El análisis macroeconómico nos enseña que los comportamientos que parecen razonables cuando se analizan a nivel individual pueden dar lugar a resultados distintos a los esperados cuando se generalizan en el conjunto de la economía, o cuando quien los adopta es un agente con tanta capacidad para influir en la situación global de la economía […]
El análisis macroeconómico nos enseña que los comportamientos que parecen razonables cuando se analizan a nivel individual pueden dar lugar a resultados distintos a los esperados cuando se generalizan en el conjunto de la economía, o cuando quien los adopta es un agente con tanta capacidad para influir en la situación global de la economía como el sector público. Normalmente, nos referimos a estas situaciones como «paradojas», y el economista canadiense M. Lavoie señala siete bien conocidas ( aquí ). Una de ellas es la paradoja de la deuda, que aplicada al caso de la política económica nos diría que los intentos de reducir la ratio deuda/PIB congelando o reduciendo el gasto público pueden acabar, de hecho, elevándola.
Esto es mucho más que una curiosidad teórica: ha ocurrido recientemente, y puede volver a ocurrir en España si seguimos las recomendaciones que están haciendo instituciones como la Comisión Europea ( aquí ), el Fondo Monetario Internacional ( aquí ) o el Banco de España ( aquí ). Veamos por qué.
Los cambios en el cociente de la deuda pública sobre el PIB se pueden descomponer en dos efectos. El primero está vinculado al déficit o superávit primario del gobierno, es decir a la diferencia entre el gasto público (excluido el pago por intereses de la deuda) y los ingresos públicos. Si hay déficit, el cociente deuda/PIB tiende a aumentar, porque el gobierno tiene que emitir nuevos títulos en el mercado primario (dado que, actualmente, el banco central tiene prohibido prestar directamente al Estado). Si lo que se registra es un superávit primario, ocurre lo contrario: la ratio deuda/PIB tiende a reducirse.
Pero también hay un segundo efecto, que suele denominarse «bola de nieve», y que puede ser positivo o negativo. Por un lado, el gobierno tiene que pagar los intereses de la deuda actual, y esto eleva el gasto y la necesidad de emitir nueva deuda. En sentido contrario, si el PIB está creciendo, estos pagos supondrán un porcentaje cada vez menor de la renta. Por tanto, el efecto «bola de nieve» tiende a reducir el peso de la deuda pública en el PIB cuando la tasa de crecimiento de la economía es mayor que el tipo de interés, y viceversa.
Planteado de esta forma, si lo que se quiere conseguir es una reducción de la ratio deuda/PIB, la recomendación de limitar el gasto público para tener superávits primarios «parece» una recomendación razonable. Sin embargo, esto solo es cierto si lo que el gobierno decide con su política fiscal no tiene efectos en la tasa de crecimiento de la economía, o si este efecto (lo que llamamos el «multiplicador» del gasto público sobre el PIB) es pequeño. En caso contrario, puede ocurrir que lo que gana el gobierno con el superávit primario (emitir menos deuda en términos nominales) lo pierda provocando un parón de la actividad económica (se reduce el denominador del cociente y hace que el efecto «bola de nieve» sea negativo).
De hecho, es bastante probable que esto último sea lo que ocurra si intentamos reducir la deuda con una vuelta a las políticas de austeridad. En un artículo publicado en 2013, el economista portugués P. Leao ( aquí ) calculó a partir de qué valores del multiplicador esta «paradoja» se verificaría. Aplicando su trabajo al caso de España obtendríamos que con valores del multiplicador superiores a 0,7 las reducciones de gasto tienen el efecto contrario al esperado: aumentan la ratio deuda/PIB. La evidencia empírica disponible sobre el tamaño del multiplicador del gasto público en nuestro país permite afirmar que es muy probable que este se sitúe por encima de ese valor de 0,7 (por ejemplo, el trabajo de Martínez y Zubiri, aquí ). Por tanto, la cuestión no es solo si se debe reducir o no la ratio deuda/PIB, sino cuáles son las mejores políticas para conseguirlo.
Los resultados de las políticas de austeridad llevadas a cabo en Europa para abordar el aumento del déficit y la deuda después de la Gran Recesión deberían advertirlos del elevado riesgo de repetir el mismo error.
Hace ya unos años, B. Eichengreen y U. Panizza se mostraban ( aquí ) muy escépticos con la posibilidad de reducir la deuda pública en Irlanda, Italia, Portugal, Grecia o España a través de superávit fiscales primarios elevados sostenidos en el tiempo, a la vez que reconocían la excepcionalidad histórica que supondrían y la dificultad económica, política y social de aplicar esta estrategia.
A pesar de ello, las autoridades europeas la impusieron, y no solo nos llevaron a una auténtica década perdida -en términos económicos y sociales- sino que tuvieron muy poco éxito para alcanzar sus propios objetivos de contención de la deuda pública. A. Fatás y L. Summers han publicado recientemente un artículo sobre los efectos permanentes de las políticas de consolidación fiscal en la tasa de crecimiento ( aquí ) cuya conclusión no puede ser más rotunda: «los intentos de reducir la deuda a través de políticas de consolidación fiscal han provocado muy probablemente una subida de la ratio deuda/PIB por su impacto negativo a largo plazo sobre la producción».
¿Puede pasar otra vez que en los próximos años tropecemos con la misma piedra? Todo indica que si no conseguimos liberarnos de la influencia de unas ideas preconcebidas sobre la política fiscal -que se han mostrado erróneas-, asistiremos al retorno de la austeridad.
Por ejemplo, la Comisión Europea sigue recomendando para los próximos años políticas de consolidación fiscal y limitaciones del gasto público con dos argumentos.
En primer lugar, aunque ella misma prevé que la ratio deuda/PIB va a reducirse en España en los próximos años ( aquí ), estima que es necesario acelerar el ritmo al que disminuye. Bruselas teme la vulnerabilidad de la economía española ante posibles subidas del tipo de interés: el riesgo de una rápida retirada de los estímulos monetarios por parte del BCE invitaría a acelerar el proceso.
Desde nuestro punto de vista -y dado que la subida de tipos que se espera para la Eurozona se prevé limitada y muy progresiva- este argumento no justica la vuelta a la austeridad. Pero además, el problema es que el resultado esperable sería precisamente el contrario: menor crecimiento y, con ello, una ratio deuda/PIB más elevada. Aunque sea importante reducir el peso de la deuda pública sobre el PIB, intentarlo con más austeridad resulta contraproducente y está abocado al fracaso.
Es más, esta aproximación a la política fiscal resulta particularmente disfuncional en un escenario de desaceleración económica como el que hoy se vislumbra, a pesar de que los resultados han sido algo mejor de lo esperado en términos de crecimiento y creación de empleo en el tercer trimestre de este año. Si este escenario se materializa finalmente, la tasa de paro acabará estabilizándose en un valor muy por encima del que se registraba antes de la crisis, y desde luego muy superior a la media europea. En este contexto, obsesionarse con alcanzar un déficit más bajo carece de sentido -en 2018 se situará ya por debajo del 3%, y en 2019 se reducirá hasta el 2% aproximadamente-. La «obsesión austeritaria» no hará sino reforzar la desaceleración.
Pero la Comisión maneja también un segundo argumento para justificar la necesidad de proseguir con la reducción del déficit: según Bruselas, casi todo el déficit actual es «estructural» -es decir, que no responde al ciclo económico- cuando lo deseable para la economía es que se alcance un «equilibrio estructural».
Cualquier economista con un mínimo sentido crítico sabe que las estimaciones de este «déficit estructural» son metodológicamente muy discutibles, por lo que usarlas como única guía para tomar decisiones de política fiscal es más que arriesgado. El supuesto que se esconde detrás de la afirmación de que la mayor parte del déficit es «estructural» pasa por sostener que España se encuentra actualmente en su PIB potencial, y que por tanto «la oferta» es ya la principal restricción al crecimiento (¡con un 15% de paro!). Que, sin ningún tipo de justificación, la Comisión interprete que con este volumen de recursos ociosos España ya ha alcanzado su PIB potencial solo constata la falta de utilidad práctica que tienen las actuales estimaciones del «déficit estructural». Utilizarlas para orientar la política fiscal conlleva importantes efectos negativos, tal y como se comprueba, por ejemplo, en el trabajo de P. Heimberger y otros ( aquí ).
Es más, la propia idea de que para cualquier economía el «equilibrio estructural» de sus finanzas públicas es un objetivo deseable también carece de fundamento teórico y empírico (esto requiere otro artículo, pero el lector impaciente puede encontrar buenos argumentos en los trabajos de M. Sawyer, por ejemplo aquí ). Lamentablemente, esta ortodoxia fiscal se ha plasmado no sólo en una serie de ideas muy sesgadas sobre la necesidad de alcanzar equilibrios presupuestarios. También en un conjunto de «reglas» cuyo cumplimiento ha adquirido -absurdamente- el rango de las Tablas de la Ley.
Frente a esta lógica, ha llegado el momento de desterrar la pretensión de mantener superávits primarios sostenidos en el tiempo, para dirigir la política fiscal hacia otros objetivos: contrarrestar la desaceleración para que el paro siga bajando, revertir los recortes en los servicios públicos fundamentales, implementar un programa de ingresos mínimos para reducir la desigualdad y la pobreza, y poner en marcha un programa de inversión pública que impulse un cambio real de nuestra estructura productiva. Estos objetivos son, además, compatibles con una reducción progresiva de la ratio deuda/PIB, si la política fiscal se diseña con la intención de contribuir positivamente al crecimiento económico.
Hace unas semanas, el Gobierno presentó su Plan Presupuestario para 2019. Las grandes líneas de este plan son ya conocidas, y parte de ellas se han plasmado en el acuerdo político alcanzado con Unidos Podemos.
El acuerdo puede abrir el camino de una nueva agenda fiscal para España, revirtiendo parte de los recortes de la última década gracias a los ingresos adicionales que proporcionarán los cambios tributarios que se llevarán a cabo.
Sin embargo, su alcance puede verse parcialmente limitado por un corsé del que el Gobierno no quiere liberarse: en su Plan Presupuestario vuelve a persistir en el error de mantener para los próximos años la política de reducción acelerada del déficit, fruto de la obsesión por alcanzar el equilibrio presupuestario. Si preguntáramos a sus autoras por qué se mantiene esta tendencia, estamos seguros de que la respuesta no obedecería tanto a un análisis detallado de lo que conviene en la actual coyuntura a la economía española, sino a algo más prosaico: es lo que exigen «las reglas» de Bruselas.
Desde hace demasiado tiempo, las discusiones sobre la política fiscal en Europa -y por tanto en España- se ven siempre limitadas a esta cuestión casi burocrática: cumplir las reglas, y poco más. Es el momento de iniciar un debate que vaya más allá, y que abra el espacio a la deliberación democrática de las mejores opciones de política económica.
Jorge Uxó (Universidad de Castilla – La Mancha). Nacho Álvarez (Universidad Autónoma de Madrid).