Una de las primeras cosas que se aprenden en el oficio de historiador es que la de profeta es una profesión de riesgo, condenada habitualmente al fracaso. El negocio sólo funcionaba con las reglas de los profetas bíblicos, que, al no comprometerse en señalar una fecha para la realización de sus vaticinios, no se veían […]
Una de las primeras cosas que se aprenden en el oficio de historiador es que la de profeta es una profesión de riesgo, condenada habitualmente al fracaso. El negocio sólo funcionaba con las reglas de los profetas bíblicos, que, al no comprometerse en señalar una fecha para la realización de sus vaticinios, no se veían obligados a rendir cuentas por su incumplimiento. Quienes llevan cerca de 2.000 años aguardando a que se realicen las profecías del Apocalipsis no se han puesto de acuerdo aún en cuál será la fecha en que se libre la batalla final de Armagedón, de modo que su confianza sigue estando a salvo.
No sucede lo mismo con aquellas profecías que se formulan a fecha fija, incluyendo las promesas electorales, aunque no estoy seguro de que haya que incluirlas entre las profecías, porque no está demostrado que las crean ni siquiera quienes las hacen. En cuanto a la literatura de anticipación, basta con repasar la interminable saga de las predicciones acerca de la suerte de la humanidad futura que se iniciaron en 1771 con el libro de Luis-Sébastien Mercier L’an deux mille quatre cent quarante, quien saludaba esta fecha como el «augusto y respetable año» que debía «traer la felicidad a la Tierra». O, para referirnos a vaticinios más cercanos, y expresados con mayor autoridad que los de un novelista, los del ingenuo Reportaje desde el siglo XXI, de Vasiliev y Gúschev, que nos hablaba en los años sesenta de «el presente y el futuro de la ciencia y de la técnica soviéticas», en unas entrevistas con científicos que pronosticaban que el XXI iba a ser «el siglo de oro de la abundancia», con grandes cosechas que acabarían con el hambre, en momentos en que se podría provocar fácilmente «la nevada en invierno y la lluvia en verano». Y anticipaban incluso hallazgos puntuales y concretos, como el de que en la Nochevieja del año 2000 los moscovitas podrían disfrutar de un sol artificial creado por el hombre, situado a unos 20 kilómetros de altura, con la ventaja adicional de que los óxidos de nitrógeno que se formasen en sus llamas caerían con las lluvias en la tierra, «lo que será un precioso abono para los campos».
Las más insensatas de todas las profecías suelen ser las que hacen pronósticos globales acerca de la evolución de las sociedades. La más lamentable que he leído recientemente es la del libro Climate Wars, de Gwynne Dyer, que hace una espeluznante previsión para el año 2045. Según Dyer, la Unión Europea se habría disuelto en 2036 como consecuencia de los problemas creados por la emigración de gentes procedentes de los países del sur hacia los del norte. Éstos se defendieron creando una Unión del Norte, integrada por Francia, el Benelux, Escandinavia, Polonia y los antiguos dominios de los Habsburgo (!), lo que les permitió cerrar por completo sus fronteras para no seguir recibiendo fugitivos de los famélicos países del Mediterráneo. Italia al sur de Roma se había desintegrado en un territorio sin ley ante la avalancha de los refugiados del norte de África, y sólo quedaba como un Estado organizado Padania, limitada a las tierras del norte de la península Itálica, que, junto a España y Turquía, se habían preocupado por adquirir armas nucleares para amenazar a sus vecinos del norte y obligarles a que compartiesen con ellos sus alimentos. La insensatez llega a tal extremo que me ahorra incluso el comentario.
Una especie de profetas profesionales que han conseguido sobrevivir al fracaso de sus predicciones sin sufrir demasiado descrédito es la de los economistas, que están obligados a pronosticar acerca de un futuro inmediato, y hasta se comprometen en ocasiones a fijar fecha de duración a sus previsiones, pero suelen remediarlo después ofreciéndonos explicaciones razonables acerca de las causas que explican que no haya sucedido lo que anunciaban.
En 2003, Roger Alcaly, director de una firma de inversiones norteamericana, afirmaba en su libro The New Economy que en las últimas décadas del siglo XX el mundo había iniciado «un periodo de gran innovación y revitalización», cuyo impacto se dejaría sentir «por al menos otra generación y probablemente incluso por más tiempo», comparable en trascendencia a otros grandes cambios históricos, como la revolución industrial.
Más grave resultó el caso de Alan Greenspan, quien en The Age of Turbulence, publicado en 2007, celebraba las glorias de «un mundo de economía capitalista global» mucho más «flexible, resistente, abierta y autocorrectora» que la del pasado, y pronosticaba una larga etapa de crecimiento para Estados Unidos y para el mundo entero, si se mantenían los principios liberales de respeto a los derechos de la propiedad y no interferencia del Estado en la economía. Pocos meses más tarde de la aparición del libro, el 6 de agosto de 2007, American Home Mortgage, una gran empresa privada dedicada al crédito hipotecario, se declaraba en bancarrota, como consecuencia de la caída de los precios en el mercado inmobiliario norteamericano, y se iniciaba una catástrofe económica sin precedentes en que las instituciones financieras iban a forzar al Estado a que interviniera para salvarlas del desastre.
Sorprende la contundencia con que Greenspan expresaba sus convicciones acerca del brillante futuro del capitalismo desregulado que él mismo había contribuido a alentar, cuando se lee en su biografía, escrita por Bob Woodward, que, en la época en que frecuentaba la secta que lideraba aquella plúmbea novelista que se llamaba Ayn Rand, Greenspan tuvo problemas con sus compañeros «objetivistas» porque sostenía que no le era posible demostrar con certeza ni siquiera su propia existencia, lo que le valió de uno de sus correligionarios el apodo de El Funerario. De haberse mantenido más consecuente con estos principios tal vez hubiera contribuido a que millones de asalariados de los cinco continentes no perdiesen sus puestos de trabajo.
Tras estas consideraciones sólo me cabe expresar el deseo de que los dioses nos libren de profetas y nos enseñen a ser más críticos con las promesas electorales.
Todmado de: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2616