I El paro sigue su escalada rampante. Hace sólo dos años asistía a un debate sobre perspectiva social auspiciado por el Ayuntamiento de mi ciudad. Los técnicos que enmarcaban el debate empezaron por presentar los hechos estilizados y el primero de ellos es que habíamos alcanzado el pleno empleo. Hace menos tiempo en otro debate […]
I
El paro sigue su escalada rampante. Hace sólo dos años asistía a un debate sobre perspectiva social auspiciado por el Ayuntamiento de mi ciudad. Los técnicos que enmarcaban el debate empezaron por presentar los hechos estilizados y el primero de ellos es que habíamos alcanzado el pleno empleo. Hace menos tiempo en otro debate de presuntos expertos en mercado laboral y migraciones, una persona con gran prestigio social en la predicción económica insistía en la necesidad de priorizar las políticas de empleo orientadas a la contratación de inmigrantes para garantizar la continuidad del crecimiento. En ambas ocasiones no fui el único en cuestionar esta visión optimista, aunque quienes lo hicimos éramos conscientes de actuar a contracorriente. Se trataba en todo caso de debates sin relevancia social, pero indicativos de hasta qué punto las élites intelectuales habían interiorizado un discurso incapaz de presentir el peligro de un terremoto. Aún en un momento donde ya se podían percibir los primeros síntomas del fin de ciclo. Y cuando para mucha gente empezaba a ser evidente que una economía tan dependiente de la construcción como la española tenía todos los números para entrar en una recesión grave.
Los errores de previsión han sido generales. En buena parte producto de un tipo de análisis estadístico que tiende más a extrapolar el pasado que a detectar las señales de cambio, que olvida el análisis detallado de los procesos productivos y que se limita a estudiar unas pocas variables, a menudo poco informativas. A las limitaciones del análisis técnico hay que sumar además la lectura de los políticos, siempre orientados al optimismo cuando están en el poder y a la crítica en la oposición. La lentitud en reconocer la crisis por parte del Gobierno se entiende por esta combinación de falta de lectura realista y tendencia a eludir las malas noticias.
II
Como ya comenté en una nota anterior, la crisis actual es el resultado de factores diversos, algunos de los cuales son específicos de la economía española y apuntan a una situación potencialmente más grave que la de otras economías con mayores posibilidades de respuesta. Y frente a esta situación comprometida, el Gobierno sigue considerando que estamos ante un mero ajuste temporal con fecha de caducidad. Sería bueno que alguien revisara lo que ocurrió en periodos anteriores (en las décadas de los setenta o de los ochenta) y tomara nota que también entonces se iban fijando plazos cortos de recuperación que se iban incumpliendo paulatinamente. Lo de la «corta recesión» del 92-95 no vale mucho porque la situación es distinta: ni ahora se puede devaluar la peseta como se hizo entonces (para mejorar la balanza de pagos) ni es pensable que se inicie un ciclo rápido de inversión inmobiliaria.
A mi entender, en el caso español se da la combinación de una fase recesiva general con los problemas específicos de la estructura económica española, de su posicionamiento en la estructura económica mundial, en el marco del tipo de empresas que controlan el poder económico. Siempre es atrevido jugar a agoreros. La realidad económica es tan compleja que siempre existen más posibilidades de evolución que las que somos capaces de advertir a simple vista. Pero o las alternativas están tan encubiertas que aún no se perciben o, como estimo más realista, podemos esperar otro largo período de desempleo masivo, de graves situaciones sociales, de incertidumbre y pesimismo.
III
La respuesta del Gobierno es pobre. No podía ser de otro modo dada su mediocridad y la pobreza de análisis que predomina en sus asesores. En su descargo hay que decir (aunque ellos han colaborado también a esto) que el Gobierno carece de los instrumentos básicos que en otras ocasiones constituyen respuestas a las crisis: tipo de cambio, política monetaria e incluso buena parte de la política presupuestaria están fuera de su margen de actuación. Pero en su respuesta ni cuestiona la importancia de estas limitaciones ni ofrece un planteamiento de una mínima coherencia, a menos que se considere como tal la sumisión a los imperativos de la ortodoxia económica dominante o la respuesta a los grupos de presión.
El programa de medidas que se ha ido perfilando más bien parece un intento de decir que se están haciendo muchas cosas que de situar en serio los problemas de fondo.
Se combinan medidas de sostenimiento de las demandas, para que la actividad económica no decaiga en los sectores económicos dominantes (construcción y automóvil), con políticas depresivas que más bien frenarán la creación de empleo: especialmente los anunciados recortes del presupuesto corriente o la reducción en un 70% de la oferta pública de empleo. Cuando todo el mundo era keynesiano, y predominaba algo más de sentido común, se daba por hecho que la expansión del empleo y el gasto público era un medio para mantener el empleo y propiciar la recuperación económica. Ahora hemos vuelto a los viejos tiempos del escolasticismo liberal que convierte el déficit público en pecado y al empleo público en sospechoso.
La parte pomposa es la de las reformas estructurales. Pero nadie puede esperar de ello otra cosa que más de lo mismo. Empezando por la eliminación del impuesto del Patrimonio (un impuesto modestamente recaudatorio pero útil para controlar la riqueza de la gente adinerada), una verdadera insensatez e injusticia social. En un país donde algunos se han hecho ricos con operaciones patrimoniales es una grosería hablar de austeridad cuando se les perdonan impuestos. Una auténtica demolición de la imposición al capital iniciada por las Comunidades autónomas con eliminación paulatina de los impuestos de sucesiones y donaciones y culminada ahora por el Gobierno. Y aún tienen la caradura de presentarse como socialdemócratas.
El resto es lo de siempre, reformas orientadas a promover el mercado, la competencia. Sin antes hacer una evaluación seria de lo ocurrido con las sucesivas reformas liberales (la de los alquileres, el sector eléctrico, la telefonía,…). Prometían los beneficios de la competencia perfecta de los libros de texto y han mostrado la verdadera lógica del capitalismo real: competencia oligopólica entre unos pocos, desigualdades y generación de costes sociales diversos. Nadie parece capaz entre el Gobierno y sus asesores de hacer el finiquito real de la experiencia neoliberal. Y cuando ésta ha fracasado en muchos aspectos sólo saben seguir en la misma dirección, quizás esperando que al final la flauta suene por casualidad y la pseudoutopía del mercado perfecto aparezca por alguna parte.
Son en muchos casos reformas inocuas, o que aunque puedan estar bien orientadas -como podría ser el caso de un replanteamiento serio de la formación profesional- sólo tendrán efectos a largo plazo. Pero quizás es sólo la primera andanada. Hay un segundo frente que puede resultar más peligroso y que sin duda va a confirmarse si el desempleo masivo se consolida: el de la reforma laboral y de la seguridad social, y la moderación salarial. Un clásico que nunca desaparece. Animado por la voracidad empresarial y por la ideología de señoritos de los asesores áulicos. CCOO y UGT ya han dicho que nones, que está claro que venimos de un largo período de moderación salarial y de desregulación y que no están dispuestos a tragar otra vez. Pero uno tiene dudas de la firmeza de estas posiciones si la situación empeora, las presiones desde el poder y sus corifeos se refuerzan y proliferan las llamadas a la responsabilidad. El hecho de que entre los parados se vayan a encontrar muchos extranjeros añade otro aspecto preocupante a la situación, por cuanto facilitará la penetración social de los discursos de criminalización de los desempleados.
La incapacidad del Gobierno de explicar la crisis y adoptar una alternativa seria abre un espacio de influencia al Partido Popular inimaginable hace unos meses. Le basta con denunciar la inutilidad del gobierno y confiar en que el desánimo acabe por provocar un giro radical. No es que tengan ninguna alternativa seria. Las propuestas de recortes fiscales y desregulaciones diversas, y las apelaciones al mercado, que son lo único que aporta la derecha, no son ninguna alternativa seria. Más bien agravarían la situación. De hecho el anterior mandado de los populares ayudó a consolidar el modelo económico de éxito fugaz que ahora parece finiquitado. Pero una cosa es la calidad del producto y otra el éxito de marketing que puede alcanzarse con una propaganda machacona lanzada en un momento adecuado. La historia de los últimos cien años está llena de éxitos de este tipo.
IV
La ausencia de alternativas no está sólo en el poder. El neoliberalismo campa de tropiezo en tropiezo, de coste social en coste social sin que tenga que confrontarse con ninguna propuesta de calado. No es que falten voces críticas, pero éstas están dispersas y carecen de altavoces adecuados. Y en muchos casos resultan contradictorias entre sí.
Hay razones diversas que explican esta ausencia, ligadas a los cambios sociales y políticos que han conducido a la jibarización (por ser optimistas) de la izquierda anticapitalista y del reformismo fuerte.
En primer lugar está la propia cuestión de la construcción intelectual. El discurso económico dominante se sustenta en la producción académica y de los centros privados de opinión. Estos últimos están fuera de la influencia de la izquierda. Pero donde se ha perdido realmente la batalla ha sido en el espacio académico, donde la ortodoxia económica neoclásica ha alcanzado una hegemonía innegable y donde los análisis alternativos se presentan como residuos fragmentados de gente inadaptada o incapaz. No hay una verdadera fuerza alternativa de suficiente envergadura (no solo en nuestro país, marginal por lo que se refiere a la producción de ideas) que genere un mínimo de desafío intelectual y produzca argumentos que lleguen a convertirse en ideas fuerza para los movimientos sociales.
No es sólo un problema de marginación. También está la perplejidad sobre qué alternativas perseguir. En el pasado las respuestas eran fáciles. Las críticas al capitalismo acababan concentrándose en su incapacidad de generar un nivel adecuado de crecimiento económico. La izquierda reformista keynesiana y la izquierda radical planificadora tenían en común propuestas de intervención pública orientadas a provocar un mayor aumento de la producción, el empleo y, se suponía, el bienestar. Y a menudo eran propuestas traducibles a escala de un solo país. Hoy esta visión unitaria de las alternativas está en crisis. Y las pocas propuestas de izquierda aparecen diferenciadas por su propia percepción de hacia donde transitar.
Se puede, por ejemplo, propugnar que frente a la crisis actual hay que volver a desarrollar políticas públicas expansivas, pero en este caso surge el problema de cuál es el nivel en el que deben adoptarse. Ante la incapacidad de articular una respuesta global -al menos a escala de la Unión Europea- las alternativas de relanzamiento de la actividad acaban rebajando su nivel de crítica. Un buen ejemplo lo constituye en nuestro país la propuesta de Comisiones Obreras. El sindicato ha denunciado desde hace tiempo las contradicciones del modelo económico español (hay varios números de su revista teórica Gaceta Sindical dedicados a esta cuestión). Pero ante la necesidad de ofrecer una alternativa nacional, su propuesta se centra en propugnar un crecimiento basado en actividades de mayor valor añadido, en mayor desarrollo tecnológico, de capital humano e infraestructuras. De hecho una propuesta productivista fuerte que ha llevado incluso a alguno de sus dirigentes a defender la energía nuclear como parte de esta alternativa. Es una apuesta relativamente coherente en cuanto al eje desarrollo productivo, pero de difícil puesta en práctica -no está claro quiénes van a ser los actores de este cambio de modelo- y de más que discutibles efectos sociales. No sólo porque elude discutir en serio la cuestión de la crisis ecológica. También por su más que cuestionable apuesta social: la defensa del «valor añadido» y el «capital humano» se traduce en un modelo social que conduce a la hegemonía de los controladores del sistema «tecno-científico», que minusvalora la aportación social de muchas actividades básicas y que puede reforzar las tendencias a la diferenciación social y las desigualdades.
Una respuesta sería la de plantear una alternativa que tuviera en cuenta y avanzara respuestas a la crisis ecológica y al mismo tiempo se orientara hacia un modelo social más igualitario e inclusivo. Que por ejemplo contemplara una articulación adecuada de las esferas de trabajo mercantil y no mercantil en la línea defendida por las economistas y sociólogas feministas. Pero a nadie extraña que tal alternativa requiere importantes cambios institucionales difíciles de aplicar a corto plazo. Hay entre este pensamiento alternativo muchas propuestas parciales importantes. Pero se carece de una elaboración que conecte dichas propuestas, les dé una dimensión social y las convierta en ideas fuerza para disputar a la derecha su hegemonía cultural. Y posiblemente exige también, al menos a corto plazo, un diálogo con las propuestas situadas en el campo de la respuesta productivista tradicional, que tiene a su favor el argumento de que hay que evitar los terribles costes sociales que genera el desempleo masivo. Quizás en la defensa común de derechos sociales y políticas de protección a las víctimas del nuevo desastre social empecemos a encontrar vías de trabajo común y de elaboración de propuestas que nos permitan salir del espacio marginal en el que llevamos demasiado tiempo recluidos.
Tratando de sintetizar: No hay alternativas porque han fallado los procesos de elaboración y las propuestas posibles apuntan hacia horizontes contradictorios: reforzar el productivismo o avanzar hacia una sociedad ecológicamente responsable. La crisis de la izquierda política es a la vez un producto y un catalizador de esta situación de perplejidad y desconcierto de las alternativas al neoliberalismo. Y por ello todos los esfuerzos que se hagan por desarrollar visiones compartidas, propuestas unitarias, instituciones sociales en el plano de la elaboración intelectual, los movimientos sociales y las representaciones políticas van a ser esenciales para salir de estos espacios fragmentarios en los que hemos sido aislados. El grado de crisis social al que estamos confrontados debería comprometernos a trabajar para conseguir al menos que el monótono y antisocial discurso económico dominante tuviera que hacer frente a un rival de altura como merece la situación.