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Ocasos y paradigmas

Fuentes: Rebelión

Pensadores europeos durante siglos se han asombrado que la cosmovisión de la antigua civilización griega, no obstante su profunda comprensión abstracta de los fenómenos del mundo, no hubiera desarrollado a niveles concretos de manera considerable la técnica, la ciencia y la industria. Se sabe que fueron hábiles navegantes y sin embargo nunca traspasaron ni colonizaron […]

Pensadores europeos durante siglos se han asombrado que la cosmovisión de la antigua civilización griega, no obstante su profunda comprensión abstracta de los fenómenos del mundo, no hubiera desarrollado a niveles concretos de manera considerable la técnica, la ciencia y la industria. Se sabe que fueron hábiles navegantes y sin embargo nunca traspasaron ni colonizaron más allá del estrecho de Gibraltar dónde su mitología suponía que estaban las columnas de Hércules y el fin del mundo. Aquello confinó su cultura al reducido entorno del mediterráneo. Aunque los griegos conocían los sellos, jamás desarrollaron la imprenta a pesar que para ello no faltaba más que un paso; su tradición no logró masificar el saber más allá de la oralidad y los pergaminos manuscritos.

Hechos similares aterran a los antropólogos que estudian las civilizaciones mesoamericanas. Los mayas, un poderoso imperio capaz de calcular hace siglos eclipses que apenas hoy están sucediendo con una precisión deslumbradora, sucumbieron entre la selva sin poder dominar factores tan esenciales como la relación con su entorno natural y los cambios climáticos. Aun cuando los aztecas conocían la rueda y la utilizaban para fabricar bonitos juguetes a sus niños, jamás elaboraron carros ni se sirvieron de ruedas para el trasporte: esas imponentes civilizaciones de piedra, para las que fue necesario movilizar millones de toneladas de roca a través de kilómetros de selva, se labraron a lomo de humano pues el trabajo, la vida y el sufrimiento eran valores sagrados, ofrecidos a los dioses como sacrifico para el mantenimiento del mundo. Los españoles creyeron que aquellos a quienes llamaban salvajes, al sacrificar sus semejantes eran caníbales adoradores del demonio: nunca entendieron que para los indios la sangre humana era la esencia vital del universo.

Ni griegos ni mesoamericanos tenían en los casos mencionados obstáculos materiales para revolucionar su mundo. Al contrario, poseían técnica y habían desarrollado el conocimiento hasta niveles que hubieran podido aprovecharse de otra manera. ¿Por qué no lo hicieron? Esta pregunta, que impresiona a los antropólogos, apunta hacia una cuestión epistemológica fascinante: el paradigma de su época no les permitió ir más lejos de dónde llegaban sus creencias e ideas.

En 1491 en Europa existían todos los medios necesarios para atravesar el océano y llegar a América. De hecho, los vikingos lo habían logrado frecuentemente siglos antes con mayores precariedades. ¿Por qué el «nuevo mundo» seguía aislado y desconocido en Europa? Porque el paradigma cristiano medieval sostenía, a fuerza de hogueras e inquisidores, que la tierra era plana y que acababa, como en el mundo griego, poco más allá de Gibraltar. La gran apertura que significó el tropiezo de Colón con las indias implicó un cambio anterior: la negación del paradigma, la locura de un almirante italiano convencido que la tierra era redonda y no plana como decían los curas. Y fue el hombre más loco de su tiempo y a la vez el más visionario. Lo que impedía llegar a América en 1491 no era el insondable océano sino una concepción tremendamente equivocada del mundo y la realidad. Una vez las ideas revolucionarias logran ponerse en práctica, una vez demuestran su efectividad frente al paradigma envejecido e inútil, es cuestión de tiempo el colapso del modelo anterior. Es como si la humanidad de repente percibiera un nuevo mundo que ya estaba hecho a su alcance, esperando a ser acunado en sus brazos.

La historia de la ciencia e igualmente el desarrollo del conocimiento es errático y digresivo, rebosa de ejemplos como estos. Fueron necesarios siglos para que los descubrimientos de griegos y árabes se integraran por fin al saber occidental. Cuántos muertos en la hoguera para entender que el sol no gira alrededor de la tierra a pesar de las torpes evidencias. Cuántas barbaries y genocidios para saber que no existen las razas porque en esencia somos más parecidos unos a otros de lo que muestran los colores, costumbres y facciones.

El ocaso de una civilización va precedido por la decadencia de sus valores, su cultura, sus ideas. Es el paradigma que se viene abajo, el modelo de pensar de un mundo que ya no sirve. No siempre las ideas cambian. Es entonces cuando nos aterramos, por ejemplo, que los griegos no pasaran de Gibraltar o qué los aztecas no usaran la rueda a pesar de conocerla. Pero cuando la mente de hombres y mujeres se desata, nada puede detener el cambio porque la principal cadena que aprisiona a la humanidad no está afuera, está adentro, en su cabeza.

Hay tanta comida en el mundo como para alimentar varias veces la población mundial. Nunca una sociedad había producido tanto, nunca había dominado la medicina pudiendo garantizar una vida saludable a la gente, nunca habían existido tantos medios de llevar a todos la ciencia, el conocimiento, la educación, la participación en la vida pública. Nunca como ahora.

¿Por qué entonces imperan discursos que justifican la desigualdad, que a toda costa defienden supremacías y arrogancias imperiales, que enarbolan la violencia, el egoísmo, el individualismo, el machismo, las supuestas diferencias étnicas, religiosas y raciales? ¿Por qué se sacraliza la ignorancia, el consumo innecesario y derrochador, la superficialidad y el fetichismo? ¿Por qué es posible y normal que un millonario norteamericano posea él sólo más riqueza que todo un país como Bolivia o Haití, pero resulta descabellado pensar en un piso, un trabajo, un plato y una vida digna para los habitantes de África o América Latina?

El paradigma actual dice que el mundo no podría sobrevivir un día sin los bancos, sin las guerras y sin el petróleo. Dice que para ser felices debemos renunciar a muchas cosas, incluida la felicidad. Dice, siguiendo el sentido más común de los comunes, que las armas y la violencia sistemática de las grandes potencias protegen la seguridad y por añadidura garantizan la paz. Este paradigma se resume en la fórmula: esclavízate, consume y cállate. En cualquier circunstancia, siempre serás culpable de tu fracaso.

Uno de los grandes conflictos de nuestra época está en el plano de las ideas. Pero esa es una coyuntura común a todos los tiempos. Por eso los Estados se ensañan más en extirpar modelos alternativos de vida y de sociedad que en perseguir la delincuencia y el crimen organizado. «Antisistema» es un calificativo tenebroso y malvado para los grandes medios de comunicación. La inquina con que la policía aporrea manifestantes pacíficos en España o Grecia no es comprensible bajo la lógica invocada de preservar el orden público. El sadismo que el gobierno colombiano empeña en torturar y asesinar a los miembros de comunidades indígenas, negras y campesinas que no aceptan las lógicas del capitalismo no es explicable bajo la simple etiqueta antisubversiva.  La «guerra contra el terror» emprendida por EE.UU. es en realidad la masificación e internacionalización del terror imperial contra los pueblos. Un paradigma que se impone a garrotazos intenta por todos los medios ocultar, silenciar las ideas que emergen y muestran una nueva organización del mundo, ya que las otras no permiten llevar hoy, en pleno siglo XXI, el bienestar más abajo de Gibraltar o del Río Bravo. La biblia neoliberal difunde un credo irracional y devastador: el crecimiento económico infinito, la supremacía de los más aptos y «exitosos», la libertad de los mercados y la esclavitud de los trabajadores, la depredación planificada de los recursos naturales y públicos, el consumo convertido en un cáncer imparable. El futuro se asombrará de nuestra época que consiguió llevar el hombre a la Luna pero no llevar comida y paz a toda la tierra. Quizá los antropólogos se pregunten cómo, estos necios humanos del siglo XXI habiendo descubierto curas contra la malaria, la fiebre negra o el cólera, no las usaran para prevenir la muerte de millones de personas en el tercer mundo. Los historiadores maldecirán una época dónde excedentes descomunales de comida acababan en los basureros en las metrópolis del planeta mientras naciones completas sufrían hambrunas devastadoras.

El ocaso de la civilización capitalista reclama la desintegración de su paradigma ideológico. Hace varios siglos, herederos de la ilustración, los políticos que se sentaban al lado izquierdo del parlamento francés se definieron defensores de la igualdad y la libertad. Marcaban los límites de una puja que no ha terminado. Estas son nuestras verdades, palpitando al mismo lado que late el corazón, descabelladas y utópicas, precisamente por eso posibles, alcanzables, necesarias: todos y todas tenemos que ser iguales, debemos ser libres, podemos vivir como hermanos en amistad con la naturaleza.

No son ni un fin teleológico de la historia humana, ni una materialización del paraíso sobre la tierra, ni un final apoteósico para la «marcha inexorable del progreso». Son más bien un reto al que no podemos renunciar. Una aventura que nuestra generación debe asumir: el desafío de demostrar que otro mundo es posible.


Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.