“[Dadas las circunstancias,] debemos estar preparados con todas las bombas que tenemos y podamos fabricar… hasta que Rusia aprenda a ser decente”.
Henry Stimson, Secretario de Guerra de Estados Unidos, 1945, citado en Peter Watson, p. 388.
Otra vez se ha hecho dramáticamente actual el riesgo de una hecatombe nuclear como producto de una guerra de exterminio mutuo entre Estados Unidos y Rusia. El hecho de estar al borde del precipicio obliga a preguntarse sobre la génesis del Armagedón atómico o, dicho en forma más precisa, averiguar quiénes son los responsables de haber diseñado la bomba atómica. La respuesta se encuentra en el libro Historia secreta de la bomba atómica de Peter Watson. [Editorial Crítica, Barcelona, 2020, 494 páginas]. Esta es una obra que debería ser conocida por la mayor cantidad de personas por las enseñanzas que allí se encuentran y que nos dicen mucho para entender lo que está pasando y comprobar el carácter estructuralmente genocida de los Estados Unidos. En este sentido, el libro de Peter Watson es una lectura de urgencia, imprescindible para conocer el funcionamiento criminal del imperialismo estadounidense.
A continuación, vamos a desglosar algunas de las tesis básicas de este libro, en una forma breve y esquemática, en estos tiempos en que hay que escribir corto para leer rápido, porque no sabemos que es lo que nos espera a la vuelta de la esquina.
1. Estados Unidos construyó la bomba atómica cuando era evidente que la Alemania nazi no la podía construir. Una falacia que se ha repetido a la larga de décadas y se ha convertido en una especie de verdad oficial sobre los orígenes de la bomba atómica radica en sostener que fue una respuesta necesaria y obligada al avance alemán en la materia. Mejor dicho, Estados Unidos se adelantó a Hitler, quien estaba cerca de construir la bomba atómica. La documentación que aporta Watson desmiente esa falacia.
Por diversas circunstancias, entre ellas que los físicos alemanes habían llegado a la conclusión en 1942 que era imposible construir un arma nuclear en poco tiempo, Alemania abandonó cualquier proyecto encaminado a fabricarla. Y eso se supo rápidamente en Inglaterra y luego en Estados Unidos por la filtración de información secreta del enemigo. Así, “en el verano de 1942, los Aliados no tenían ninguna necesidad de embarcarse en la fabricación de un arma nuclear, no si el motivo principal para hacerlo era contrarrestar la amenaza nazi, porque, en ese terreno, los nazis no representaban ninguna amenaza” (p. 143).
En ese momento, en Estados Unidos se había podido abandonar tranquilamente cualquier proyecto de construir la bomba atómica. Apenas estaba en marcha el Proyecto Manhattan y era sencillo deshacerlo y anularlo. Eso tenía poco costo económico ya que se habían invertido hasta ese momento escasos fondos: “Puesto que los nazis no disponían de ninguna bomba, desde un punto de vista estrictamente militar, el programa atómico aliado no tenía la menor urgencia”. (p. 143).
2. Los servicios secretos británicos sabían con certeza que Alemania no podía construir la bomba atómica en junio de 1942, pero no se lo comunicaron de inmediato a Roosevelt, quien en el momento iniciaba el Proyecto Manhattan. Esto se debió, en alguna medida, al hecho de que los ingleses se negaban a aceptar que iban a convertirse, luego del fin de la guerra, en una potencia de segundo orden y que, además, algunos científicos en ese país habían hecho avances en el terreno nuclear y no querían renunciar del todo a seguir participando en el proyecto de llevar la construcción del arma destructiva hasta el final.
3. Estados Unidos inició el Proyecto Manhattan en forma secreta sin decirle ni una sola palabra a la URSS, que en ese momento era su aliada en la guerra contra el eje nazi-fascista. Y lo hizo porque la bomba atómica cobró una nueva prioridad, que no era la Alemania nazi, sino la URSS, sobre todo luego de la victoria de Stalingrado. En efecto, “tras ver que Rusia emergía como superpotencia tras su victoria en la batalla de Stalingrado -comienzos de 1943-, la bomba, que en principio no iba a ser más que una respuesta a la amenaza de los nazis construyeran la suya, cobró un significado mucho mayor” (p. 149). Estados Unidos quería tener el monopolio del arma nuclear después de finalizada la guerra, su objetivo era “mantener la paz mundial” que era una forma elegante y eufemística de denominar al chantaje nuclear. En esa dirección, el 17 de septiembre de 1942 al general Leslie Groves se le encomendó la dirección del Proyecto Manhattan y este, a las pocas semanas, manifestó que Rusia era el verdadero enemigo y el proyecto estaba orientado a partir de este presupuesto estratégico. (p. 184).
En marzo de 1944, este mismo general Groves señaló: “La verdadera razón de la bomba era doblegar a los Russkies” [rusos, en forma despectiva]. Ante eso, dijo Josef Rotblat, un físico polaco: “Hasta entonces yo creía que nuestra tarea era evitar la victoria de los nazis. Ahora me decían que el arma que estábamos preparando se emplearía contra un pueblo que estaba haciendo sacrificios extremos para alcanzar la misma meta”. Por eso cuando escuchó las palabras de Groves sintió “una profunda sensación de traición” (p. 253).
4. Los físicos en principio fueron manipulados por los políticos que les permitieron desarrollar los “juguetes”, pero luego cuando ese juguete (la bomba atómica) estaba avanzando, en aras de una pretendida sed de saber siguieron adelante sin importarles las consecuencias destructivas que pudieran tener la bomba atómica. Nada los detuvo en su colaboración consciente para producir la bomba atómica, para lo cual se abrigaron con el pretexto de que la investigación y el conocimiento que de allí se deriva no puede detenerse. Al respecto, Enrique Fermi sostuvo: “No me vengan con escrúpulos de conciencia. Esa cosa es ciencia física de primerísimo nivel”. Luego adujo que daba lo mismo si la bomba era un éxito o no, “porque como experimento científico valía mucho la pena” (p. 256).
Lo que paso con los científicos es que tenían un juguete y tenían ganas de probarlo y “por eso lanzaron la bomba”, como lo dijo el Almirante William Halsey. Esos científicos pensaban que si la bomba se lanzaba contra el Japón salvaría vidas. Y, para completar, prácticamente todos no tuvieron ningún tipo de conciencia social y cedieron ante la presión para no abandonar el proyecto. Ellos temían que si desertaban por valores éticos arruinarían en forma irreversible sus brillantes carreras. Ellos prefirieron apostarle a la muerte, de los japoneses que fueron achicharrados por las dos bombas atómicas y luego de la humanidad en su conjunto -riesgo que desde 1945 gravita sobre nuestra frágil existencia- antes que sacrificar su curiosidad científica y su prestigio como eminentes lumbreras de la física mundial.
Que en el fondo ellos si sabían cuáles iban a ser los impactos de su “juguete atómico” lo señaló el físico húngaro-judío Leó Szilárd que, cuando Enrique Fermi “logró la primera reacción en cadena, “le estrechó la mano y le dijo, con voz queda: ‘Recordaremos el día de hoy como uno de los más negros de la historia de la humanidad’. Tenía más razón de lo que sospechaba. Los británicos ya contaban con pruebas de que la bomba de los alemanes no existía y, por lo tanto, aquel experimento decisivo, demostración palpable de que la reacción en cadena era viable, había sido innecesario” (p. 161).
No obstante, este remordimiento inicial desapareció rápidamente y el mismo Leó Szilárd argumentaba en enero de 1945 que era preciso conseguir la bomba cuanto antes y detonarla porque si eso no se hacia la opinión pública no tendría idea de su poder destructivo y eso no conduciría a una paz estable. Pensaba que la “mejor manera de abordar a los rusos era inmediatamente después de haber usado la bomba con éxito en una acción militar, porque solo si Estados Unidos demostraba un liderazgo ‘abrumador e incontestable’ había esperanza de lograr el objetivo” (p. 374). Es decir, Szilard era un típico intelectual atómico.
No todos eran así, afortunadamente. El caso más destacado fue el de Niels Bohr, el físico danés, que tenía claridad de lo que se avecinaba con la bomba atómica y el peligro que entrañaba para la humanidad y por eso hizo hasta lo imposible para convencer a Estados Unidos e Inglaterra de no excluir a la URRS de la producción del arma, no producirla en secreto y en contra de los soviéticos y de firmar un acuerdo de posguerra con todas las potencias que impidiera la proliferación nuclear y garantizara la paz mundial. Winston Churchill con desprecio pensó que era un agente secreto de los soviéticos y dijo que un individuo como Bohr merecía ser fusilado.
6. En Moscú se enteraron de que Estados Unidos había puesto en marcha el proyecto Manhattan a los pocos días de que este se iniciara. “Los rusos iniciaron el proceso de fabricación de su bomba porque los aliados occidentales habían iniciado ya el suyo. No actuando como aliados, los aliados occidentales dieron el pistoletazo de salida de la carrera nuclear que los ciudadanos del mundo de hoy hemos heredado” (p. 145). Esa búsqueda duró varios años, pero menos de los que suponían en Estados Unidos, quienes se equivocaron al respecto. Estados Unidos había sobreestimado a los alemanes y subestimó a los soviéticos. Estos lograron construir el arma varios años antes de lo pensado, en gran medida gracias al físico Klaus Fuchs, quien les enviaba información desde los Estados Unidos. Y dice Peter Watson en las últimas líneas de su trascendental obra que en gran medida por esa información en 1949 los soviéticos lograron estallar su primera prueba atómica con éxito. Y esto fue lo que evitó la catástrofe nuclear en ese momento, porque cuando estalló la guerra de Corea, la presidencia de Estados Unidos concibió la idea de lanzar bombas atómicas contra la URSS y contra China. Si la URSS no hubiera mostrado su arma, seguramente Estados Unidos la hubiera bombardeado y esta hubiera ripostado, por la sencilla razón que Estados Unidos hubiera atacado convencido que en el otro lado no se tenía el arma nuclear.
Para darse cuenta de lo que se pensaba en Estados Unidos a comienzos de la década de 1950, en plena guerra de Corea, baste citar lo que escribió Harry Truman, presidente de los Estados Unidos, en su diario. Esto fue lo que plasmo a finales de enero de 1952:
“[A]puntar a la raíz de las agresiones comunistas y dejar de destinar sangre y recursos a combatir sus síntomas, como hacemos en Corea. Tengo la impresión de que en estos momentos lo más apropiado sería un ultimátum a Moscú diciendo que, si en el plazo de diez días no atienden nuestras peticiones, organizaremos el bloqueo a la costa de China desde la frontera de Corea hasta Indochina, bases de submarinos incluidos… y que, si se producen nuevas injerencias, eliminaremos los puertos o ciudades que sea necesario para cumplir con nuestros propósitos de paz… No fuimos nosotros los que empezamos el episodio de Corea, pero seremos nosotros los que le pongamos fin por el bien del pueblo coreano, por la autoridad de las Naciones Unidas y por la paz del mundo… Eso significa la guerra total. Significa que Moscú, San Petersburgo, Mudken, Vladivostok, Pekín, Shanghái, Port Artur, Dairen (Dalian), Odesa, Stalingrado y todas las fábricas de China y la Unión Soviética serán eliminadas. Es la última oportunidad que tiene el gobierno soviético de decidir si quiere sobrevivir o no”. (p. 419, énfasis nuestro).
Y esto lo evitó, concluye Peter Watson, una persona, el físico Klaus Fuchs, quien, pese “a sus delitos y traiciones, sus arteros engaños, su deslealtad y taimada astucia llevaron al mundo a un paisaje congelado por el terror y, de ese modo, nos salvó a todos del desastre” (p. 423). Una opinión muy personal y dura de Peter Watson, quien tiene que reconocer de esa forma que, si los soviéticos no hubieran producido la bomba, Estados Unidos hubiera implantado un reino de terror macabro en el que podría bombardear con armas atómicas a quien se le atravesara en el camino.
Como podemos darnos cuenta, en esta investigación se indica con nombres y apellidos a los responsables de haber inventado la bomba atómica, esa arma destructiva que jamás debió construirse, y que fue un resultado del deseo del poder imperialista de Estados Unidos de dominar el mundo a su acomodo, con el chantaje nuclear permanente y para lo cual contó con el concurso de eminentes científicos que perdieron su inocencia y terminaron con la “época heroica de la ciencia”, vista como un saber desinteresado que en abstracto beneficiaría a la humanidad. Si, los intelectuales atómicos la beneficiaron tanto, que han puesto en peligro su existencia, como hoy nos lo vuelven a recordar los terribles sucesos de Ucrania.
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