sus portavoces y la prensa económica afín. Se basan en dos buenos resultados: las cifras del paro registrado de los últimos meses y las de la balanza exterior, más las siempre inciertas opiniones de los líderes empresariales, de lo que se colige que «vamos a empezar la recuperación». También la Unión Europea sustenta una opinión parecida. Ahora no se habla de brotes verdes porque la experiencia de los últimos años obliga a eludir las licencias poéticas y a refugiarse en un lenguaje más tecnocrático. No vaya a ser que venga otra temporada de sequía y volvamos a hacer el ridículo.
I. El comentario que sigue no va a ser muy original, puesto que ya se ha hecho en entregas de cuadernos anteriores. Pero servirá como recordatorio de lo que nos espera, o al menos lo que creo razonable esperar, en los próximos meses. En primer lugar los tecnócratas y sus medios afines juegan siempre a su antojo con las palabras. Al analizar la situación confunden crisis, recesión y estancamiento. Una crisis es un momento de cambio, indica el fin de un período de expansión y la entrada en una nueva tendencia. Una recesión es un período de caída sostenida de la actividad económica. Ello ocurre no sólo en las situaciones de crisis, puede ocurrir también dentro de una fase expansiva. En la dinámica de las economías capitalistas se producen fluctuaciones de diferente longitud de onda y nunca podemos esperar que los períodos de crecimiento y recesión sean lineales (más bien atraviesan alzas y caídas). Para quien, como yo, es amante de andar por el monte la diferencia es fácil de entender. Cuando evaluamos un recorrido podemos tomar como referencia del mismo las diferencias entre las cotas más bajas y las más altas. Pero todos sabemos que nuestro itinerario a menudo se encontrará jalonado por subidas y bajadas intermedias (para salvar un espolón, o cruzar un pequeño valle), aunque en general consideramos que se trata de accidentes menores dentro de un recorrido de subida, de bajada, o llano. De forma parecida, en un período global de crecimiento económico puede producirse una pequeña recesión o estancamiento o al contrario en un período de estancamiento o recesión haber un pequeño auge. Incluso hay que contar que la existencia de actividades estacionales provocan estas fluctuaciones de forma recurrente (en el caso español el tercer trimestre suele ser siempre de mayor actividad y el primero de menor). Todo dependerá del marco temporal de referencia. El que tras varios trimestres de caída de la actividad se produzca un cambio de tendencia no indica por tanto que estemos ante un escenario nuevo, sino que podemos estar perfectamente ante una fase de recuperación dentro de un período general de estancamiento.
Hay que contar además que lo que la gente espera, y necesita, es que termine la situación de desempleo masivo y de recorte sostenido de los derechos sociales. El tamaño del destrozo habido hasta ahora ha sido de tal magnitud, sobre todo en el sur de Europa, que se requeriría de un cambio radical de la situación para que las cosas mejoraran de forma sostenida. Si, como parece, estamos sólo ante un pequeño cambio de tendencia dentro de una fase de enorme estancamiento, hay que pensar que paro persistente y el sufrimiento de millones de personas siguen siendo un horizonte mucho más realista que el de la salida del túnel. Y quedarse en analizar un cambio de pocas décimas en el PIB o el desempleo es una forma de ignorar el dramatismo del conjunto.
II. De las grandes crisis capitalistas se ha acabado saliendo sólo con cambios institucionales de gran calado. De la crisis de 1929 se salió al final de la Segunda Guerra Mundial, gracias a un fuerte aumento del papel del sector público (en gran parte posibilitado por la propia Guerra Mundial), un cierto pacto social y un orden imperial que garantizó suministros baratos de materias primas a Europa. De la crisis de 1973 se salió hacia finales de los ochenta con el triunfo del neoliberalismo y la entrada en un modelo de capitalismo mucho más inestable, depredador, que el de la «edad de oro». En gran parte la crisis actual está engendrada por las características institucionales y estructurales del modelo neoliberal: exacerbación de las desigualdades a escala social y territorial, patógena financiarización económica, menor eficacia de las regulaciones públicas, mayor espacio a los mecanismos de capitalismo mafioso. Y todo ello enfrentando a una incipiente crisis ecológica que cuestiona las bases tecnológicas y la continuidad del modelo de formas diversas: pico del petróleo, calentamiento global etc. Todo apunta a que sin una transformación radical de las instituciones sociales va a ser imposible responder de forma adecuada a este último desafío. Y, cuanto menos, no parece probable una nueva era de expansión capitalista sin encontrar soluciones a los desequilibrios anteriores. Y es patente que en ninguno de ellos se han avanzado soluciones y cambios relevantes, sino que más bien las respuestas a la alemana o a la estadounidense han constituido variantes de neomercantilismo orientadas a endosar la factura a otros países más débiles. Sin un planteamiento global no resulta claro como puede darse un nuevo período de expansión. Lo que resulta mucho más inquietante cuando se consideran las dimensiones materiales del problema. Buena muestra de que no ha habido una revisión en profundidad de planteamientos la podemos encontrar tanto en el bloqueo de la reforma financiera como en la creciente apuesta por el «fracking» [fractura hidráulica] como respuesta al pico del petróleo, una alternativa que amenaza con nuevos problemas ambientales y que además puede agravar el problema del calentamiento. Es quizás un dato aislado, pero resulta cuando menos chocante que vuelva a renacer el tema del tercer rescate griego justo cuando se habla del optimismo de las élites.
III. Tampoco los datos apuntan a un cambio sustancial en el caso de España. Los del empleo reflejan exclusivamente el flujo estacional del verano. Más novedosos son los datos de la balanza exterior. Para algunos sorprendentes, pero que merecen un análisis más detallado.
Una primera cuestión que salta a la vista es el hundimiento espectacular de las importaciones. Algo asociado a la caída del consumo como resultado del paro y los recortes salariales. En un país tan consumidor de bienes sofisticados de importación (coches, electrónica, whisky, ropa, etc.), la caída del consumo tiene un impacto directo en las importaciones. Pero ni se han cambiado los modelos de consumo, ni la especialización productiva, ni la dependencia energética (las últimas medidas de política energética muestran que no hay voluntad de cambiar el modelo) y si hay alguna recuperación, la mejora por esta vía se va a agotar.
Más llamativa es la evolución de las exportaciones. Para entenderla hay que estudiarlas al detalle (y aquí chocamos con el hecho que los últimos datos detallados publicados son los del 2011). Pero por lo que se ve los buenos datos se deben en parte al auge de las exportaciones alimentarias, un sector de especialización tradicional (y cuyo crecimiento en algunos subsectores -el porcino- depende de la importación de maíz, soja y energía. En otros, se observa que se trata de colocar los excedentes que no puede absorber el mercado español (por ejemplo refinado de petróleo). Y se ha producido un crecimiento de las exportaciones de bienes metálicos sin que ello se traduzca en más empleo. Posiblemente las empresas exportan para sacar lo que no pueden colocar en el mercado interior (habrá que ver con que efectos a largo plazo), con lo que el efecto neto es nulo y a largo plazo incierto. Más espectacular es el auge de la actividad exterior de las grandes constructoras, pero aquí el efecto empleo es casi único, porque la construcción es siempre una actividad directa en el territorio que tiene lugar (a lo sumo puede generar alguna demanda para bienes intermedios): los éxitos de estas empresas en el exterior pueden beneficiar a sus accionistas, pero no a los trabajadores de aquí. Hay que añadir además que no ha habido ninguna política seria de transformación de la estructura económica interna y todo apunta por tanto a que el repunte se debe más a una respuesta a corto plazo que a un cambio estructural de largo alcance.
IV. En los próximos meses seguirá el bombardeo mediático del optimismo y la recuperación. De impulsar el crecimiento y sacrificarse a corto plazo.
El campo de los datos macroeconómicos, de las expectativas, es un terreno resbaladizo. La izquierda social debe responder con otras preguntas, con la evaluación de la catástrofe, con la exigencia de programas detallados de acción, con situar en el debate social indicadores reales de bienestar, con la exigencia de reformas de calado y respuestas serias a la crisis ambiental. Una labor en la que puede desarrollarse un aprendizaje y un debate colectivo con el que ir situando respuestas alternativas a un marco socioeconómico que seguirá por mucho tiempo instalado en el páramo generado por el neoliberalismo global.
Contra los asalariados todo vale
La única idea que domina estructuralmente el pensamiento de la economía ortodoxa es atacar los derechos laborales. La última andanada ha sido la propuesta del FMI de bajar el 10% los salarios para reducir el desempleo. Aparentemente se trata de un análisis serio, pero en la práctica todo se sustenta en un modelo teórico con fundamentos discutibles. Ocurre que como se suele tratar del único modelo que estudian realmente la mayoría de los aprendices de economista -y nadie les suele explicar sus limitaciones y olvidos-, éstos acaban por creer que se trata de una representación realista de la realidad.
Todo el argumento se fundamenta en dos cuestiones básicas. Primera: a medida que se emplean más trabajadores, desciende su aportación productiva (productividad marginal). En teoría, esto se sustenta para el caso de una sola empresa que tiene un equipamiento dado, pero en la práctica se considera que el conjunto de la economía funciona como una sola empresa. Si la aportación de cada nuevo trabajador es menor que el anterior, las empresas solo lo contratarán si pueden pagar salarios adecuados a la misma. O sea que para reducir el desempleo masivo los salarios deberán bajar para animar a las empresas a contratar a mucha más gente que se supone será menos productiva. Hay muchas cuestiones discutibles de este modelo, empezando por el supuesto de productividad marginal y siguiendo por el propio concepto convencional de la misma (cómo se mide, qué se mide). Su eficacia no descansa en su veracidad, sino en el hecho que muchos técnicos lo dan por supuesto y propugnan medidas en esta dirección.
Una variante del modelo tiene en cuenta «la competitividad». En este caso puede incluso obviarse la cuestión de la productividad marginal. La idea es que, si los salarios son más bajos, las empresas podrán vender más baratos sus productos y por tanto aumentarán las ventas en el exterior que compensarán la caída de ventas locales por efecto del menor poder adquisitivo de los asalariados. El efecto neto será un crecimiento del empleo. Pues bien, relacionar de forma directa salarios y exportaciones sólo tiene sentido si todo el precio de los productos se debiera a los salarios. En este caso resulta claro que una reducción de un 10% de salarios se traduciría en una caída del 10% del precio de venta. El problema es que en el mundo real las cosas no son así, en el precio del producto intervienen además los costes de las materias primas y los suministros, los beneficios empresariales y los impuestos. El peso de los salarios es sólo una parte del coste (como media, sobre un 30%, aunque varía mucho de sector a sector) y por tanto no hay ninguna garantía que una caída de los salarios del 10% se traduzca en un abaratamiento del 10% del precio de venta. Imaginemos un sector donde los salarios representan un 40% del coste total, las materias primas un 30% y el beneficio empresarial otro 30%. Si reducimos un 10% los salarios ello supone una reducción de costes totales del 4% (-10% x 40%). Si las materias primas no varían de precio y el empresario mantiene intactos sus beneficios, el abaratamiento final sería solo del 4%, no del 10%. Si da la casualidad que las materias primas aumentan de precio o los empresarios incrementan sus ganancias puede que al final el impacto sea nulo y lo único que haya ocurrido sea un cambio en la distribución de la renta.
No es sólo una cuestión hipotética. Los estudios de la Organización Internacional del Trabajo han mostrado que los costes laborales unitarios reales (el aumento de los salarios reales -descontada la inflación- respecto a la productividad) en España cayeron en el período 2000-2007, antes de la crisis, y han continuado cayendo después de la misma. Si las empresas españolas perdían competitividad por sus precios no era por las alzas salariales sino por las de los beneficios. Seguir insistiendo en los salarios es una muestra de estrabismo teórico, de mala fe y de clasismo manifiesto.
Un clasismo patente en gran parte de la tecnocracia económica (los empresarios al fin y al cabo defienden sus intereses de clase), que le hace juzgar como buena cualquier situación laboral que pueda camuflarse como empleo. Da igual que la gente trabaje unas horas más o menos, en condiciones más o menos decentes, con capacidad de subsistir o malviviendo: mientras se cuenten como empleados, ya le vale. Y le importa un comino los beneficios de unos pocos, al fin y al cabo los incentivos son básicos y el capitalismo les suena a un modelo intocable.
Construir una alternativa es una necesidad social. Y requiere también poner en cuestión las bases intelectuales que solo sirven para construir un discurso abiertamente antiobrero y antisocial. El que legitima la precariedad, la pobreza, la desigualdad.
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