No puede negarse que existe una estrecha relación entre los conceptos de ‘derecho’, ‘ley’ y ‘justicia’. Sin embargo, no son lo mismo: el derecho está constituido por el entramado de normas que existe en determinada sociedad (escritas o consuetudinarias), la ley es una de las tantas expresiones que presenta tal entramado y la justicia […]
No puede negarse que existe una estrecha relación entre los conceptos de ‘derecho’, ‘ley’ y ‘justicia’. Sin embargo, no son lo mismo: el derecho está constituido por el entramado de normas que existe en determinada sociedad (escritas o consuetudinarias), la ley es una de las tantas expresiones que presenta tal entramado y la justicia es el arte de aplicar el derecho a las personas o, lo que es igual, ‘dar a cada uno lo que es suyo’. Porque, para ese gran jurista de Roma que fue Ulpiano justicia era, precisamente, lo que el sabio estagirita afirmara en la antigüedad: ‘dar a cada uno lo que le corresponde’. Aristóteles bien sabía que ese no era un concepto vacuo, falto de contenido. Determinar lo que a cada uno le corresponde dentro de una sociedad no sólo constituye una ardua tarea -pues todos creen ser acreedores a un bien mayor-, sino exige en ‘alguien’ la ejecución de un acto de autoridad. No hay que olvidar un hecho cierto: distintos puntos de vista generan dificultades y éstas se resuelven sometiendo el conocimiento de la controversia a un ‘alguien’ que puede ser un individuo o una institución. La administración de justicia comienza de esa manera. El ‘alguien’ determina lo que a uno le corresponde; ese ‘alguien’ no es un sujeto cualquiera. Es una persona o una estructura social con capacidad de imponer su voluntad sobre otros; posee ‘poder’. No sólo se pronuncia determinando a quién le corresponde tal o cual derecho, sino lo obliga a aceptar su veredicto y, consecuentemente, obliga al conjunto social a hacer lo mismo. ‘Dar a cada uno lo que le corresponde’ constituye una demostración de poder. O, expresado de otra manera, es aplicación de fuerza física. Se comprende, de esta manera, que la justicia no sea otra cosa, en última instancia, que la aplicación de la fuerza a la resolución de una controversia o al cumplimiento de una decisión. Ya lo decía, con otras palabras, ese gran jurista alemán que fuera Friedrich von Savigny:
«Si la fuerza sin el derecho es la barbarie, el derecho sin la fuerza es una burla».
Las afirmaciones precedentes pueden explicar, en cierto modo, por qué las clases dominantes han hecho uso y abuso del derecho durante tanto tiempo a lo largo de la historia. Siempre tuvieron y ejercieron el uso de la fuerza; siempre pudieron imponerse por sobre el conjunto social. No por otro motivo el señor (o ‘domine’) pudo constantemente y a su entero amaño, aplicar el ordenamiento legal en contra de quienes estaban bajo su dominio y, en algunos casos, utilizarlo como argumento en sus propias disputas con otros señores (o ‘domini’).
Debió ser un noble italiano ilustrado, el marqués Cesare de Beccaria, quien, a mediados del siglo 18, en una pequeña obra intitulada ‘Trattato dei deliti e delle pene’ (‘Tratado de los delitos y de las penas’), sentara las bases del derecho penal contemporáneo, profundamente conmovido ante las continuas arbitrariedades perpetradas por el poder señorial en contra de campesinos y aldeanos.
El moderno derecho penal ha recogido las enseñanzas de Beccaria. No por algo rechaza, terminantemente, en el carácter de ‘inmoral’ y ‘antijurídico’ todo juicio criminal, incoado donde sea y contra quien sea, si no reúne, al menos, los tres requisitos que aquí se señalan:
1. Que el acusado sea juzgado por un tribunal establecido con anterioridad a la comisión del delito de cuya comisión se le acusa;
2. Que una ley, también dictada con antelación al hecho cometido, otorgue al mismo el carácter de delito; y, finalmente,
3. Que la pena aplicada a la comisión de ese delito sea también establecida en virtud de una ley dictada con anterioridad a la perpetración del mismo.
Estos tres principios constituyen la base del derecho penal contemporáneo. Son, por consiguiente, la única garantía de imparcialidad que protege al eventual acusado; su seguridad personal pende de esas tres condiciones. Nulla poena sine leggem, nulla poena sine iure, nulla poena sine judice, decían los antiguos juristas.
Si bien es cierto que la generalidad de las naciones consagró en su organización jurídica los tres principios precedentemente enunciados, no es menos cierto que, en determinadas circunstancias, los poderes planetarios hacen tabla rasa de los mismos por propia conveniencia. Así ha sucedido en el pasado, así sucede en el presente; no tendría por que no suceder en el futuro. La ocasión siempre es propicia para tales maniobras. Especialmente tratándose de conflictos bélicos, derrocamiento de regímenes que entraban el funcionamiento del sistema capitalista mundial (SKM), golpes de estado, en fin. Uno de éstos casos ha sido, naturalmente, el que culminara con la invasión de Irak por parte de una coalición de fuerzas militares anglo/norteamericana, orientada a poner fin a la dictadura de Saddam Hussein Maijid.
A la manera que ocurre siempre en esta clase de situaciones, también en el derrocamiento de esa tiranía fueron puestos a disposición de ‘la justicia’ los más altos representantes de la depuesta cúpula gobernante. El objetivo jamás se ha intentado ocultar: los tribunales han de hacer efectiva la responsabilidad civil y criminal de los acusados por desfalcos y graves violaciones a los derechos humanos. Algunos de estos juicios ya han finalizado; entre ellos, el del ex dictador Saddam Hussein quien, el pasado domingo 5 fuese condenado a la pena de muerte por ahorcamiento, en atención a su directa responsabilidad por la masacre de numerosos miembros de la comunidad shiíta de esa nación. Personalmente, no puedo dejar de manifestar las serias dudas que me asaltan con relación a la imparcialidad del juicio seguido en su contra.
Saddam Hussein Maijid, en su juventud, se perfiló como uno de los más brillantes intelectuales del Partido Baaz, lo que no fue obstáculo para que se involucrara en golpes de estado, guerras, exterminio de etnias y credos religiosos diferentes al suyo. Pese a su discurso ‘socialista’, también Saddam Hussein fue perseguidor de socialistas y comunistas en la sufrida república iraquí. No está de más señalar que su partido estuvo vinculado a la socialdemocracia europea y, en especial, al Partido Socialista Español, a cuyo líder de entonces, Felipe González, pidió el propio Saddam Hussein su ingreso a la ‘Internacional Socialista’.
Mis dudas, en verdad, no arrancan de los recientes sucesos del domingo pasado; se originan desde el momento mismo en que las tropas de la coalición anglo/norteamericana hicieron su ingreso en Irak y entraron a saco en Bagdad. Para ello debemos, no obstante, exprimir la memoria y recordar algunos hechos.
Un conquistador pocas veces cae al suelo, deslumbrado ante el resplandor del vencido, para abrazar en el acto su cultura. Primero se impone como poder dominante, hace sentir el peso de la fuerza física/militar que posee, destruye, somete, manda; luego, comienza su labor de delegación de poder, concede porciones del mismo, entrega facultades, designa autoridades locales que han de responderle personalmente por los actos que realicen. Todo conquistador comienza por destruir la dirección política del país, demoler sus instituciones y, seguidamente, reemplazarlas drásticamente por otras, con sujetos dóciles a su voluntad. Así sucede en la generalidad de los casos, no tendría por qué no haber sucedido del mismo modo en Bagdad. Entrar a saco es, sencillamente, entrar a saco.
La coalición anglo/norteamericana, con la ayuda de los opositores al derrocado régimen, desmontó toda la estructura de gobierno, disolvió las asambleas, el parlamento, los ministerios, los tribunales, las empresas del estado y los servicios públicos. Abrogó la constitución iraquí y la legislación, disponiendo la dictación de una nueva junto a sus leyes complementarias. Ante la comunidad internacional, el proceso de demolición del viejo estado iraquí se denominó ‘democratización’ porque la ‘democracia’ es una palabra mágica: se dice que basta nombrarla para acabar con las penurias de toda una nación. La democracia acaba con la pobreza, la corrupción, las injusticias, eleva el producto nacional bruto, alienta las inversiones, resuelve los conflictos religiosos y raciales. ¿Qué más se le puede pedir? Contiene, en sí, la perfección de los sistemas.
Un hecho hasta cierto punto curioso del que la prensa occidental, siempre ‘sabia’ en palabras, se hizo cómplice (¿cuándo no?) fue la permanente e indisimulada voluntad de asimilar la conquista de Bagdad a las campañas bélicas de la Segunda Guerra Mundial y denominar ‘aliados’ a la coalición anglo/norteamericana. A través de ese subterfugio se buscó demonizar en el carácter de ‘nazi’ al régimen de Bagdad, otrora aliado de Estados Unidos e Inglaterra. Ya lo habían hecho anteriormente otros presidentes de los Estados Unidos, como George H. W. Bush y, en cierto modo, Bill Clinton, cuando llevaron a cabo la guerra que llamaron ‘Tormenta del Desierto’; una actitud similar había mostrado también Europa al momento de llevar a efecto la segmentación de Yugoslavia: se trataba de la repetición de la Segunda Guerra Mundial en donde los ‘aliados’ combatían a los ‘nazis’. Esta circunstancia, aparentemente carente de significado, era indicativa, ya en esos años, del curso que habían de tomar los acontecimientos futuros.
Así, pues, luego de capturado el ex dictador Saddam Hussein, colocado ante un tribunal designado por los nuevos gobernadores de Bagdad, una serie de irregularidades comenzaron a hacerse presentes. Entre otras:
1. No se respetaron los tres presupuestos básicos que aseguran la imparcialidad del juicio. En efecto: el tribunal que juzgó al ex dictador no estaba establecido con anterioridad a los hechos constitutivos de delitos que se le imputaban, sino se constituyó como consecuencia de la toma de Bagdad por las fuerzas de ocupación anglo/norteamericanas. Del mismo modo, tampoco la ley que se le aplicó había sido dictada con antelación a la comisión de los hechos imputados, sino forma parte de la nueva legalidad ‘democrática’ de la nación conquistada. Finalmente, la pena establecida en la ley para esa clase de delitos es, también, parte de la legalidad post dictatorial.
Si bien puede sostenerse que la generalidad de los delitos imputados tanto al ex dictador como a sus colaboradores se encuentran tipificados en la ley internacional, no existe constancia que las leyes internas iraquíes hayan aceptado la vigencia de las mismas en tratados dictados con anterioridad a la invasión. No obstante, la pena establecida -privación de la vida- se encuentra rechazada por la generalidad de los estados que integran la comunidad internacional, con excepción de algunas naciones entre las que se cuenta Estados Unidos, donde se aplica constantemente. Es un hecho cierto que el requisito de la imparcialidad de un tribunal nombrado con antelación a los hechos por los que se ha juzgado al ex dictador no se ha cumplido. El entramado jurídico iraquí, de todas maneras, es fruto de la invasión y conquista de Bagdad y no de otro hecho; es fruto de un acto de guerra, no se puede aplicar a situaciones ocurridas con anterioridad a su gestación.
No es la primera vez que se presenta una situación semejante: en los juicios de Nüremberg jamás se respetaron los principios básicos del derecho penal contemporáneo. Tampoco allí hubo ley, tribunal ni sanción dictada con anterioridad a la comisión de los hechos que se imputaron a los procesados en el carácter de delitos, sino tan sólo la voluntad manifiesta del vencedor que exigía un castigo ejemplar para los vencidos. En los casos de conflictos bélicos, el derecho simplemente no existe; menos aún, la doctrina jurídica. La voluntad de la venganza es tan manifiesta en el vencedor que es inútil pedirle respeto a los principios jurídicos; sin embargo, el espectáculo del circo procesal, orientado a satisfacer las mentes simples, le rinde frutos a menudo. Para eso se realizan los procesos, y no por el afán de una justicia abstracta.
2. A lo largo del desarrollo del juicio seguido en contra del ex dictador ha sido permanente la amenaza y la presión ejercida en contra de sus abogados defensores. La prensa ha informado, al respecto, que algunos de ellos fueron asesinados, dificultándose consecuentemente la reunión y selección oportuna de pruebas así como la entrega de los descargos del acusado. Se calcula que, a lo menos diez han sido las personas asesinadas en el desarrollo del proceso y vinculadas, de una u otra manera, al mismo. Esta circunstancia es, a no dudarlo, un obstáculo más al principio de la imparcialidad que debe regir a todo tribunal que conoce de un juicio criminal, especialmente cuando se encuentra en juego la vida del o de los acusados.
3. Existen pocas dudas acerca del objetivo del juicio. Contrariamente a lo que podría suponerse, en el juicio seguido en contra del ex dictador de Irak Saddam Hussein Maijid, el tribunal ni siquiera ha intentado hacer ‘justicia’. Por el contrario: su objetivo central parece haber sido únicamente resolver un problema político de envergadura para el poder militar invasor: satisfacer los deseos de venganza de amplios sectores de la población shiíta, duramente golpeada durante el depuesto régimen, para volcar su apoyo al gobierno títere de la coalición anglo/norteamericana y, por ende, a ésta. En efecto: si bien se formularon varias acusaciones en contra el ex dictador, la condena definitiva aplicada en contra suya no tomó en consideración aquellas, sino exclusivamente su participación en la matanza de shiítas; no obstante, las demás acusaciones eran tanto o más graves que la empleada como fundamento de la sentencia. Es cierto que, para satisfacer las demandas internacionales, se han abierto otros procesos contra el ex dictador. Pero eso no exime de responsabilidad a los jueces. También los procesos pueden acumularse en una sola causa y resumirse en un solo fallo sumatorio de las condenas por cada delito cometido. Sin embargo, tampoco eso se ha hecho.
4. Es sugestivo que la sentencia en contra del ex dictador de Irak Saddam Hussein se haya dictado sólo dos días antes de las elecciones parlamentarias norteamericanas. ¿Circunstancia fortuita? ¿Casualidad? ¿Coincidencia? En las semanas anteriores a la dictación de la sentencia, las encuestas que medían el apoyo ciudadano a la gestión de George W. Bush acusaban un notorio y fuerte declive. Y hasta era posible prever un amplio triunfo de los sectores demócratas en las elecciones a celebrarse el 7 de noviembre. Manipular a la opinión pública con noticias optimistas -como la sentencia condenatoria de Saddam Hussein- es una costumbre que desde antiguo forma parte de la política estadounidense. Así sucedió durante las elecciones presidenciales que dieron el triunfo a Ronald Reagan, en el caso de los rehenes que permanecían en la sede de la embajada de USA en Teherán. Las negociaciones que se hicieron entre los representantes del régimen islámico y del candidato presidencial del partido conservador contemplaron la entrega de esos diplomáticos precisamente el día en que el actor de cine había de asumir la presidencia. El objetivo de la maniobra no era sino demostrar a los estadounidenses que el nuevo presidente sí era capaz de solucionar los problemas de la nación.
5. Falta de independencia del poder judicial. Todo tribunal debe funcionar con plena independencia respecto de los demás ‘poderes’ del estado. Tal es el legado que dejara tras de sí la revolución francesa: todos los ‘poderes’ -o, mejor, funciones- del estado han de mantener prudente distancia unos respecto de otros para, así, actuar con plena independencia. Cuando eso no ocurre, hay arbitrariedad. El derecho se entraba. No se le da a cada uno lo que le corresponde.
Por tal motivo, en este caso, no puede sostenerse que los tribunales iraquíes encargados de aplicar la condena al ex dictador hayan actuado con plena independencia tanto del gobierno iraquí como de las fuerzas de ocupación que integran la coalición anglo/norteamericana. La designación de los jueces, en gran medida shiítas, ha sido hecha en función de agradar al gobierno títere y, por consiguiente, al invasor foráneo de Irak. No se explica de otra manera que, de todos los líderes occidentales, la única persona en celebrar la condena a muerte del ex dictador haya sido el presidente de los Estados Unidos. Los jefes de estado europeos, sin perjuicio de criticar la imparcialidad del proceso, han reaccionado desfavorablemente por dos circunstancias: uno ha sido el desarrollo mismo del proceso; otro es la aplicación de la pena de muerte, castigo que ha sido suprimido en todas las naciones de la Unión por bárbara, inhumana e irremediable.
6. No podemos afirmar que la pena de muerte establecida en la actual legislación iraquí vaya a ser eliminada una vez ejecutado el ex dictador, pero sí podemos suponerlo. El ex dictador debe morir. Este es un hecho que casi no admite discusión. Vivo, es un sujeto peligroso. Preso no duraría mucho. Los jefes de estado que caen en prisión luego de ser derribados por los poderes planetarios suelen suicidarse en las prisiones. O ser muertos por algún recluso drogadicto, loco, enfermo o deseoso de hacer justicia por su propia mano. Para Estados Unidos, Saddam Hussein no es diferente a lo que era Slobodan Milosevic para la Unión Europea: personas a las que no se les puede mantener vivas una vez capturadas. Son tremendamente incómodos para sus captores.
De cómo se desarrollarán los acontecimientos en las semanas que se sucedan a la sentencia de 5 de noviembre sólo pueden hacerse hoy conjeturas. El derecho -aún en el caso de procesos circenses como el que estamos analizando- establece instancias en las cuales ciertos tribunales, superiores al que dictó la primera sentencia, revisan todo lo obrado por el inferior. Se les llama ‘tribunales de apelación’. Sin embargo, en muchas legislaciones existe un tercer grado de revisión que no analiza los hechos sino el derecho mismo y que, por eso, se le llama ‘fase de casación’. Puede, incluso, hablarse de un cuarto o quinto grado de revisión, constituido por la interposición de otros recursos que, al ser ejercitados, aseguran mayormente la rectitud del fallo; tales recursos adoptan diversos nombres: ‘revisión’, ‘queja’, ‘inaplicabilidad por inconstitucionalidad’, etc. Ignoramos si algunos de ellos serán interpuestos en el caso en comento. Aunque tenemos la sospecha que ello no sucederá por la escasa independencia que muestra el poder judicial respecto del poder político y militar. Lo cierto es que, a la manera de Nüremberg, el eje anglo/norteamericano quiere mostrar una imagen de respetabilidad y apego a las normas jurídicas con un proceso cuya gestación y desarrollo poco o nada resiste a un análisis más o menos acucioso de las circunstancias. Para nadie es desconocido que, tras las guerras y golpes de estado, los procesos incoados por el poder triunfante únicamente buscan morigerar su imagen brutal y hacer olvidar al espectador ingenuo los hechos sangrientos por él ejecutados en la consecución de sus objetivos.