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“Rebelión en la Granja” y “1984” perfeccionan las utopías negativas presentadas en las novelas de Swift, Kafka y Huxley, pero no consiguen tampoco dar cuenta totalmente de los totalitarismos contemporáneos

Parábolas del Gran Hermano

Fuentes: Rebelión

(Traducido del portugués para Rebelión por Horacio Garetto) En todas las épocas de la historia de la literatura se ha dado el fenómeno de que ciertos libros se convierten en «universales», en algo así como los «libros del siglo», ofreciendo a su época una figura paradigmática, obteniendo con ello un gran efecto, cuyos ecos perduran […]

(Traducido del portugués para Rebelión por Horacio Garetto)

En todas las épocas de la historia de la literatura se ha dado el fenómeno de que ciertos libros se convierten en «universales», en algo así como los «libros del siglo», ofreciendo a su época una figura paradigmática, obteniendo con ello un gran efecto, cuyos ecos perduran por un largo tiempo. No es por casualidad que la forma literaria de esas obras sea frecuentemente la parábola. Esa forma literaria permite exponer ideas filosóficas fundamentales de una forma tal que pueden ser leídas, al mismo tiempo que como obras filosóficas, también como historias entendibles, coloridas, vinculantes.

Esa doble naturaleza dice a la persona culta algo cognitivamente diferente de lo que dice a los niños o a los jóvenes pero, no obstante ello, todos terminan leyendo la obra con igual voracidad. Es justamente por eso que tales obras dejan una impresión profunda en la conciencia del mundo, penetrando en los tópicos del pensamiento y de la conversación cotidiana y de la imaginación social.

Durante el transcurso del siglo XVIII fueron las parábolas de Daniel Defoe y de Jonathan Swift las que llegaron a constituirse en los paradigmas literarios de la alborada de la modernidad capitalista. El «Robinson Crusoe» de Daniel Defoe llegó a convertirse en el prototipo del hombre blanco, burgués, diligente, optimista, racional, que como administrador de su alma y de su existencia, en una isla salvaje, crea de la nada un lugar confortable y, mejor todavía, además de eso, pasa a «purificar» a los hombres de color subdesarrollados por medio del «trabajo», terminando por enseñarles modos de comportamiento magníficamente civilizados. En contrapartida, el «Gulliver» de Jonathan Swift vaga por mundos fabulosos, peligrosos, bizarros, en los cuáles la modernizaciòn capitalista se retrata con sátira mordaz y dónde se parodian las «virtudes del hombre burgués» de Daniel Defoe.

Podríamos entender el «Gulliver» de Swift como la primera «utopía negativa» de la modernidad, repleta de presentimientos. En el siglo siguiente, el siglo XIX, positivista y creyente en el progreso, ese género literario-filosófico salió un poco de la escena. Pero en el siguiente siglo XX vivió un imprevisto florecimiento. Un primer precursor fue la novela «La máquina del tiempo» de H.G.Wells , del año 1895. En la obra de Wells encontramos una especie de prolongación de la sociedad de clases de la era victoriana hasta el estado de su degeneración completa, en el cuál los descendientes de los capitalistas de otrora viven en la superficie de la tierra como abuelos afables, bondadosos, medio tontos y seniles, al tiempo que los descendientes de la clase obrera de otrora se transforman en seres del mundo subterráneo, que se alimentan canibalísticamente de sus antípodas.

Bajo la impresión causada por las guerras mundiales, grandes crisis económicas y dictaduras industriales, el género de utopía negativa se perfecciona. Las parábolas sombrías de un Franz Kafka, por ejemplo, pertenecen a ese contexto, tanto como las obras de ficción científica negativa y popular. Así, llegaron a ser célebres novelas como «Nos» de Ievgueny Zamiatin, escrita en 1920, «Admirable Mundo Nuevo» de Aldous Huxley, del año 1932, pero sobre todo los dos famosos libros correspondientes a George Orwell: «Rebelión en la Granja» y «!984» , esta última tal vez la más conocida de todas las utopías negativas, publicada en 1949.

Es fácil adivinar de qué modo la obra de Orwell será tomada por los entusiastas propagandistas del sacrosanto capitalismo globalizado. Ellos toman y ven a Orwell como a uno de los «suyos», un hombre que supo ver, anticipar y horrorizarse con dictaduras tan poco «democráticas» como las de Hitler y Stalin. Todos están «encantados» con sus famosas parábolas cuyo conocimiento, dicen, habrían contribuido a conducir a la humanidad a un futuro de libertad, de democracia y de economía de mercado, hoy «por suerte» ya «casi alcanzado». Por último se nos dirá que la obra de Orwell nos invita a un estar alertas contra las tentaciones del totalitarismo, que siempre están «a la vuelta de la esquina», acechadas por los malos de este mundo, siempre esperando su oportunidad para asolar nuestro hermoso «mundo democrático». Y habrá entonces con toda probabilidad en esos discursos referencias al fundamentalismo islámico y a Saddam Hussein o a Slobodan Milosevic. Pero difícilmente alguno de esos oradores «democráticos», dedicados a reverenciar a Orwell, llegará a esta constatación, a saber: que su utopía negativa hace ya mucho tiempo que se tornó realidad y de que vivimos hoy en el más totalitario de todos los sistemas, cuyo centro está formado por el propio Occidente democrático. Seguramente el propio Orwell no pensó de ese modo. Es obvio que el, desde su perspectiva de los años 40 del siglo pasado, cuando escribió sus parábolas, no tenía a la vista otra cosa que las experiencias de los totalitarismos nazis y estalinistas; algo parecido sucediò con las obras filosóficas de Hanah Arendt, con las principales de los años 50. Las grandes obras filosóficas y las grandes parábolas literarias se caracterizan muchas veces por decir más de lo que sus propios autores sabían y por lanzar una luz sorprendente sobre la situación posterior, cosa que en la época de surgimiento de esas obras no podían todavía ser tenidas en cuenta de una forma consciente. La primera de las parábolas orwellianas, «Rebelión en la Granja», elucida ese aspecto. Vista superficialmente, se trataría de una fàbula de la vanidad (o futilidad) de todas las revoluciones sociales, ya que la esencia de la dominación social, la estructura de poder, permanece siempre igual. Ese motivo anticipa una idea básica del pensamiento pos-moderno de Foucault, el cuál presupone de manera parecida una especie de «ontologìa del poder». En ese sentido Orwell es más bien un pesimista antropológico antes que un ideólogo lleno de hurras al orden dominante, aunque, como todos los pesimistas, al final termina defendiendo la sociedad existente, en su caso la anglo-sajona, como la mejor de todas las posibles. No sin razón Orwell fue comparado frecuentemente a Swift. «Rebelión en la Granja» es una parodia brillante de la Revolución Rusa, con los cerdos como la élite burocrática y el cerdo supremo «Napoleón» en el papel de Stalin. Naturalmente se burla de todos los clichés del pensamiento burgués acerca de la naturaleza de todos los intentos de emancipación humana. Pero la parábola contiene también un subtexto bastante distinto del cual el propio Orwell evidentemente no tenía conciencia. Por un lado ella puede ser leída en el sentido de que el problema no reside en la idea en sí misma de emancipación sino en la «revolución tracionada» (Isaac Deutscher), una vez que los cerdos, bajo el liderazgo de Napoleón, traen la igualdad a la granja. Por otro lado ese subtexto contiene a su vez otro subtexto según el cuál no es esa «traición » de los cerdos a la Revolución en la Granja lo que hace fracasar la Revolución sino la falsa comprensión de la propia represión, la cual, no se deriva de la forma como la revoluciòn se organiza sino meramente de la voluntad de poder del terrateniente humano, llamado Jones, de explotar a los animales de la granja. De ese modo las ovejas sofocan regularmente toda discusión sobre el sentido de la acciòn colectiva, baliendo con vehemencia cada cuarto de hora el eslogan «Cuadrúpedo es bueno, bípedo es malo», lo que al fin es desmentido, porque los propios cerdos se transforman en «bípedos».

C oercion interna

Sin querer, Orwell llega así a la conclusión implícita de que no es un cambio en la identidad de los detentadores del poder lo que constituye la emancipación sino la superación de una determinada forma de organización de la vida social, es decir, en este contexto, del moderno sistema de producción de mercancías, que atraviesa todas las clases sociales. De esta manera queda transparente que hasta el mismo trabajo abstracto no es un principio ontològico y menos que menos todavía un principio de emancipación humana sino por el contrario el verdadero principio del poder represivo, que somete a los animales al fin en sí mismo irracional de «producir por el amor de producir», simbolizado en el personaje un tanto estùpido del caballo de tracción Boxer, una especie de obrero-patrón que quiere resolver todos los problemas con la aplicación de la divisa «yo quiero y yo voy a trabajar todavía más duro» para acabar siendo vendido por Napoleón a un matadero de caballos, desgastado hasta el punto de no poder ya más seguir trabajando.

El problema de la forma común del nexo social sistémico se vuelve aún más claro en «1984», un libro que se parece mucho a la novela «Nos» de Zamiatin (tal vez influenciada por esta). En el primer plano, tanto en Zamiatin como en Orwell tenemos la figura de un líder todopoderoso y colosal, en un caso denominado simplemente «benefactor», en el otro denominado «Gran Hermano». Naturalmente ambos imitan las dictaduras políticas totalitarias de entreguerras.

Pero también aquí aparece un subtexto que va más allá, más lejos de los mensajes explícitos. Por detrás del poder personificado en el «Gran Benefactor» o en el «Gran hermano», aparece el carácter anónimo, «reificado», del totalitarismo: el «benefactor» de Zamiatin se termina revelando como una máquina inteligente y también el «gran hermano» de Orwell puede ser leído fácilmente como una metáfora de una matriz anónima de control sistémico, que en el totalitarismo económico actual funciona de manera mucho más coercitiva que lo que lo eran las dictaduras políticas de la primera mitad del siglo XX.

En la parábola de «1984» lo siniestro ya no es tanto la coerción externa sino algo mucho peor todavía que es la interiorización de esa coerción, la que acaba apareciendo como un imperativo del propio yo. El fin en sí mismo irracional de la «valorización interminable del valor» por medio del trabajo abstracto quiere un hombre autorregulado, que se reprima a sí mismo en nombre de leyes anónimas sistémicas. El ideal es la autoobservaciòn y autocontrol de sí mismo del empresario individual «por medio de su superego capitalista»: ¿soy productivo, ajustado, eficiente? ¿Estoy siguiendo la tendencia, soy capaz de competir? La Voz del Gran Hermano es la voz del Mercado Mundial Anónimo; y la «policía del pensamiento» de las relaciones democráticas de competencia funciona de forma mucho más refinada que todas las policías secretas juntas.

Esto se aplica también al famoso «lenguaje orwelliano» o «nueva lengua», con su inversión de significados, que es en el fondo, de hecho, el lenguaje del liberalismo económico: cuándo se dice, en nombre del Gran Hermano, que «libertad es esclavitud», entonces eso significa inversamente que «esclavitud es libertad», o sea la autosumisión alegre a las pretendidas «leyes naturales» de la fìsica social de la economía de mercado. Esto se aplica también a otros lemas de la «nueva lengua»: «Guerra significa Paz», nadie sabe eso mejor que la OTAN y la potencia mundial «democrática», los EEUU, autodesignada policía mundial, y el lema «ignorancia es fuerza», ¿quién en buena conciencia suscribiría mejor esa máxima que el consumidor democrático o los «manageres empresariales», cuyo éxito depende de la ignorancia social? Poner en cuestión, aunque sea solo en el pensamiento, los criterios del sistema significa estar «out», o sea la muerte social.

Se puede tal vez salir de una secta política o, en un Estado Totalitario, se puede partir hacia la «emigración interior»; pero el hombre capitalista «autoregulado» no puede salir, no se puede retirar «así porque sí», «cuando el quiere» del mercado totalitario porque ello equivaldría a nada más y nada menos que salir de su propio yo, convertido en «capital humano». La conciencia es reintroducida en el mecanismo omnipresente de la competencia, incesantemente calculándose a sí misma como instrumento de valorización y, al mismo tiempo, engañándose a sí misma con las fórmulas de la «novilingua» económica neoliberal: por ej. «la locura de la productividad es autoexperiencia»; la «autosumisiòn es autorrealización»; la «angustia

social es autoliberaciòn», etc. etc. o, como divisa esquizofrènica de cabecera del hombre moderno, formulada por Rimbaud de manera insuperable hace ya más de cien años: «Yo soy otro».

La libertad no tiene más significado, en ese mundo, que saber lo que el «Gran Hermano», o el «Gran Benefactor» , es decir, el Mercado Totalitario, quiere de los hombres, saber y poder presentirlo y obedecer sus presiones o quedar a medio camino, perder la existencia social y morir prematuramente. Para que estas sanciones se apliquen a los perdedores no es más necesario un gran sistema burocrático. Eso fluye por sí solo desde el poder anónimo siniestro de la máquina social del capital . Ese es el poder de las leyes econòmicas ciegas, que violenta los recursos naturales y humanos, emancipado de toda voluntad social, inclusive el de la propia subjetividad del management.

En cierto modo el mundo entero se convirtió en una única y gigantesca «granja orwelliana» en la cuál es indiferente quién manda, si el terrateniente Jones o si el cerdo supremo Napoleón, visto que los comandantes subjetivos son de todas maneras los órganos ejecutivos de un mecanismo autonomizado, que no descansará hasta hacer del mundo, por medio del trabajo, un desierto sin vida.

En esa «Granja-Mundo» orwelliana de leyes económicas autonomizadas toda cuestión crítica acerca del sentido y de la finalidad de la organización demente entera es sofocada de inmediata porque las «ovejas democràticas» no paran de balar: «Trabajo es Bueno; Falta de Trabajo es Malo»; «Competencia es Buena, Reivindicaciones Sociales son Malas», etc.

Si podemos leer las parábolas orwellianas de esta manera podremos vernos a nosotros mismos como los prisioneros de un sistema ya maduro cuyo totalitarismo es tal que «Rebelión en la Granja» y «1984» de Orwell parecen casi inocentes.