No muchos años atrás, Obama afirmó, ante una congregación de su democrático partido, que los EE.UU ganarían, ante China, el desafío y que el siglo XXI seguirá marcado por la pax americana. Cifró el empeño en preservar el liderazgo norteamericano en los nuevos sectores de las tecnologías vinculadas a las energías renovables no fósiles. No […]
No muchos años atrás, Obama afirmó, ante una congregación de su democrático partido, que los EE.UU ganarían, ante China, el desafío y que el siglo XXI seguirá marcado por la pax americana. Cifró el empeño en preservar el liderazgo norteamericano en los nuevos sectores de las tecnologías vinculadas a las energías renovables no fósiles. No olvidó, tampoco, el ex mandatario norteamericano enfatizar que, en cualquier caso, el objetivo no podría ser otro que mantener buenas relaciones con China, aunque emplazándola a abrir sus mercados, porque de ello dependería la creación de riqueza y puestos de trabajo en EE.UU. El imperio, por otra parte, hostigó a China, presionando a sus autoridades para que se avinieran a seguir financiando las necesidades de la descomunal deuda pública y externa norteamericana. Se sucedieron, asimismo, en un escenario de tensas relaciones internacionales, varios incidentes: la venta de armas a Taiwán, los choques con Google, etc,
Y Obama se equivocó.
Como, ahora, también yerra su sucesor: el imprevisible Trump. El actual inquilino de la Casa Blanca ha reaccionado, de un lado, sustituyendo la apuesta por las renovables por un renovado impulso a favor de los combustibles fósiles (petróleo y carbón); y, de otro, (paradojas de la historia) dejando al Partido Comunista Chino como abanderado del libre comercio frente a las políticas proteccionistas del imperio, que ve como declina su antes indiscutido poderío industrial y exportador.
Napoleón, señalando China sobre un mapa, afirmó: «Ahí yace un gigante dormido; déjenlo dormir. Para cuando despierte, los destinos del mundo serán suyos». Antes Obama y, ahora, Trump se esfuerzan, además, en ensalzar la superioridad del sistema americano.
Quien ha despertado al gigante asiático, quien ha puesto en marcha sus prodigiosas fuerzas productivas no ha sido, sin embargo, el capitalismo. Ha sido, por el contrario, el socialismo; en concreto, la construcción del socialismo en sus primeras etapas de transición.
Desde la dirección planificada de la economía, la prevalencia de la propiedad pública y la preservación del carácter de clase y popular del Estado, China acordó iniciar un periodo de transición al socialismo, que no se tuvo empacho en aceptar que fuese considerablemente duradero; se aceptó por el marxismo chino el postulado de que, como condición previa para alcanzar los objetivos del socialismo, las fuerzas productivas habrían de ser desarrolladas, en principio, por la lógica y las relaciones del capital, no obstante, subordinadas, matizadas y reguladas desde el Estado popular y socialista. El socialismo no se puede construir sobre bases materiales subdesarrolladas; la necesidad reproduce las miserias y porquerías de siempre. La burguesía que se habría de encargar de esta tarea no sería, empero, sino una emanación de las propias estructuras del partido comunista chino; es decir, en ningún caso, una burguesía al uso, con capacidad de dirección y vocación de dominación política. Cumpliría una misión histórica específica, más que como sujeto, como objeto y ente instrumental dinamizador de unas estructuras y relaciones que el mercado y el beneficio se encargarían de engranar.
La burguesía china no es homologable a ninguna otra; ni cuantitativa ni cualitativamente. Desde la primera perspectiva, la parte del producto social que se apropia es incomparablemente menor que la de cualquier otra, y. desde la segunda, ya hemos avanzado que se le ha extraído la voluntad de dominación, al asumir y asignársele un papel secundario e instrumental en la acumulación de capital y riqueza en China. El país, en estas dos últimas décadas, abierto al mundo, en contacto con las fuerzas productivas y con las distintas formas de propiedad mundiales, ha conseguido despertar el colosal potencial productivo propio; ha hecho acopio de tecnología, de métodos de producción; ha aumentado la productividad del trabajo y ha puesto a trabajar a una gran parte de su población activa (superior a la europea y norteamericana juntas), antes postrada en el campo y subdesarrollo, por más socialistas que fuesen las relaciones sociales allí existentes.
Con ser importante que este modelo de crecimiento y generación de riqueza, que bien podría denominarse socialismo en fase inicial e instrumental capitalista, haya sacado del estado de necesidad a más de 400 millones de habitantes, no lo es menos que, al tiempo, la colosal producción de bienes, servicios, mercancías e infraestructuras han trastocado las estructuras sociales y económicas de los países con quienes se relaciona China. En el centro capitalista, a más de disolver a la aristocracia obrera, a la que condena a aceptar condiciones cada vez menos sociales en el trabajo, convierte a gran parte de la población activa en innecesaria. El ingente ejército industrial chino es capaz de nuclear en torno a sí a cada vez más zonas del mundo; su entrada en Africa es imparable; entabla relaciones con los Estados, en un trato igual, otorgando facilidades crediticias y un intercambio igualitario de bienes y servicios (Cuba, Venezuela, Brasil, Argentina, Africa), comprometiéndose con el desarrollo de infraestructuras necesarias en los países con quienes entabla relaciones. Teje, pues, cada vez más, relaciones económicas y monetarias en los cinco continentes, consecuencia de lo cual es la expulsión, en gran medida, de las antiguas potencias capitalistas de sus plazas tradicionales.
Y esto es solo el principio. En un par de décadas, con crecimientos anuales de dos dígitos, los 800 millones de trabajadores chinos y sus industrias pueden, sencillamente, dejar, no sólo sin empleo a los trabajadores europeos y norteamericanos, sino, también, sin plusvalía que extraer y realizar a las burguesías europeas y norteamericana.
Obama y Trump están profundamente equivocados, cuando fiaron, el primero, el salvamento de su país a un expediente tecnológico y, el segundo, al proteccionismo. El espectacular desarrollo chino se debe al socialismo y sus ventajas, y el declive americano a la senectud del capitalismo. La URSS pudo cumplir también ese papel, pero el abandono precipitado de la NEP esbozada por Lenin malogró la multiplicación exponencial del desarrollo de las fuerzas productivas, que el centralismo y el socialismo pleno nunca pueden conseguir sobre bases materiales insuficientes, subdesarrolladas o pre capitalistas. China, sin embargo, ahora, ha encontrado su propio camino. Europa y EE.U U no tienen por que sucumbir junto a su caduco y senil capitalismo. Si China ha «inventado» una burguesía instrumental y con fecha de caducidad, a los pueblos Europa y de los Estados Unidos les corresponde, por el contrario, desprenderse de sus respectivas burguesías. Paradojas de la historia. Y, de esta forma, tendrán ante sí, como China, un mundo de posibilidades, sobre las bases de la cooperación internacional y no de la trasnochada, nociva, insalubre y peligrosa competitividad capitalista.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.