La deshumanización que comporta la esclavización de otros seres humanos no es sólo cuestión de la degradación personal de determinados individuos, sino que es exponente de la violencia estructural del sistema económico y sociopolítico
¿No habrá un Espartaco del siglo XXI o, mejor, muchos «espartacos» rebelándose contra las formas de esclavitud que al día de hoy se siguen dando? ¿Lograrán las muchas «espartaquistas» que actualmente se organizan, como le gustaría decir a Rosa Luxemburgo, acabar con las actuales esclavitudes? Porque en nuestro mundo continúa habiendo millones de personas esclavizadas. Tal es una más de las graves contradicciones en las que nos movemos, pues este mismo mundo con esclavos es en el que se hace ondear la bandera de los Derechos Humanos, pretendiendo para ellos -es decir, para todos los humanos en referencia a los cuales se predican- validez universal. El desmentido que supone el hecho lacerante de las diferentes formas de esclavitud para la universalidad de los Derechos Humanos -incluso para lo que más matizadamente se presenta como su universalizabilidad- obliga a invocarlos con mayor cuidado y más humildad, no sea que de tanto apelar a ellos se nos queden en tapadera ideológica para encubrir realidades inhumanas.
Porque la esclavitud es in-humana en grado sumo, esto es, negación de la humanidad de quienes se ven sometidos o sometidas a tal condición. Quienes llevan adelante las prácticas de esclavización presentan, por lo mismo, una extrema des-humanización. Pero la deshumanización que la esclavización de otros seres humanos comporta no es sólo cuestión de la degradación personal de determinados individuos, sino que es exponente de la violencia estructural del sistema económico y sociopolítico en que ese trato radicalmente injusto encuentra lugar. Cualquier forma de esclavitud es un modo de explotación máxima de unos seres humanos por otros. Toda forma de esclavitud supone la total reducción de seres humanos a medios, meros medios, para ser utilizados sin miramiento alguno: es cosificación, es mercantilización, es enajenación de la condición humana hasta no dejar resquicio alguno para el respeto a esa dignidad de la que toda mujer, todo hombre, cualquier niño o niña, es acreedor o acreedora. Si el imperativo reconocimiento de la dignidad, como señalara Kant, implica tratar a cada cual como «fin en sí», la esclavitud se sitúa en las antípodas.
La trata de personas -para explotación sexual o para el modo de explotación que sea-, el trabajo infantil, el trabajo en condiciones infrahumanas, la vida a total expensas de la voluntad de otros -sin libertad alguna y, por tanto, en la más rotunda desigualdad-…, son las maneras en las que la esclavitud sigue reproduciéndose a estas alturas de la historia. Nada vale, no ya como justificación, sino ni siquiera como atenuante, la impertinente referencia al hecho de que en otras épocas y en muy diferentes culturas se diera la esclavitud. Tales consideraciones tampoco son de recibo como explicación acerca de las causas de por qué ciertas prácticas perduran. Las circunstancias son muy distintas.
Ciertamente, podemos recordar que hasta los griegos, con el refinamiento espiritual que les permitió inventar su democracia, tenían institucionalizada la esclavitud, el sometimiento de esos otros considerados bárbaros o tratados como vencidos sin remisión… Basta traer a colación a título de muestra las palabras del mismísimo Aristóteles al comienzo de su Política, donde aprueba sin ambages que los griegos sean «señores de los bárbaros», asumiendo la concepción dominante en su entorno cultural de que «ser bárbaro y ser siervo es todo uno». No entraba en el horizonte cultural de la Grecia clásica un cuestionamiento firme de una institución y unas prácticas sobre las que gravitaba en gran medida la dinámica de la polis desde sus condiciones materiales de vida. Pero fue germinando la semilla de la igualdad, de las exigencias de justicia, del imperativo de trato digno para todos. Desde la Antigüedad hasta hoy, la lucha contra la esclavitud ha sido larga, y no ha terminado.
Atendiendo a los últimos siglos, podemos constatar que esa lucha contra la esclavitud se hizo más compleja en la Modernidad, algo paradójico si se piensa que esa modernidad europea fue la de la autonomía del sujeto, la de la libertad del ciudadano, la de la progresiva democratización de la sociedad y de sus instituciones políticas. No olvidemos, sin embargo, que el reverso de la Modernidad fue el colonialismo, instaurado mediante políticas imperialistas. Fuertes contradicciones iban con ello.
La época que se inició repensando la naturaleza humana como universal y hablando de dignidad desde parámetros iusnaturalistas, fue la que generó desde el mismo Renacimiento una nueva manera de legitimar ideológicamente la esclavitud: la consiguió cultivando teórica y prácticamente el racismo, esa quiebra de la universal condición humana que se postulaba, estableciendo supuestas divisiones anti-igualitarias en el seno de la especie, apoyándolas falsamente en consideraciones groseramente biológicas. Las nuevas formas de dominio a gran escala se apoyaron, como bien ha mostrado Foucault, en el racismo como elaboración discursiva reclamada como legitimación de una explotación que trascendía las relaciones de explotación en términos de clase. El discurso racista, reforzando el etnocentrismo europeo, sirvió para considerar a los otros no blancos, no europeos, como inferiores, menos humanos, susceptibles de un presunto legítimo dominio, cual si fueran animales o cosas. Costó siglos, y mucho sufrimiento, abolir oficialmente la esclavitud en los países en los que estuvo legalmente establecida. Si en los territorios de la Monarquía Hispánica el empeño abolicionista arrancó en el siglo XVI con figuras como Bartolomé de las Casas -su empeño por la liberación de la esclavitud para los indios no impidió frenar la «importación» de esclavos desde África-, la esclavitud perduró en dominios españoles hasta 1886, cuando definitivamente se abolió en Cuba.
Con todo, erradicar definitivamente la esclavitud, más allá de las declaraciones oficiales, sigue siendo tarea pendiente. Como ocurre con otras prácticas, también la esclavitud encontró formas de «reciclado», bajo nuevas condiciones e incluso con el amparo de nuevas coberturas jurídicas. Por eso, el mismo Marx, a la vista del modo de producción capitalista tal como se iba estructurando en el siglo XIX, hablaba de «la esclavitud económica del proletariado», por más que el obrero se supusiera libre bajo la ficción legal de un contrato de trabajo entre partes formalmente simétricas -¿y no se va abriendo paso una silenciada esclavitud de nuevo cuño a manos del desespero del desempleo, de la precariedad laboral, de salarios de miseria, de contratos leoninos?-.
La historia sigue con las formas de esclavitud que depara el siglo XXI en las condiciones de un mercado global en cuyos intersticios sociales, en los márgenes de la deslocalización empresarial, en los espacios ensangrentados de los escenarios bélicos, en el comercio clandestino de seres humanos…, continúa dándose la negación de la humanidad de hombres y mujeres a los que se roba su dignidad a la vez que se les destruye su vida -hasta la muerte, si es el caso-. Lo nuevo en medio de tan inhumano panorama es la invisibilización que se extiende sobre el mismo, la cual afecta a refugiados y migrantes expuestos en su vulnerabilidad, cuando no pierden la vida en naufragios o en imposibles travesías, a caer en las manos desaprensivas de quienes no ven en ellos más que carne de pingües beneficios económicos en la más cruda ilegalidad. Quienes son esclavizados quedan en esa zona trágicamente equívoca a donde los Estados no quieren llevar la ley, en donde los organismos internacionales no pueden hacer valer los Derechos Humanos. Es el territorio de un capitalismo salvaje ante el que se lava las manos el poder político, sabiendo cómo se sacrifican humanos en los altares de los ídolos económicos. Quienes quedan sometidos a nuevas formas de esclavitud son sus primeras víctimas propiciatorias.
Con sus «nudas vidas» -sus vidas al desnudo- quienes son esclavizados, y en muchos casos bordeando las leyes o retorciendo la legalidad pretendiendo guardar las apariencias de lo que es delictivo, son arrojados extramuros del Estado de derecho y fuera de las estructuras democráticas. El filósofo Giorgio Agamben subraya esa realidad de nuestro tiempo con marcados y bien puestos acentos. Las nuevas formas de esclavitud tienen el terreno abonado en esas zonas en las que cualquier individuo pasa a ser considerado «homo sacer», del que se predica su carácter sagrado atribuible en teoría a su dignidad, pero que a la vez se aparta al territorio fuera de toda ley donde es sacrificado.
Quienes se hallan en situaciones de esclavitud padecen el más terrible «estado de excepción». Si en la capacidad para decretar el estado de excepción ponía Carl Schmitt el elemento en verdad identificador del poder soberano, es de suyo la violenta reducción al más injusto estado de excepción lo que muestra el reverso de la soberanía que ejercen las instancias de efectivo poder que en nuestro mundo pueden hacerlo. Para los esclavizados se verifica en grado extremo la constatación de Benjamin acerca de cómo «la tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el ‘estado de excepción’ en el que vivimos». Su clamor, el silenciado clamor de ellos y ellas, es interpelación ineludible que exige esa justicia sin la cual las democracias de este mundo no van más allá de la cobertura indecente de un modo de vida excluyente que conforma la realidad de un sistema de dominio en el que la exigencia de dignidad se ve aplastada por lo inhumano de las esclavitudes actuales: crímenes de lesa humanidad.
¿Qué cabe esperar? O más esclavitud o solidaria tarea emancipadora pretendiendo liberación. Para decantar tal alternativa por el lado de la humanización contraria a la deshumanización máxima que la esclavitud supone, la cuestión estriba en retomar lo que Ernst Bloch planteaba como el necesario enhebrar el hilo rojo de tantos éxodos habidos en la historia tras metas de liberación; en definitiva para que la Tierra que habitamos esté más cerca de ser, como relata un bello mito guaraní, la «tierra sin mal» -sin ese mal del cual la esclavitud es una de sus manifestaciones en grado sumo.
José Antonio Pérez Tapias es catedrático y decano en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional. (Madrid, Trotta, 2013) @JAPTAPIAS.
Fuente: http://ctxt.es/es/20180425/Firmas/19287/Perez-Tapias-Esclavitud-filosofia-violencia.htm