La crisis ni siquiera la provocó el pueblo estadounidense, ni los pueblos de los distintas naciones europeas – los islandeses, los griegos, etcétera, tan denostados-, y aún menos los pueblos de Asia, Latinoamérica y África, es decir, la crisis no la provocamos «nosotros», los pueblos -trabajadores, contribuyentes sufridos, consumidores modestos -, la crisis la provocaron […]
La crisis ni siquiera la provocó el pueblo estadounidense, ni los pueblos de los distintas naciones europeas – los islandeses, los griegos, etcétera, tan denostados-, y aún menos los pueblos de Asia, Latinoamérica y África, es decir, la crisis no la provocamos «nosotros», los pueblos -trabajadores, contribuyentes sufridos, consumidores modestos -, la crisis la provocaron «ellos», los grandes dueños, administradores y gestores del capital, y algunos grandes especuladores de Estados Unidos y sus congéneres europeos. Quebró el capitalismo neoliberal y para evitar una depresión económica similar o peor a la de los años 30 del siglo pasado los Estados y sus bancos centrales, bancos públicos, de todos, acudieron al rescate de los grandes bancos privados e, incluso, de algunas grandes empresas privadas (General Motors, en EE UU ), inyectando billones de dólares, libras, euros, etcétera, que anestesiando la crisis salvaron de la ruina precisamente a las élites financieras y empresariales que la habían provocado.
¿Qué precio pagaremos los pueblos por el casino burbujeante en el que convirtieron la economía los más ricos del planeta? Lo estamos empezando a ver. Después de acudir con sumas de vértigo al rescate de los bancos y de los negocios privados y de invertir en la economía productiva para lograr una recuperación que superase lo más rápidamente posible la recesión económica y frenase la pérdida masiva de empleo, los Estados, esquilmados, necesitan, como se dice vulgarmente, ahorrar y sacar dinero hasta de debajo de las piedras. ¿Cómo lo van a hacer? Ahí estriba el quid de la cuestión. ¿Quién debe pagar los platos rotos del desaguisado neoliberal? La respuesta parece obvia, deben pagar «ellos», las élites financieras y empresariales que provocaron el desastre sin pagar ningún precio y no «nosotros», los pueblos, que muy poco tuvimos que ver con las orgías especulativas del casino financiero mundial. Pero no, las apariencias engañan, la llamada salida de la crisis exigirá muchos más sacrificios a los pueblos, a «nosotros» que a las élites, a «ellos». ¿Hay pruebas de esa injusticia? Las hay. Sin ir más lejos en España se habla de reforma laboral y la CEOE propone para los jóvenes menores de treinta años contratos de trabajo propios no del siglo XXI, sino del siglo XIX, se habla de reducciones y congelaciones salariales, o se ataca al sistema público de pensiones con propuestas como el retraso en la edad de jubilación a los 67 años e, incluso, aumentar de 15 a 25 los años de servicio utilizados para el cálculo de la pensión de jubilación, lo que redundaría en un menor importe aún de dichas pensiones. Y el caso de España no es un caso aislado. Recientemente Charles Dallara, director gerente del Instituto de Finanzas Internacionales, la asociación de bancos mas grande del mundo, nada menos (¡Menuda autoridad moral para impartir doctrina!) manifestaba que para que América Latina pudiera tener una economía competitiva frente a Asia, debía «flexibilizar» su mercado laboral para facilitar el despido de trabajadores y de esta manera reducir costos de las empresas. En fin, estas políticas de ajustes ¿de cuentas?, son las recetas que en el colmo de la desvergüenza y la desfachatez pretenden imponer a los pueblos las mismas élites neoliberales que provocaron la crisis. Y se pueden salir con la suya, si los gobiernos y los Estados acatan y siguen sus dictados (dictadura de los mercados, la llamó Ignacio Ramonet), y si «nosotros», los pueblos, permanecemos pasivos y cruzados de brazos dejándoles hacer a «ellos».
¿Qué hacer, entonces, para que no seamos «nosotros», los pueblos, los que paguemos la crisis?
Ante todo meter en cintura a los banqueros y grandes empresarios. Eso requiere, en primer lugar, a escala global una profunda reforma del sistema financiero internacional, reforma que comprenda no sólo la reglamentación de toda clase de transacciones financieras y el establecimiento de impuestos solidarios a dichas transacciones, como un imperativo de justicia fiscal global, sino también la supresión de los paraísos fiscales y la reforma del FMI y el BM puestos bajo la tutela de la Asamblea General de las Naciones Unidas o su supresión y la creación de organismos dependientes de dicha Asamblea; y a escala estatal o nacional, la creación de bancos públicos sin ánimo de lucro, capaces de estimular con el crédito la actividad de las pequeñas y medianas empresas y políticas fiscales progresivas que hagan pagar más a quienes más riqueza tienen, tal y como sucede, por ejemplo, en los países del norte de Europa. Sólo así, como demuestra el ejemplo citado, será posible conservar y mejorar el estado de bienestar que asegura un futuro sin zozobras al conjunto de la población.
En segundo lugar, un orden y un sistema económico internacional más justo no puede gestarse ni gestionarse desde el G-7 o el G-20, sólo puede ser impulsado desde el G-192, es decir, desde la Asamblea General de las NN UU, que podría establecer como proponía el Premio Nobel de economía J. Stiglitz, un Consejo Económico Mundial vinculado a dicha Asamblea, que coordinase las políticas económicas de todos los Estados del planeta.
Y, en tercer lugar, habría que definir los objetivos de las políticas económicas mundiales. Por un lado, poniendo fin gradualmente a la destrucción de la biosfera, de la biodiversidad y al pillaje y despilfarro de los recursos naturales, y, por el otro, satisfaciendo las verdaderas e indispensables necesidades materiales y espirituales de la población mundial y reduciendo paulatinamente las enormes desigualdades nacionales y sociales provocadas por el sistema.
La consecución de esos objetivos pasa, naturalmente, por el cambio hacia un modelo energético e industrial cada vez menos contaminante y por profundas reformas que pongan el acento en la construcción de economías mixtas, públicas-privadas, en el sentido que propone el historiador E.J.Hobsbawm y que no cifre el éxito en el mero e imposible crecimiento económico ilimitado, sino en la satisfacción de las necesidades vitales, materiales y espirituales, de los seres humanos.
¿Es posible articular ese discurso altermundista en medio de una crisis en la que a la mayoría de los pueblos la dimensión local les impide ver la naturaleza global del problema? A mi juicio hay oportunidades que no se pueden desaprovechar. Una de ellas es la cita propuesta por el presidente boliviano Evo Morales convocando a una cumbre mundial sobre el cambio climático en Cochabamba, cumbre que desde una nueva ética de la vida debería dar fe del compromiso de los pueblos en la defensa de la biosfera y la biodiversidad del planeta Tierra. ¿Estarán, estaremos, a la altura de las circunstancias?
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