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Oración por el mercado libre

Fuentes: La Jornada

Imaginemos una sociedad tan perfecta que ninguno de sus miembros tenga que ser bueno. La cohesión social se mantendría firme porque no dependería de que los integrantes de esa sociedad fueran bondadosos. Suena un poco extraño, pero demostrar la viabilidad y virtudes de un sistema social con esas características es el proyecto analítico e ideológico […]

Imaginemos una sociedad tan perfecta que ninguno de sus miembros tenga que ser bueno. La cohesión social se mantendría firme porque no dependería de que los integrantes de esa sociedad fueran bondadosos. Suena un poco extraño, pero demostrar la viabilidad y virtudes de un sistema social con esas características es el proyecto analítico e ideológico de la teoría económica desde que Adam Smith escribió su Riqueza de las naciones. La piedra de toque de ese proyecto es que en la esfera de los asuntos «económicos» no hay lugar para la bondad como opción en la conducta individual. Tampoco hay lugar para la ética.

En la ideología mercantil de nuestros días, y en la teoría económica estándar, el mejor ejemplo es el mercado autorregulado. En él, los precios están determinados por fuerzas anónimas y su nivel no depende de instancias externas a la racionalidad del mercado. Aunque son anónimas, esas fuerzas tienen nombre: oferta y demanda, y se piensa que si se les deja actuar sin estorbos conducen el sistema a niveles de precios que tienen características interesantes.

Supongamos que existe una colección de precios que permite igualar la oferta y la demanda de todos los bienes y servicios de una economía simultáneamente. Por ejemplo, sería una lista de los precios de manzanas, sillas, automóviles, lámparas y de todos los demás bienes que se producen y venden en esa economía. A esos precios, la cantidad ofrecida de cada uno de esos productos es igual a la demandada. No es necesario aburrir a los lectores con los detalles de la teoría económica del mercado, pero esa configuración de precios corresponde a un «equilibrio general» y tiene ciertas propiedades atractivas. Suena interesante, pero desgraciadamente la teoría económica no ha podido demostrar cómo es que se alcanza (si es que se alcanza) esa colección de precios de equilibrio. Esa es otra historia sobre la que regresaremos algún día.

Lo que nos interesa destacar aquí es que en ese sistema no tiene cabida la deliberación personal ni la responsabilidad ética. Las fuerzas anónimas de la oferta y la demanda se imponen a los miembros de esta sociedad de mercado y les sobrepasan. Y si las fuerzas de la oferta y la demanda rebasan la conducta de los individuos, éstos no tienen por qué preocuparse sobre si sus actos están en correspondencia con las normas de la ética. Lógico ¿verdad?

No tanto. Ese sistema social, tan perfecto que nadie tiene que preocuparse por ser «bueno», ha sido llamado por muchos el «libre mercado». Pero eso entraña una gran contradicción. Si no hay lugar para la deliberación de cada uno de los miembros de esa sociedad en sus decisiones económicas, es porque no hay libertad. Las variables económicas se determinan de manera automática o, por así decirlo, por un mecanismo. Por eso hablamos de un «sistema» de mercado como red de relaciones entre «fuerzas económicas». Los individuos ya no necesitan la capacidad para juzgar las circunstancias de su entorno y las que rodean a sus interlocutores. Pero si los relevaron de la carga de tener que ser buenos los unos con los otros, es porque primero les quitaron la libertad de no ser bondadosos. Por eso no existe tal cosa como el «libre» mercado.

Los precios en ese sistema dependen no de las decisiones individuales, sino de la agregación de esas decisiones en los mercados parciales. Así, la venta de una tonelada de maíz a mil pesos no depende de lo que es justo o injusto para el productor. Si se tratara de una transacción verdaderamente libre, cada agente pagaría lo que consideraría apropiado para el productor y para su propia economía familiar independientemente de las decisiones de los demás.

El mercado siempre existió, dice Karl Polanyi, pero hasta hace unos cinco siglos estuvo inmerso en otras relaciones sociales. Esas otras relaciones sociales impedían hablar de un sistema autorregulado y autónomo. Pero en el siglo XV surgió otro tipo de lógica o de racionalidad social. En ella, la gran mayoría de las transacciones económicas comenzó a regirse por una forma de circulación distinta a la del mercado. Max Weber demuestra que esa nueva circulación estuvo inicialmente ligada al auge de centros financieros y dependía de la maximización de ganancias y de las estrategias de largo plazo en la acumulación de «capital». La palabra «valor» dejó atrás sus connotaciones éticas y se convirtió en sinónimo de precio y de lo que la demanda agregada está dispuesta a pagar.

La economía de mercado no siempre fue una economía capitalista. De hecho, Weber demostró que el capital nació destruyendo el mercado. ¿Podemos recuperar las virtudes de una economía de mercado genuinamente libre o tenemos que resignarnos a vivir sometidos a una circulación de mercancías que elimina la capacidad deliberativa de cada individuo?