El economista cuestiona los beneficios generales de la globalización: «Han sido capturados por las grandes corporaciones y por los países que contaban con mayor potencial competitivo».
¿A quién beneficia la globalización? STEELSTOR
Parece que forma parte del sentido común y de la lógica económica sostener que la globalización tiene efectos globalmente positivos para todos los que participan en ese proceso. Se reconoce, como no podía ser de otra manera, la existencia de costes, que, según el relato dominante, soportarán sobre todo aquellas economías que se han desenvuelto en entornos más proteccionistas, al abrigo de la competencia internacional, acumulando de esta manera ineficiencias que, expuestas a los rigores de la competencia global, serían penalizadas y, lo más importante, corregidas. No obstante, en conjunto, los beneficios superan con amplitud los costes, generando de esta manera una dinámica de suma positiva. Todos ganan, pero las mayores ganancias las obtienen finalmente las economías más rezagadas y también las más ineficientes.
Siguiendo ese relato, los efectos positivos de las dinámicas internacionalizadoras dependen, en buena medida, de las políticas aplicadas por los gobiernos y también de un diseño de las instituciones globales compatibles y funcionales a las referidas dinámicas. Así, para obtener todas las ganancias derivadas de participar en la globalización de los mercados, los poderes públicos tienen que poner en el centro de sus agendas la apertura externa, exponiendo sus economías a la competencia internacional, en los ámbitos comercial, productivo y financiero; liberalizar la cuenta de capitales de la balanza de pagos; proceder a una amplia desregulación de los mercados; flexibilizar de la legislación en materia de inversiones extranjeras directas y abrir la economía a los flujos comerciales internacionales. Estas políticas harán posible el redespliegue transfronterizo de los recursos productivos en beneficio de las economías más rezagadas.
Sin embargo, a pesar de la abundante iconografía que nos habla de una globalización como una «tierra plana», un terreno de juego donde todos los actores pueden desenvolverse en las mismas condiciones y donde todos ganan, especialmente las economías más rezagadas, la realidad presenta contornos muy distintos. Los costes exceden los beneficios, y unos y otros se distribuyen de manera desigual. Desde esta perspectiva, resulta un apriorismo inaceptable poner en el centro de la política económica la apertura externa.
No solo se dan cita en los espacios globales economías con potenciales competitivos y especializaciones productivas muy diversas, sino que ese proceso internacionalizador contribuye a reproducir y ampliar esas diferencias. La idea-fuerza de que la globalización de los mercados -o, para ser más precisos, la internacionalización de los procesos económicos- cerraría gradualmente las brechas, que generaría un juego de suma positiva, en el que, sobre todo, ganarían las economías rezagadas y los grupos sociales que partían de una situación más desfavorable simplemente no se ha confirmado. Es cierto que, en algunos ámbitos y en algunos periodos sí se han registrado avances, pero resulta evidente que las disparidades estructurales se han mantenido y en algunos casos se han exacerbado. Los beneficios de la globalización han sido capturados por las grandes corporaciones y por los países que contaban con mayor potencial competitivo.
Las diferencias en el nivel de renta por habitante de las economías del centro y de la periferia, en sus especializaciones productivas y comerciales, en su potencial competitivo y en los niveles de productividad, así como entre los salarios percibidos por los trabajadores, dependiendo del país donde estén ocupados, el desigual acceso a los flujos de información y a las nuevas tecnologías, las restricciones a la movilidad de las personas, la existencia de barreras de diferente índole que dificultan en fin el libre movimiento de bienes y servicios… todo ello nos remite a una geografía productiva, laboral y social dominada por la heterogeneidad.
La impronta de la globalización nos habla de paraísos fiscales y espacios opacos donde las grandes fortunas y patrimonios, además de eludir sus obligaciones tributarias, hacen grandes y lucrativos negocios; de tratados internacionales negociados a espaldas de la ciudadanía, que suponen un ataque en toda regla a los estados de bienestar, colocando a las economías que los suscriben en una carrera hacia abajo en materia de derechos laborales, salud y protección del medio ambiente, y que suponen una importante cesión de soberanía en beneficio de las empresas transnacionales; de la aplicación de ingeniería contable por éstas para declarar los beneficios en aquellos países más generosos en materia tributaria (o colocarlos directamente en paraísos fiscales), privando de esta manera a los Estados y a la ciudadanía de recursos necesarios para financiar las políticas sociales y productivas; de una deriva oligopólica que supone una presión sistémica y sistemática sobre los salarios y que estimula la competencia global entre los trabajadores; de unas relaciones de fuerzas articuladas a escala global, que son claramente favorables al capital, cuya movilidad es muy grande, frente a los trabajadores y el conjunto de la ciudadanía.
En definitiva, aunque, como se ha mencionado antes, se ha convertido en un lugar común afirmar que la globalización es una ventana de oportunidad que pueden aprovechar, sobre todo, las economías más débiles, lo cierto es que esa oportunidad existe, sobre todo, para aquellas economías y empresas que cuentan con mayores capacidades productivas y tecnológicas. Para las que parten de una situación de rezago o atraso son mucho menores o incluso inexistentes.
Fernando Luengo es economista y miembro de Podemos (círculo de Chamberí) @fluengoe