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Oligofrenia del pensamiento liberal

Fuentes: La Jornada

No sólo el desarrollo de la economía y los avances de la tecnología carecen hoy de fronteras. El levantamiento en curso de los pueblos también las borra y acompaña, y lo particular de la lucha nacional se torna mundial por sus fines. El auténtico «rezago» político consiste en negar la indetenible universalidad de movimientos políticos […]

No sólo el desarrollo de la economía y los avances de la tecnología carecen hoy de fronteras. El levantamiento en curso de los pueblos también las borra y acompaña, y lo particular de la lucha nacional se torna mundial por sus fines.

El auténtico «rezago» político consiste en negar la indetenible universalidad de movimientos políticos y sociales que «por arriba» y «por abajo», por las buenas y por las malas, sacuden la escena contemporánea.

Los rasgos característicos del «rezago» político muestran varias facetas: estado de sitio o metralla para los pobres (Francia, España), apoyo a la invasión imperialista (Venezuela), constituciones a modo (Irak, Haití), suspensión de elecciones (Bolivia), exterminio de la población nativa (Israel), paramilitarización del Estado (Colombia), etcétera.

Ya no se trata del «fin de la historia» del liberalísimo Francis Fukuyama, quien ahora dice que lo entendieron mal. Tampoco de las atrocidades del neoliberalismo impulsado por Milton Friedman, gurú del «único modelo viable», quien ahora dice (uf) que lo entendieron mal.

En tanto concepción del mundo y producto histórico, el liberalismo estuvo vigente de 1600 a 1900 y el neoliberalismo, suerte de nazifascismo democrático y legal, aún causa estragos en los cuatro puntos cardinales. Craso error de izquierdas y derechas: haber creído que el liberalismo nació para ser como el conservadorismo: inmutable en la Tierra como el segundo cree que lo es en el cielo.

La libertad absoluta y su correlato «natural», la libertad económica, tuvieron en la trata de esclavos su base de acumulación y el fundamento oprobioso de tanta moralina filosófica (con esclavos se piensa mejor). En Francia, la burguesía convirtió el Estado en abstracción jurídica a su servicio. Clase a tal punto revolucionaria, que no titubeó en erigirse en lo contrario al ver que sus ideas conducían al socialismo.

En América Latina el liberalismo empezó mal y acabó muy mal, siendo residuo, copia, medio de opresión y dictadura de clase tras el rótulo de libertad, democracia, progreso, tolerancia, derechos humanos.

Los liberales creen que la libertad consiste en admitir las leyes «naturales». Por ejemplo, el «don natural» de la propiedad. De ahí que al hablar del «carácter ético del Estado» se refieran, en realidad, a la ética de un Estado pensado para los grupos dominantes.

Concibiendo a la sociedad como un todo, el liberal dizque defiende la «democracia liberal». Forma elegante de tapar la dictadura de aquella clase triunfante en 1793, que hoy se siente predestinada a conservar sus privilegios y su dominio sobre todos los pueblos del mundo.

Papanatas que se las dan de liberales dicen que «… la izquierda del siglo XX nació de espaldas a la democracia liberal». A ver, a ver… ¿no que la democracia carecía de adjetivos?

«Nuestro país necesita con urgencia de una ‘izquierda moderna’… El problema de fondo -dicen con popote y coco en mano- reside en el desencuentro de nuestra izquierda… con la tradición liberal en su conjunto, pero en particular con el liberalismo esencial a toda sociedad abierta, el liberalismo político.»

Que a un liberal lo caracterizan rasgos «inconfundibles» (sic): desconfianza del poder en una sola persona o en las masas movilizadas (¿Pitágoras?); confianza en el valladar de las instituciones y las leyes (¿Luis XVI?); protector de la diversidad de creencias, ideas, culturas y opiniones (¿Gandhi?); creencia en el individuo más que en el Estado como motor de creatividad económica (¿von Hayek?), descreimiento de la lucha de clases y de toda clase de «lucha» (¿Parménides más Karl Popper?).

«Los medios de comunicación masiva deberán ser los más escrupulosos en practicar la objetividad y la neutralidad…» y en «… preparar reportajes que informen al elector con hechos, y no en alimentar sus prejuicios.» Pa’ un taco, seño…

Persuadido de que «… la democracia viva no sólo se caracteriza por su respeto a la voluntad de la mayoría en las elecciones; se caracteriza también por la calidad de su discusión pública»…, el papanatas liberal quiso decir: «excepto si dictadores tropicales y mesiánicos como Hugo Chávez, nueve veces refrendado en las urnas, grita: ¡Viva el Che Guevara, carajo!» Guaca.

Añade: «El desdén de la izquierda por la tradición liberal podría poner en riesgo la democracia… Nos de-sespera pensar lo que podríamos lograr con nuestros recursos en un clima de mínima concordia». Y ya se nos quemó el coco, pues justo aquí íbamos a evocar la «benevolencia del carnicero» de Adam Smith.

La oligofrenia liberal no puede admitir que con acento reaccionario, reformista o revolucionario, el mérito del nacionalismo latinoamericano consistió en enfrentar al imperio, empeñado en quebrar todo espíritu de resistencia nacional. El nacionalismo bolivariano y revolucionario ha empezado a desenmascarar dos cosas: la idealización del Estado nacional y las vías muertas de la historiografía liberal.