I En los debates sobre economía española hay temas recurrentes. El del mercado laboral y el empleo es uno de ellos. España estuvo en pleno empleo estadístico sólo al final del período keynesiano. Era un pleno empleo ficticio, pues no se tenía en cuenta ni los 2 millones largos de emigrados al resto de Europa […]
I
En los debates sobre economía española hay temas recurrentes. El del mercado laboral y el empleo es uno de ellos. España estuvo en pleno empleo estadístico sólo al final del período keynesiano. Era un pleno empleo ficticio, pues no se tenía en cuenta ni los 2 millones largos de emigrados al resto de Europa ni las enormes bolsas de desempleo que se camuflaban en los restos de la economía familiar, particularmente en el sector agrario, el pequeño comercio, etc. Era, para decirlo de algún modo, un tipo peculiar de pleno empleo. El que, salvando las distancias, también se puede encontrar en algunas economías en desarrollo donde la tasa de empleo es muy baja porque una parte sustancial del personal se encuentra subsistiendo en la llamada economía informal. Y es que desde la crisis de los setenta, el desempleo ha sido un tema recurrente y particularmente grave en diversos períodos de nuestra historia reciente (1975-1988, 1991-1995 y de 2008 en adelante).
Las estadísticas sirven para informarnos de la situación económica. Pero también construyen nuestra percepción de la realidad. Y con las estadísticas hay que ir con cuidado porque pueden generar percepciones erróneas o insuficientes. No son, como cree bastante gente, objeto de manipulación sistemática. Es algo más complejo ‒lo que no quita que en algunos casos la manipulación exista‒, porque al tratarse de datos que intentan condensar una enorme variedad de situaciones reales obligan a adoptar unas soluciones técnicas que a menudo oscurecen el conocimiento real de los hechos. El caso del P.I.B. es el paradigma de estas dificultades: cómo traducir a una sola magnitud la enorme variedad de procesos productivos de un país (por ello cada vez más economistas piensan que se trata de una medida crecientemente inadecuada para medir el desarrollo y el bienestar de un territorio). Las medidas del empleo parecen más simples, pero no escapan al problema.
Aparentemente, saber si una persona trabaja, busca empleo o no piensa buscarlo es sencillo. Pero a la hora de contar, los estadísticos necesitan criterios precisos: quién tiene efectivamente empleo, quién está realmente buscándolo, o quién no lo busca. La forma de solucionarlo es elegir unos indicadores para cada uno de estos supuestos y clasificar a la gente atendiendo a como se adapta a los mismos. El criterio del empleo es actualmente el de haber trabajado de forma remunerada un mínimo de una hora durante la semana anterior a realizarse la encuesta estadística. La de buscar trabajo es la de haber efectuado una actividad específica de búsqueda de empleo durante los 15 días anteriores a la encuesta. Quien ha trabajado unas pocas horas en una actividad precaria no es un parado, es una persona ocupada. Quien no ha hecho una acción específica de búsqueda (como enviar currículos, cursar un curso de formación…) no es una persona parada, es inactiva. Como puede verse, el criterio del empleo es de manga ancha, pero el criterio de estar parado es bastante riguroso. Muchas personas en paro, sobre todo cuando éste es de larga duración, dejan de buscar activamente empleo, se desaniman y pasan a ser contabilizadas como inactivas (o, simplemente, una persona en paro que esté a la espera de un empleo al mes siguiente o de un cursillo de formación puede ser contada como parada). Aparte de minimizar el volumen de paro, esta clasificación no permite reconocer la complejidad de la vida laboral. En particular, no permite reconocer dos fenómenos paralelos, el subempleo (actividades remuneradas de bajos ingresos que no permiten subsistir) y el del parado desanimado. Plantean una visión dicotómica que falsea la realidad.
Por ello, en algunos países las autoridades estadísticas ofrecen diferentes medidas del desempleo que sirvan para analizar con mayor veracidad la problemática del desempleo. Buceando en la red se pueden encontrar estas medidas. Por ejemplo, Estados Unidos ofrece cuatro medidas alternativas. La 1ª es la tasa de paro simple; la 2ª suma a los parados «puros» el porcentaje de personas inactivas que no han buscado empleo, pero desean encontrarlo; la 3ª suma a la 2ª la gente que tiene empleos marginales, de muy pocas horas; la 4ª suma también todas aquellas personas que tienen un empleo a tiempo parcial indeseado (que quisieran trabajar a tiempo completo, pero no lo encuentran). La 4ª es seguramente un indicador más claro de las dificultades de la gente en el mercado laboral, pues incluye a todos los que están buscando un empleo, con mayor o menor intensidad, y a todos los que tienen empleos basura de ingresos insuficientes. El caso llamativo es que el nivel de paro según la 4ª medida dobla el de la tasa 1ª, la que habitualmente se publica y sitúa en la raya del 10% el volumen de estadounidenses con graves problemas de empleo (no incluye en cambio a la gente con empleo regular pero muy bajos salarios).
He intentado hacer el cálculo para el caso español. Quizás he sido torpe en mi buceo de la E.P.A., pero no he encontrado la información que permite calcular la tasa 2ª, pues a las personas inactivas no se les pregunta (o al menos no se publica) si tienen voluntad de encontrar empleo. No he sabido encontrar cómo se calcula la tasa 3ª. Sí es, en cambio, factible conocer la proporción de empleo a tiempo parcial indeseado. Y, por tanto, podemos calcular cuando menos una tasa de desempleo más empleo insuficiente.
En el segundo semestre de 2016, la E.P.A. estimaba el número de parados en 4,57 millones de personas, a los que añadiríamos los 1,69 millones de personas que trabajaban a tiempo parcial por no encontrar un empleo a tiempo completo. La consideración de esta segunda situación hace elevar la tasa de desempleo del 20 al 27,4 (no es el aumento de los EE.UU, pero es relevante). De los otros dos indicadores no tenemos datos, pero sí algunas pistas. La tasa de actividad (la que mide el porcentaje de personas que buscan o tienen empleo) es aún un 1,6% inferior ahora que al principio de la crisis, una caída que se concentra en la gente de menos de 30 años, lo que hace suponer que una buena parte de los vituperados «ninis» son en realidad parados desanimados. Más difícil es estimar el empleo inframarginal (sólo veo un dato fiable, el de las 80.000 personas que actúan como ayudas en negocios familiares) pero en todo caso solo los indicadores sólidos apuntan que el tamaño de la crisis de empleo es mucho mayor que el del 20% de parados. Exigir estadísticas más completas y ricas es una necesidad democrática para evaluar el buen funcionamiento real de la economía.
II
El paro es un tema recurrente, y con él, el de la reforma laboral. Hace ya bastantes años (a finales de los años 90) me encargaron la redacción del capítulo sobre políticas laborales en España en un libro sobre políticas públicas. No dudé en titularlo «La reforma permanente». Todos tenemos en mente lo que ha ocurrido desde aquella época. Los economistas ortodoxos no encuentran otra respuesta a los problemas del empleo que «flexibilizar» el mercado laboral. Como lo de desregular y flexibilizar tiene mala prensa, llevan tiempo transformando su argumento en la necesidad de reducir la dualidad del empleo en España. Un argumento que suena mejor porque parece que el objetivo es el de eliminar los aspectos más sangrantes de la precariedad laboral. Y un argumento políticamente útil a la derecha económica porque pone el énfasis en la «excesiva» protección que tienen los empleados estables (y sus sindicatos) como causa principal del problema. Un argumento que olvida la responsabilidad de las políticas laborales empresariales (los empresarios son simples ejecutantes que adoptan el empleo temporal para eludir la costosa y excesiva regulación del empleo fijo) y transforma un conflicto entre clases sociales en otro entre sectores de trabajadores.
En otras ocasiones ya he desarrollado argumentos que discuten este argumento. El uso masivo del empleo temporal en España no es sólo un problema de costes (el despido de los fijos se ha abaratado extraordinariamente con las diversas reformas laborales y nunca ha habido en España buenos mecanismos de procedimiento que fuercen a las empresas a buscar salidas alternativas al despido), es sobre todo una cuestión de poder (los empleados temporales carecen de capacidad efectiva de acción frente a las empresas), y es una cuestión del modelo productivo y de las políticas de minimización de costes. Es, en buena medida, el resultado de las facilidades que tiene el uso de este tipo de contratos. Si lo muy barato es fácil nadie optará por otras opciones.
Las últimas sentencias europeas, que han puesto de manifiesto la ilegalidad de alguna de las prácticas más impunes en materia de precarización, como es el modelo de contratación que lleva aplicándose en el sector hospitalario, debería ser una buena noticia. No sólo para reducir discriminaciones al final del contrato, sino también para propiciar una reordenación tendente a reducir el uso de la temporalidad. Pero es también una oportunidad para los partidarios del contrato único para volver a la carga y avanzar en su objetivo final de convertir todos los contratos en temporales, con indemnizaciones bajas y escasos o nulos mecanismos de negociación y control. Vista la correlación de fuerzas políticas debemos empezar a preparar un amplio frente de organizaciones sociales, nucleadas por sindicatos, que preparen una campaña general para conseguir que esta sentencia sea un punto de apoyo hacia una mejor regulación de las condiciones de empleo en lugar de una nueva oportunidad para seguir degradando los derechos laborales.
III
Que el empleo y la precariedad son temas recurrentes ya lo sabíamos. Pero muchas personas creían que lo de las burbujas inmobiliarias era algo que la crisis había extirpado. Sólo hace falta un poco de perspectiva histórica para reconocer que las burbujas inmobiliarias han estado presentes en todas las fases de expansión de la economía española.
Es evidente que ahora no se trata de una burbuja general, pues sigue existiendo un amplio stock de viviendas invendidas en urbanizaciones turísticas o en sitios alejados del centro. Es decir, en lugares donde nadie piensa vivir, al menos en un futuro inmediato. Pero esta atonía general no es contradictoria con la irrupción de burbujas locales. De hecho, alguna de las pocas políticas sectoriales llevadas a cabo por el Partido Popular han estado diseñadas para reanimar la actividad inmobiliaria: la recalificación de la ley de costas, la regulación de las empresas de inversión inmobiliaria (Socimis), la concesión del permiso de residencia a los extranjeros que adquieran un inmueble…
La nueva oleada especulativa se centra en las ciudades. Particularmente en las de tipo turístico como Barcelona. Una especulación que tiene diferentes componentes: la compra de pisos para transformarlos en los mucho más rentables apartamentos turísticos, la compra de edificios singulares (como hoteles), y la simple compra de edificios para consumo de gente rica o como activo especulativo. Una presión que se inicia en las áreas centrales pero cuyo efecto expulsión (de antiguos residentes o de compradores con verdaderas necesidades residenciales) se transmite a áreas periféricas. Las ciudades suelen tener además una red de transporte público bastante eficiente, lo que permite que algunos de estos fenómenos acaben produciéndose en áreas alejadas del centro (un estudio encargado por el Ayuntamiento de Barcelona ha puesto de manifiesto que Airbnb ofrece apartamentos turísticos en 70 de los 73 barrios de la ciudad). La caída de los intereses bancarios y las dificultades que provoca la actual política monetaria a formas tradicionales de inversión financiera están favoreciendo también el renacimiento de la inversión especulativa en determinadas áreas. La paradoja es que algunos de los intentos de regulación de la actividad turística (como es el caso de la moratoria de apertura de nuevos hoteles en Barcelona) abren nuevas oportunidades de especulación con los activos preexistentes.
Esta nueva especulación abre un nuevo frente a los problemas de la vivienda. En ciudades donde ésta nunca ha dejado de ser un problema para la gente corriente, donde la crisis y la oleada de desahucios ha generado un verdadero problema social, este nuevo empuje especulativo puede agravar la situación hasta niveles insoportables. La gente, incluso la que tiene ingresos normales, tiene dificultades para alquilar vivienda (lo que puede realimentar la política de compra), y el sector público ve aumentadas las dificultades para recolocar a la gente sin hogar.
En otro orden de cosas se trata de una nueva inversión improductiva, que no genera ni bienestar ni empleo, que genera ganancias que no aportan nada a la sociedad. Y que exigen implantar medidas. En Barcelona el Ayuntamiento ya ha planteado la necesidad de medidas de control de alquileres. Creo que hay que pensar en otras medidas: la ganancia especulativa no tiene justificación social y deberíamos exigir la implantación de impuestos disuasorios a las plusvalías especulativas. Unos impuestos disuasorios que pueden frenar el fenómeno o alternativamente generar rentas para la creación de un parque público de vivienda. La reforma laboral y, en algunas ciudades, la especulación, vuelven a llamar a la puerta. Hay que preparar una buena alianza para hacerles frente.