Hablamos de poesía. Hablamos del peso de las palabras, de su incongruencia, de la perplejidad que nos provoca su inexactitud, su decir inconcluso, sus balbuceos, sus aproximaciones, sus fracasos. La imposibilidad de decir la belleza del mundo, su ternura o de ser el grito, el aullido, la exacta expresión de un dolor desmesurado.De esto nos […]
Hablamos de poesía. Hablamos del peso de las palabras, de su incongruencia, de la perplejidad que nos provoca su inexactitud, su decir inconcluso, sus balbuceos, sus aproximaciones, sus fracasos. La imposibilidad de decir la belleza del mundo, su ternura o de ser el grito, el aullido, la exacta expresión de un dolor desmesurado.
De esto nos habla la cita de John Berger que Enrique Falcón ha querido que casi abriera su libro Para este tiempo herido 1 (y digo casi, pues tras el título figura la memoria del amigo ausente): «por eso causan dolor las palabras y por eso también ofrecen una salvación». En diálogo, en correspondencia exacta con esta cita inicial, los primeros versos del libro (su pórtico, el poema que antecede al primer poema) nos dicen que el mundo es «como una piel» (dispuesta a acoger la caricia, el temblor, la salvación) y «también / como una herida» (el inaceptable y repetido dolor que atraviesa la historia, que nos alcanza y nos llega a palabra, grito, exigencia de no silencio). Pero tantas veces el mundo es una piel herida. Es carne martirizada, doliente, felicidad abolida, negada por la historia. ¿Negada también por la palabra? Tal vez no, tal vez la poesía (digo esta de la que hablamos, la que ahora vamos a escuchar) es rescate de piel, de caricia, memoria salvada para edificar un futuro (presente ya en el poema) de esperanza. Por eso los últimos versos del libro (que no sus últimas palabras) continúan el poema inicial y nos dicen: «y / : / también / como una siembra». Por eso importan las palabras. Lo que se nombra (y también lo que se calla, los silencios, las complicidades) por eso sirven, no son nunca inocentes (aunque rescaten la inocencia), son necesarias (aunque sean inútiles, como la poesía, como tantas cosas imprescindibles).
Y así la poesía de Enrique Falcón nace, se mueve, «en los márgenes de la historia», «para un tiempo de incertidumbre», «contra todo descanso», «en la intemperie del deseo»: «se despeina para las matanzas (…) como para decir de pronto -y así expresarlo- yo -Nosotros» 2. yo. Nosotros. Reparemos en este yo con minúscula que de inmediato se hace, se dice, Nosotros. La identidad de quien habla en los poemas se quiebra en múltiples voces, en un nosotros que desmorona la afirmación de un yo estático, seguro de si mismo, de su dicción, de su «mundo propio». El sujeto poético se fragmenta en una multitud de voces (también, claro está, en una voz personal, íntima, propia… pero que no es exclusiva y por ello no es autosuficiente: se va descubriendo o perdiendo, dudando o afirmando, al juntarse a las otras), son voces que se abren paso en el poema como fragmentos, astillas, rescoldos, ecos heridos de un mundo herido. En el epílogo el poeta nos dice: «Mientras nuestra suerte común no sea entendida como un asunto también personal no cabrá un lugar para la esperanza. Y lo que uno escribe a la intemperie del mundo debería dar -¿por qué no?- también cuenta de ello» (p. 82).
Ese lugar para la esperanza en que las fronteras entre privado-público desaparecen, en que lo más íntimo se configura frente a los otros (en tenso diálogo con el otro), la voz propia nace como exigencia de respuesta y acoge otras voces para ser ella misma al desconocerse, al escucharse en otras, y así se construye en el poema «plantada a mitad de los conflictos del lenguaje y la resurrección de lo que todavía resiste» (p.29).
El lenguaje (y volvemos al principio, o acaso estamos siempre en él) como lugar de conflicto. Cómo decir lo no decible, cómo encontrar una lengua otra «que no sea la materna», cómo cuestionar la realidad (lo que nos imponen como real) y no cuestionar también el lenguaje, cómo no poner también en crisis el lenguaje si nombramos desde un mundo en crisis. Toda la obra de Enrique Falcón es una constante indagación sobre los límites del lenguaje, una poesía que se sitúa siempre al borde del precipicio, en un vértigo que disloca la sintaxis, rompe el verso; funambulista en inestable equilibrio entre lo no decible, lo abocado al sinsentido y la construcción de un texto que expresa, que dice y comunica, todo el sinsentido la del mundo que habitamos.
Fragmentación del yo, multiplicidad del sujeto(s) poético(s), con-fusión de tiempos, espacios, discursos (lo «poético», pero también lo discursivo, las citas incorporadas…). En palabras de Antonio Méndez Rubio, referidas a La marcha de los 150.000.000, un «decir que nos desubica, que nos cambia de sitio como una brisa incómoda», un lenguaje, una poética que es «incendio y mutilación del sentido que avanza (con nosotros)» 3; un sentido que se mutila, se cercena, se incendia y, sin embargo avanza, crea un nuevo sentido, progresa, crece en el texto (aunque este progreso no es lineal ni se deja atrapar por ley alguna de causalidad; al contrario se crea por yuxtaposición, superposición de fragmentos, fusión de voces, tiempos, espacios…) y nos reclama, nos lleva tras sí, incorpora al lector en el proceso de búsqueda, destrucción, construcción de sentido.
Una lengua «no materna», «inútil» porque dice lo no decible: «tu canción será canción para jamás nombrarte / para jamás decirte / (en una lengua inútil) lo estéril de tu canto» (p. 31). Entre escombros, sabiendo que la prefiguración utópica se encuentra en el fragmento en «aquello que (…) contiene lo infinito utópico, lo que no tiene límites, lo eternamente vivo» 4. Entre (desde) las aristas de todo lo nombrado llegan al poema las voces ausentes; dicen su muerte, su decretado silencio, se juntan, se hacen plural, se conciertan, se con-funden. Al yo que se ha perdido en el nosotros (y por eso se encuentra y se afirma de una manera otra) y también al lector. Llegan: «Los que aquí murieron / te abrirán las manos con su pan encendido» (p.30). Y hay que decir, -es precisión inexcusable en tiempos de obscena comercialización del sufrimiento ajeno- que llegan con la limpieza intacta de su inocencia: nadie usurpa su voz, nadie (y, menos que nadie, el yo poético que se ha retirado para dejar espacio, para que otros comparezcan) traiciona a los ya traicionados. Hay aquí un pudor exquisito, una clara conciencia de lo que nunca puede hacerse. El poeta nos lo recuerda en sus «Cuatro tesis de mayo»: «sería una indignidad por mi parte escribir en su nombre, que eso de ser voz de los sin voz no deja de ser un paso más (aunque no el más terrible) en el pisoteo de la gente cuya dignidad ya está, de por sí, pisoteada» (p.83). Que nadie testifique por el testigo, que nadie lo suplante.
Pero entonces desde dónde hablar, con qué voz que no sea traición pues, respete el silencio de las víctimas; que no mercantilice o reduzca a tosca conmoción sentimental el horror; palabra que nada suplante y que acoja, como obligación misma de su decir, el silencio; que sea borde, intersticio, hueco de lo no dicho. Como veis, estamos de nuevo en el alambre, con todo el vértigo de la historia y sus catástrofes y el peso de la palabra, caminando en el vacío con la sola pértiga de la dignidad y la verdad. Así avanza la poesía de Enrique Falcón, y nosotros con ella, sin renunciar a la palabra que no suplanta al testigo ni al ausente, sino que nace como respuesta a una interpelación; pues el silencio (la no palabra, la amnesia, el olvido) sería más culpable.
Porque este nombrar, este hacer (o dejar hacer) que comparezcan en el poema los fragmentos rotos de lo real, las vidas deshechas, silenciadas, es siempre -en el límite (allí dónde nace la poesía)- una decisión moral y política. Rescatar todos los fracasos, lo perdido, lo inconcluso, para erguir la esperanza y preservarla del enemigo. El casi último poema del libro, significativamente titulado «Rendición de la lengua», lo abre Enrique Falcón con una cita de las Tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamín; una cita que, ampliada aunque también incompleta, dice así: «El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer» 5. Porque el miedo a la suplantación no justifica nuestro silencio.
En el límite, desde el respeto a una inviolable dignidad herida, hay que buscar -como hace la poesía de Enrique Falcón- la palabra capaz de restituir de la herida una gramática del espanto, que nos permita decir la muerte sin ahogarnos y que acoja, en su humildad, en la conciencia de su fracaso, de su imposibilidad, el hueco donde se aloje el silencio que quiere nombrar. Porque tampoco los muertos están seguros ante el enemigo, no podemos (son versos del poema «Escribir después de Auschwitz») «conceder más victorias póstumas a Hitler: / la claudicación de nuestra esperanza, / nuestro olvido de las víctimas» (p.61). Después de Auschwitz es posible la poesía. Lo que tal vez no sea posible (o lo que en todo caso es indecencia) sea escribir poesía sin el peso de las víctimas gravitando sobre nuestra palabra.
Hablemos entonces del lugar (o del aún no lugar) donde se cumple la esperanza. Hablemos de resurrección. Enrique Falcón cita a Fernando Belo y su Lectura materialista del evangelio de Marcos. Y en este poema, en este «Domingo» regresan; «un arcángel sucio» los despierta; en este domingo del «pan compartido», en «esta lenta mañana que cante en vuestros dedos», «vosotros sois la muerte que dios ha revivido». Y «se inclina la injusticia en la sed que resiste». Regresan, y abren la boca, y suben por las arterias de este yo que se pierde para ser voz de muchos «a pleno pie de tumba». Están: «son ciertas las mañanas que arrastran la memoria / de nuestros muertos juntos, tan repletos de ramas, / y cierto lo que dicen, que viven todavía, / que brindan por nosotros con un cuenco en la mano…» (p.50-51). Llegan y son multitud: «Ya han venido los niños, los / 150.000.000 / con sus cabelleras de risa y su pánico de luces» (p.32). Porque lo que nos dice esta resurrección es «que no es cierta la victoria ni la lengua del Amo» (p.51).
Por eso cesa el tiempo (es decir, su linealidad) y se abre el instante del acontecimiento, la suspensión de la historia, la contracción de lo sucesivo; es un tiempo otro abierto a todas las posibilidades. Un tiempo donde una voz (la del yo poético) se pierde para ser muchas otras: «Éste ha sido yo» (p.33), (así se descoyunta la sintaxis en el poema): «a vosotros me he unido desde antes de nacer» (p.35). Confusión de tiempos sobre la que se construye el poema «68»: «soy, naceré, tuve, extrajeron, sacaron, soy, entierran, quiero, poseeré, naceré»… Sólo desde esta ruptura del pasado (con este hacer presente la memoria, vivirla, atravesarla, llegarla a nuestro ahora estremecido) alcanzaremos el futuro: «Con mis labios atravieso la historia niña de los desposeídos». Y el poema concluye: «Soy el primer hombre en decirte hermano» (p.38-40). Como sucede en ese hermoso poema de amor -aunque, pienso ahora, todo el libro es un poema de amor- titulado «Hoja de conquistas» (antítesis de algunos patéticos poemas-hojas de conquista que tal vez nos vengan a la memoria): «las mujeres, las nunca regresadas, las nunca visibles /… todas ellas las mujeres que me llegan con todos sus cansancios, / todas, en sigilo: las amantes». Pausa, verso final, posesivo en cursiva: «y mis camaradas» (p.62-63). El yo, ausente (?) en todo el poema, aparece para abarcar con la doble fraternidad del posesivo y el sustantivo.
Presencia de los ausentes, citación de los desaparecidos, rescate de todo lo acontecido. Lo que Walter Benjamín formula, en la 3ª de sus Tesis de Filosofía de la Historia, de esta manera: «El cronista que narra los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los pequeños, da cuenta de una verdad: que nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia. Por cierto, sólo a la humanidad redimida pertenece plenamente su pasado. Esto significa que sólo ella, en cada uno de sus momentos, puede citar su pasado. Cada uno de los instantes que ha vivido se convierte en una cita en la orden del día, y ese día es justamente el último» 6. Es éste el sentido de la rememoración en W. Benjamín, una idea de la historia y de las víctimas no clausurada, abierta, hecha exigencia política de rescate, de no olvido. La exigencia de que «cada víctima del pasado, cada intento emancipatorio, por humilde y pequeño que haya sido, quedará a salvo del olvido y será citado en la orden del día, esto es, reconocido, honrado, rememorado» 7. Y Enrique Falcón nos dice: «es que abres el futuro / y recoges sus víctimas para ya no olvidarlas» (p.67); en un poema en que, por cierto, se cita a Moltmann hablando de este «final de la historia» que nada tiene que ver con Fukuyama; el final de la historia del que nos hablan Benjamín o Ernest Bloch, que decía que la utopía es «el rescate de lo inacabado».
Esta rememoración abre el futuro porque niega -así lo veía Adorno- la necesidad objetiva de un progreso si no es a través de un retorno a las posibilidades malogradas del pasado para actualizarlas. Resurrección, restitución, redención. Revolución. Estas posibilidades malogradas, este rescate de lo inacabado, este hacer presente «lo que habría podido ser y no fue», este volver a reunir «lo demasiado pronto» y «lo demasiado tarde», es -frente a la historia como hecho consumado- afirmar el momento político del acontecimiento, la contingencia, la posibilidad (siempre intempestiva) de lo no acontecido. Lo que Daniel Bensaïd expresa así: «Sólo hay acontecimiento auténtico, cuando se alcanza el punto crítico en que la memoria se une con la espera, cuando la experiencia va al encuentro de los hechos por venir (…); la idea moderna de revolución aparece como un punto de sutura entre necesidad histórica y contingencia del acontecimiento» 8.
Hablamos entonces de revolución. El regreso de las víctimas, la exigencia de su rememoración, es también abrir el futuro, pues es saber que otro futuro era posible, que el pasado no estaba escrito, que la posibilidad de la justicia estaba entonces -como lo está ahora– abierta. El «ya no olvido de las víctimas» nos emplaza a negar en el acontecimiento el gran relato dictado por los poderosos, la justificación como «inevitable» de todo lo sucedido. Sólo si sabemos que el mundo pudo cambiar de base, podremos de nuevo tararear la canción casi olvidada y decir: el mundo puede cambiar de base, el mundo va a cambiar de base 9. Es el momento de lo posible.
De qué hablamos entonces. Hablamos de poesía, hablamos de revolución, decimos el necesario encuentro de la memoria y la esperanza. Porque leemos poemas como un grito «reventando mis llagas en las llagas del mundo» (p.67); pero en el aullido, en la herida, se nos abre la esperanza. Esta palabra -memoria atravesada por la historia- nos habla de «el reparto de la tierra y la / necesaria expropiación del pan, o su conquista, / porque el propio jirón del vuelo ha predicado tu nombre en las matanzas» (p.43). Memoria y esperanza, piel y herida, amor e ira. Avanzamos.
Avanzamos en este libro: Viernes, Sábado, Domingo. Domingo abierto a la esperanza, a la siembra. Domingo del hijo «dueño del tiempo», dueño de los posibles que vendrán, de un «gesto sin frío», del «sueño ya imposible de los padres» que con él se cumplirá. Hemos avanzado del «in memoriam» con que se iniciaba el libro a este Juan que sabemos (y es una certeza, la luminosa certidumbre de la esperanza) que es, y sobre todo será, y tal vez nosotros con él, «dueño del tiempo» 10.
La poesía de Enrique Falcón es compromiso con la verdad. Y, más allá del epílogo, las «Notas finales» dan cuenta del destino de los poemas, de su carácter militante, ofrecido a quienes resisten, a quienes saben «que no es cierta la victoria ni la lengua del Amo».
Al final de lo que se trata es, ni más ni menos, que de «pronunciar nosotros -para el cautiverio y la esperanza- en una lengua que no sea la materna» (p.77). Escuchemos estas palabras. «Porque la vida, pese a todo, importa y con ella resistimos,» porque aquí «se te invita a levantarte». Porque, nos dice E. Falcón: «Por detrás del precipicio, / clarea urgente el canto de la espiga / desde el suelo que sois todos vosotros» (p.65).
Escuchemos, más necesaria que nunca la poesía, su poesía, más necesaria que nunca la revolución, nuestra revolución. Porque «clarea urgente el canto de la espiga». Al borde del precipicio escuchemos lo que nace con sus palabras.
(texto de presentación del libro de E. Falcón en la Sala Youkali,Madrid 14 de junio, 2008)
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1 Enrique Falcón, Para un tiempo herido (antología poética 1998-2008), ediciones Amargord, Madrid, 2008.
2 Enrique Falcón, Para un tiempo herido, p. 29. Todas las referencias a poemas de Enrique Falcón hacen referencia a esta edición. A partir de ahora, para aligerar las notas, indicaré tan sólo el número de página a continuación de la cita.
3 Enrique Falcón, La marcha de los 150.000.000 (1.El saqueo; 2.Los otros pobladores), Germania, Valencia, 1998, p. 7. La cita es del prólogo de Antonio Méndez Rubio: «Incendio y mutilación del sentido que avanza (con nosotros)».
4 José A. González Casanova, Mahler. La canción del retorno, Ariel, Barcelona, 1995, p. 198.
5 Walter Benjamín, Discursos interrumpidos I, Taurus, Madrid, 1973, traducción de Jesús Aguirre, p. 180.
6 Walter Benjamín, op. cit. p. 178.
7 Michael Löwy, Walter Benjamín. Aviso de incendio, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2002, p. 64.
8 Daniel Bensaïd, Resistencias. Ensayo de topología general, El Viejo Topo, Madrid, 2001, p. 162-163.
9 Que «el mundo pudo cambiar de base» nos lo recuerda, en este año de nostálgicas y triviales conmemoraciones, un libro del todo recomendable: Manuel Garí, Jaime Pastor y Miguel Romero, 1968. El mundo pudo cambiar de base, ediciones La Catarata, serie Viento Sur, Madrid, 2008.
10 En la dedicatoria que abre la última sección del libro, p. 59.