Trimestre tras trimestre con ocasión de la publicación de los datos sobre empleo que aporta la Encuesta de Población Activa del INE y, mes tras mes, con la de los datos sobre la evolución del paro registrado y de las contrataciones laborales que aporta el Ministerio de Empleo y de la Seguridad Social se vienen […]
Trimestre tras trimestre con ocasión de la publicación de los datos sobre empleo que aporta la Encuesta de Población Activa del INE y, mes tras mes, con la de los datos sobre la evolución del paro registrado y de las contrataciones laborales que aporta el Ministerio de Empleo y de la Seguridad Social se vienen repitiendo en los últimos meses y con pocas variaciones, dos lecturas de la situación y evolución del mercado de trabajo español que son más bien antagónicas.
Por un lado, en atención a los datos estadísticos que ofrecen el INE y el Ministerio de Empleo, todo conduce teóricamente al optimismo. A lo largo del último año el empleo y la ocupación no han dejado de crecer y el paro no ha dejado de disminuir. El diario económico Cinco Días de 4 de enero pasado defendía esta interpretación con las siguientes palabras: «el mercado laboral español respira a pleno pulmón. Durante el año pasado, la economía española creó más de 540.000 empleos, lo que supone mantener un ritmo de crecimiento superior al 3% y hacerlo además por segundo ejercicio consecutivo. El combate contra el paro también batió récords, al anotarse el mayor descenso en un año de la serie histórica, con casi 391.000 desempleados menos. Todo ello ha permitido a España cerrar 2016 con 17,85 millones de cotizantes». Y, sin embargo, este optimismo que proclama el gobierno y que asumen los medios de comunicación y la mayoría de los expertos no parece ser compartido por la población. El mismo día del mes pasado en que se daba la noticia de la excelente evolución del empleo y del paro se ofrecía otra, procedente de la publicación del barómetro del CIS del mes de diciembre, que iba en la dirección contraria: «El desempleo repunta como principal preocupación de los españoles», sostenía un periódico digital. Y es que, según la encuesta realizada por el CIS, nada menos que el 74,7% de la población española consideraba que el paro era «el principal problema que existe actualmente en España», a mucha distancia del de la «corrupción» (36,7%), que es el segundo, y el de los «problemas de índole económica» con un 24,7% y que es el tercero.
Este dato relativo al paro es tanto más significativo cuanto que, a contracorriente de la evolución de la ocupación y del paro, supone un incremento de 1,8 puntos sobre el del mes de noviembre. ¿Cómo explicar que el aumento constante del empleo y la reducción del desempleo del último año no se traduzcan en una apreciación favorable por parte de la población española sino en una valoración que va en sentido contrario? ¿Cómo entender un desajuste tan flagrante? Una primera respuesta es la que suele darse desde posiciones teóricas que se sitúan a la izquierda del espectro político: ciertamente crece el empleo (y el paro se reduce), pero es un crecimiento producido, ante todo, por el aumento del empleo precario, es decir, del empleo de carácter temporal y a tiempo parcial. Es una primera respuesta, pero no parece suficiente. Lo que el barómetro del CIS destaca por encima de todo no es que para la población española el primer problema sea el empleo precario, sino, directamente, el paro, es decir, la carencia de empleo. Es como si considerara que un aumento del empleo consistente, ante todo, en un incremento del empleo precario no afectara a la situación de paro. Por mucho que aumente el empleo, si lo hace por la vía del empleo precario, la situación de paro permanece inalterada o, incluso, empeorada. Visto así, el problema del desajuste entre la evolución favorable del empleo medida en términos estadísticos y la percepción que tiene la población de la misma toma otro cariz. Y la cuestión que se plantea -o que queremos plantear en este breve artículo- es el de la coherencia, sentido y racionalidad de este planteamiento. ¿Es coherente, científicamente hablando, sostener que el empleo de un país no mejora -o incluso empeora- si, tal y como parece pensar la población española, su incremento cuantitativo sólo se produce mediante el recurso a empleos precarios? Contra lo que sostendría el pensamiento social y económico hegemónico, la respuesta es y debe ser afirmativa. Para argumentar esta tesis se apelará aquí a la consideración de dos proposiciones relativas a la definición y al tratamiento analítico del empleo (y del desempleo) desarrolladas en la investigación social europea en las últimas décadas.
La primera tiene que ver con la definición misma del empleo. De un modo implícito o explícito la mayor parte de los expertos y analistas tiene una idea bastante simple de lo que es el empleo. Para ellos el empleo es todo trabajo productivo realizado en el mercado. Todo y solo. Todo: cualquier trabajo realizado en el mercado lo es, sean cuales sean las condiciones en las que se realiza (según las instrucciones de la EPA, basta con que se haya trabajado durante «al menos una hora» en la semana de referencia para que podamos hablar de «empleo»). Y sólo. Hay una gran variedad de trabajos que se llevan a cabo fuera del mercado (basta pensar en el trabajo doméstico), pero al producirse fuera del mercado, no son considerados en las estadísticas y contabilidades oficiales como empleo. Las estadísticas de empleo nacionales, europeas o de la OIT son la expresión más clara de esta concepción del empleo. He ahí lo que significa el empleo para la mayoría de expertos, políticos e investigadores. Sin embargo, toda la investigación social sobre el nacimiento histórico y la genealogía de la categoría de empleo, al igual que la de desempleo, como noción para significar la acción de trabajar demuestra que el nacimiento de la categoría científica de empleo no tiene que ver con una operación meramente científico-cognitiva sino con una operación política: la categoría de empleo se construye para expresar no ya el hecho de trabajar sin más (en el mercado) sino el de trabajar en ciertas condiciones, define su ser definiendo su deber-ser. Esta operación político-cognitiva se produce en Europa a comienzos del siglo XX (razón por la cual en el siglo XIX se hablara de «trabajo» y nunca de «empleo»).
La definición de la categoría del empleo nace así con un contenido estrictamente normativo. Cualquier trabajo-en-el-mercado no es, pues, empleo, solo lo serán aquellos trabajos que satisfagan unos mínimos requisitos normativos (de justicia). Cuáles sean exactamente estos requisitos será algo variable a lo largo del tiempo y del espacio, pero casi siempre se darán los dos siguientes, la seguridad (estabilidad) contractual y la suficiencia retributiva de la relación laboral. En términos generales, un trabajo (asalariado) realizado en el espacio económico del mercado sólo accederá al rango de empleo si respeta esos requisitos normativos. En su seno podrá haber y habrá otro tipo de trabajos, pero no responderán a los rasgos que definen el verdadero empleo, o, simplemente, el empleo y, por lo tanto, no serán empleo. Ahora bien si es esa la genealogía de la categoría de empleo y es ese su verdadero significado, la concepción que parece tener la población española del mismo y que se manifiesta en su valoración de la evolución del empleo y del paro en el último año no es ninguna anomalía.
Ciertamente, por recurrir a los datos EPA, el número de trabajadores asalariados aumenta de un modo importante en 2016 (455,7 mil ocupados más en el tercer trimestre de 2016 que en el de 2015); pero este aumento se debe más al incremento de la ocupación temporal que a la de la ocupación fija, con la peculiaridad, además, de que aquella se caracteriza por su alta volatilidad (por cada contrato indefinido se dan 9 contratos temporales). Entre tanto, la elevada cifra de paro (4.850.800 en el tercer trimestre de 2015) apenas se reducía un 10%. Ahora bien, si, por un lado, el verdadero empleo (el empleo asalariado por tiempo indefinido y a jornada completa) apenas aumenta (y, en todo caso, lo hace en una proporción mucho menor que el «empleo» temporal y/o a tiempo parcial) y, por otro, la cifra de parados sólo disminuye en un porcentaje reducido, es perfectamente coherente pensar, como lo hace la población española, que, a pesar del incremento global del empleo, el principal problema sea -siga siendo-, precisamente, el del paro. No es que el temporal y a tiempo parcial sea considerado «precario», es que, sin más, no es considerado empleo. Así parece apreciarlo la población española entrevistada por el CIS y así podría hacerse desde un planteamiento social riguroso, tan riguroso -o más- que el que se considera ortodoxo y es hegemónico.
La forma de entender y definir el empleo como una norma social que deja fuera de la categoría de empleo todo trabajo que no respete ciertos requisitos (como el de la estabilidad contractual y la suficiencia retributiva) asigna a estos trabajos un estatuto ambiguo. Las limitaciones y barreras que imponen a las personas que lo sufren para conducir una vida decente y digna los coloca del lado de las situaciones de paro. De este modo trabajadores en paro y trabajadores con contratos temporales y/o escasamente retribuidos son, unos y otros, trabajadores igualmente «vulnerables» ya que sus condiciones de empleo o la carencia del mismo no les permiten cumplir con el objetivo para el que ha sido concebido el empleo, el de permitir llevar una vida decente. Por otro lado, no sólo los empleos precarios y el desempleo tienen ciertos rasgos que permiten asimilarlos, sucede, además, que se mueven en un espacio social común. La mayor parte de los trabajadores con empleos precarios sufren con frecuencia situaciones de paro y la mayoría de los parados solo salen del paro -temporalmente- con empleos precarios, cuyo final más habitual es una vuelta a la situación de partida. En la práctica y vista en el marco de la situación global de la población activa española, la vulnerabilidad sociolaboral de los trabajadores con un empleo precario es muy similar a la de los trabajadores en desempleo; una forma de ver que, según se mostraba un poco más arriba, coincide con la concepción del empleo y del paro que tiene la población española.
Todo ello conduce a la siguiente conclusión: la mayor fractura que se observa en el mercado de trabajo español no es aquella que distingue entre empleo «decente» (estable y bien remunerado), empleo precario y parados, sino aquella que divide a los trabajadores en dos partes, aquellos que tienen un empleo «decente», por una parte, y aquellos afectados por alguna forma de precariedad laboral (parados y con empleo precario), por otra. No es una fractura cualquiera, sino de gran envergadura social y política. En España esa fractura divide a la población activa asalariada prácticamente en dos mitades y una de esas dos mitades es la de los trabajadores que viven bajo el signo de la precariedad laboral; uno de cada dos. Con dos peculiaridades; por un lado, el porcentaje de estos últimos es muy superior al de los países europeos de referencia y, por otro, aunque haya aumentado durante el período de crisis aparece como un rasgo casi permanente de la configuración social del empleo.
No es así nada extraño que, con esta experiencia por delante, la población española sea especialmente sensible al significado social del paro y consiguientemente del (verdadero) empleo. Si la cohesión social de un país pasa por la universalización del (verdadero) empleo, el reto social, económico y político que tenemos delante requiere de todas nuestras fuerzas para superarlo.