Solo la convocatoria de elecciones puede enfrentarse a las fuerzas que apoyaron la conspiración que aupó a Temer y que ahora intentan elegir indirectamente a otro golpista para dirigir el Ejecutivo
Manifestación en Río de Janeiro contra el impeachment a Dilma Rouseff
(Fernando Frazão/Agência Brasil)
El 31 de agosto de 2016, el Senado brasileño concluyó el proceso de impeachment contra la entonces presidenta electa de Brasil, Dilma Rousseff. Se abrió así uno de los capítulos más dramáticos de la historia reciente del país. El proceso ha dejado de rodillas a la que fue la mayor democracia latinoamericana y al país abocado a una crisis de consecuencias inciertas. La extrema violencia institucional aplicada a Rousseff por el manejo de un asunto presupuestario banal ha abierto una herida incurable en la joven democracia brasileña. El complot urdido por los medios de comunicación, el poder judicial, la cúpula del Ministerio Fiscal, el Parlamento y la Vicepresidencia de la República ha provocado que la Constitución de 1988 esté en entredicho. Cuando se analizan en profundidad los hechos salta a la vista una abrumadora realidad: ninguna institución de la República ha quedado al margen de esos acontecimientos.
Desde el primer día de 2015, inicio del segundo mandato de la expresidenta legítimamente elegida, la oposición y los poderes fácticos se pusieron de acuerdo para impedirla gobernar. En el seno de un sistema político transversalmente deshonesto, se usó como pretexto para bloquear su acción de gobierno precisamente la lucha contra la corrupción. Paradójicamente, un parlamento en el que la mayoría de sus miembros están envueltos en asuntos turbios es el que sometió a un juicio político rabioso y de dudosa validez legal a una presidenta honrada, sin causas penales en su contra, en un proceso que desembocó no solo en su destitución, sino también, y lo que es mucho más grave, en el desmantelamiento de todo el sistema democrático constituido tras la dictadura militar.
El proceso parlamentario en contra de la expresidenta Rousseff estuvo fundamentado en un tecnicismo fiscal que tiene relación con la ley presupuestaria. Se acusó al Gobierno de haber usado irregularmente ciertos mecanismos presupuestarios para equilibrar las cuentas de la Unión. Sin embargo, en ninguno de los casos se podrían derivar consecuencias jurídicas de un acto que no va más allá de un pequeño manejo heterodoxo de las cuentas; los hechos no podrían dar margen a una interpretación tan violenta como una petición de impeachment a la presidenta. El golpe blanco ha permitido comprobar lo poco que ha cambiado la élite brasileña en los últimos cincuenta años. Al igual que en 1964, cuando un golpe militar instauró una dictadura que duró veinte años, esta élite ha dejado claro que solo considera la democracia representativa cuando juega a su favor, sin importarle subvertirla en caso contrario. Lo cierto es que, tras cuatro derrotas seguidas contra Luis Ignacio Lula da Silva y Dilma Rousseff, con previsiones de una quinta en 2018, buena parte de los poderes fácticos de Brasil se han unido a los partidos de la oposición para decir basta ya, y no se lo han pensado dos veces a la hora de interrumpir el periodo más largo de respeto a las decisiones del pueblo soberano en su país mediante un golpe de Estado parlamentario que, pese a la apariencia de legalidad constitucional de que se le ha querido revestir, hacía un uso torticero del proceso de impeachment previsto en la normativa brasileña.
Las revelaciones del pasado 17 de mayo muestran cómo Aécio Neves, líder del principal partido que conforma el gobierno golpista (y su candidato, derrotado, en las últimas presidenciales) ha sido acusado de recibir sobornos. Y no solo eso, el propio presidente ilegitimo Temer, según audios presentados por la Fiscalía, habría intentado sobornar al expresidente de la Cámara, y socio suyo durante el golpe, el detenido Eduardo Cunha, para comprar su silencio, dificultando la acción de la justicia. Todo ello demuestra que se ha adueñado del poder una gran cuadrilla de criminales.
En menos de un año, el gobierno nacido de la conspiración ha procurado destruir los avances conquistados por las clases populares en los últimos 13 años de gobierno de centro izquierda. Se está llevando a cabo el desmantelamiento de todos los programas sociales que los gobiernos populares han llevado a cabo los últimos años: como el Beca familia, Mi casa mi vida, ProUni, Pronatec, etc; se está retrocediendo en las áreas de las políticas públicas, de la diplomacia,, de las políticas sociales y del incentivo a la industria local, así como en todas las materias de igualdad social que los gobiernos del PT habían desarrollado de modo bastante eficaz.
Brasil tiene ahora por delante un periodo desalentador. En efecto, que el poder judicial diera a entender que el objetivo del golpe era combatir la corrupción para refundar la República fue un engaño, ya que el gobierno nacido de la conspiración no solo es ilegítimo, sino mucho más corrupto que cualquier otro. Siete ministros del nuevo Ejecutivo nombrado el 12 de abril de 2016 tenían que responder ante los tribunales de acusaciones por delitos contra el patrimonio público, y el propio presidente, ya se sabía entonces, estaba bajo sospecha de haber recibido dinero para la financiación ilegal de su partido, al tiempo que su patrimonio no se correspondía con sus ingresos. Además, su exministro de Planificación Económica admitió que las operaciones judiciales y policiales contra la corrupción debían ser aprovechadas como una cortina de humo para derribar a la expresidenta, y que deberían cesar en cuanto ésta saliera. Esto no fue posible por motivos ajenos al poder judicial. Pese a la persecución de la magistratura, de la policía, de la Fiscalía y de los grupos mediáticos, el golpe todavía no ha podido destruir uno de los pilares que sustenta la esperanza de resistencia democrática: el expresidente Lula da Silva. La figura del expresidente aglutina a la mayoría de los movimientos populares que defienden la democracia. Ahora solo él puede impedir la continuidad del programa golpista, ya que en todas las encuestas aparece como el favorito para ganar las presidenciales del 2018.
Si el objetivo del impeachment era reemplazar un gobierno de perfil socialdemócrata por uno liberal-conservador que hiciera las reformas más impopulares que el capital financiero reservaba a Brasil, la imposibilidad de completar dichas reformas obliga ahora a eliminar al nuevo gobierno. En efecto, en las filas complotistas nadie se esperaba que su gobierno, pese a su política de tierra arrasada contra las políticas públicas llevadas a cabo por Lula da Silva y Rousseff, necesitara aún más tiempo para aprobar sus reformas impopulares. Y menos todavía que los diferentes frentes judiciales que Temer tenía abiertos tardaran menos de un año en hacer inviable su continuidad al frente del Ejecutivo. Y ahora sus mayores fiadores, los grandes grupos mediáticos y el mercado financiero dan por amortizado a Temer, que ha dejado de servir a sus intereses. Están a la búsqueda de una cara nueva para terminar el trabajo sucio empezado hace apenas un año.
Se abre un nuevo capítulo del golpe, que no será el último. Ha llegado la hora del golpe dentro del golpe. Las mismas fuerzas que apoyaron la conspiración que aupó a Temer ahora intentan elegir indirectamente a otro golpista para dirigir el Ejecutivo. Entre los nombres que se barajan están el conservador presidente de la Cámara, el oscuro presidente del Senado, un salvador de la patria sacado del judiciario, o un posible gobierno técnico. Sea quien sea, debe evitar el peligro de pasar por las urnas. Los mercados y los jerarcas de la comunicación, liderados por el grupo Globo, solo exigen una cosa: que el equipo económico liderado por Henrique Meirelles, el hombre de los banqueros, permanezca en el gobierno.
Más de 30 años después de los movimientos por las elecciones directas que marcaron el final de la dictadura, el pueblo brasileño se ve obligado a reivindicar de nuevo una conquista que parecía ser parte del patrimonio de su cultura política. Las últimas manifestaciones de protesta contra el gobierno ilegítimo han confirmado que los sectores más sanos de la sociedad brasileña solo conciben una salida para derrotar al golpe: elecciones directas ya. El tiempo juega a favor de la manutención del estado de excepción: a menos de un año y medio para acabar la legislatura, no parece quedar tiempo suficiente para convocar nuevas elecciones. Aun así, el movimiento gana cada día más fuerza y empieza a poner al gobierno antidemocrático contra las cuerdas. Tan bochornosa es la situación que los conservadores están acudiendo a la censura y al uso de la fuerza para amedrentar a los manifestantes que salen a las calles. Nadie esperaba que el movimiento en contra el golpe pudiera incorporar una reivindicación que ha cambiado la historia reciente del país, porque hasta hace poco tiempo parecía inconcebible volver a luchar por la democracia en Brasil.
Si bien es indudable que el movimiento golpista ha abierto grietas en los frágiles cimientos de la Constitución brasileña, no es menos cierto que se ha generado una onda antigolpe que difícilmente podrá ser detenida por la actual represión del Gobierno.
Brasil no puede esperar un año y medio para retomar la senda democrática. Octubre de 2018, para cuando están previstas las próximas elecciones presidenciales, podría ser demasiado tarde para reconstruir el Estado demolido por una élite corrupta que está en camino de transformarlo en otro Estado fallido. Hace falta que se apruebe de inmediato una enmienda a la Constitución que permita convocar nuevas elecciones. Actualmente, ésta prevé elecciones en 90 días solo en caso de vacancia de los cargos del presidente y vicepresidente en los dos primeros años del mandato de cuatro años; en caso de que la vacancia sea en los dos últimos años, el actual, el nuevo presidente debe ser elegido indirectamente por el Congreso en 30 días. Este país, con más de 200 millones de habitantes y octava economía mundial, solo saldrá de la crisis en la que le han hundido los conspiradores si se pone su destino en manos del pueblo soberano. Y, con toda seguridad, a la elección de un nuevo presidente deberá seguir la refundación del país. Hace falta un nuevo arreglo democrático por el cual todas las fuerzas que participaron en el desdichado golpe contra el país sean, como mínimo, apartadas de sus funciones en el seno del Estado democrático y de Derecho.