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Partido de los Trabajadores: la confirmación de un suicidio político

Fuentes: Diagonal

Lo que las elecciones del pasado domingo en Brasil atestiguan es que el PT no es sólo víctima de un golpe de Estado parlamentario a nivel federal, de los ataques certeros de una derecha inescrupulosa y del imperio mediático. El PT es, sobre todo, víctima de sí mismo.

Los proyectos políticos no son lo que se pone en un papel. No son los programas que se presentan en elecciones. Proyectos políticos son previsiones de sociedad, es decir, de modos de regulación de la vida común. Se van buscando, construyendo, puliendo, insinuando antes o incluso más allá de lo que se explicita. A veces incluso hay que descifrarlos. A veces no se los encuentra porque de tan erráticos acaban por perderse.

Éste es el momento en que un proyecto político pierde su combustible, pierde el aire que lo mantiene vivo: el momento en que ya no tiene más legitimidad. Muchas veces persiste como un zombi, porque su legitimidad se la da aquello que lo niega; respira el aire de otro y ya no vive más por razones propias; se ha convertido en su negación. Y se vuelve un zombi sobre todo porque no se da cuenta de nada de eso. No se trata aquí de reivindicar alguna clase de fundamentalismo (y la consecuente negación de las mudanzas coyunturales), como un cierto izquierdismo, esta «enfermedad infantil». Antes bien, se trata aquí de reivindicar la capacidad de darse cuenta.

Derrumbe electoral

El domingo 2 de octubre hubo comicios municipales en Brasil, para elegir alcaldes y concejales. Los resultados muestran el cuadro político del país y, sobre todo, el derrumbe del Partido de los Trabajadores (PT). La formación «progresista» que condujo la gobernación federal en los últimos 13 años perdió un 60% de los gobiernos locales que tenía, igual porcentaje en el número de votos, y ganó una sola capital de provincia, en el poco significativo Estado de Acre, en Amazonía.

En el total de los municipios, el PT quedó como décimo partido en el número de gobernaciones. Entre las 90 ciudades más grandes, el PT bajó de 14 a una sola alcaldía hasta el momento (en muchas de estas ciudades habrá segunda vuelta dentro de un mes, en las que el PT puede llegar como máximo a siete alcaldías). En la mayor ciudad del país, San Pablo, el PT cosechó su peor resultado electoral en 20 años, además de haber sido prácticamente barrido de su propia cuna, las ciudades industriales del alrededor de esta metrópolis.

Su contrincante más feroz, la derecha del PSDB creció un 13% en número de alcaldías, mientras que su más fiel aliado a la izquierda, el Partido Comunista de Brasil (PCdoB), creció un 48% y pasa de ser insignificante a tener, a nivel de los gobiernos locales, un tercio del tamaño del PT. Aunque hayan recibido menos votos que en las elecciones locales anteriores, los comunistas lograron ganar más donde menos se esperaba: en las pequeñas ciudades.

Los resultados son claros: además del derrumbe electoral, el PT demostró ya no tener más capilaridad y presencia política a nivel local. Uno podría decir que esto ha sido el resultado final de una furiosa campaña mediática (como si los medios fueran todo y tuvieran un poder absoluto, incluso en las comunidades locales, donde los circuitos interpersonales de relación son más significativos). Pero, si uno mira más detenidamente, va a constatar que esto ha sido más bien la consagración de una tendencia electoral que ya se había mostrado en los comicios parlamentarios nacionales y para las gobernaciones de provincia de hace dos años: la credibilidad del PT va en caída sostenida, ya no hay mayores proyectos políticos aglutinantes de transformación social, la dispersión partidaria dio paso al refugio personalista, la política perdió ideas e ideales, el «cambio» se volvió un sello vacío de significado, un signo estrictamente retórico.

En términos de credibilidad política, cuatro años atrás era todo lo contrario. El discurso muy superficialmente distribucionista del PT se plantaba como panacea imbatible. Las permanentes y sistemáticas jugadas de los grandes medios en contra del gobierno tenían efecto cero. La derecha no tenía por dónde atacar y no disponía de discurso alternativo a las verdades rosadas que habían logrado eliminar toda preocupación sobre la ciudadanía y los derechos, en nombre del pleno empleo y de las maravillas del consumo. De postre, los caranchos (carroñeros), aliados de la vieja política, que cuatro años después no tendrían ni escrúpulos ni misericordia con Dilma Rousseff, estaban apaciguados y contentos con sus prebendas, el núcleo duro del esquema de corrupción que ya involucraba al PT y se metastasiaba a todo el Gobierno y todo el sistema político por medio del mecanismo de financiación empresarial de las campañas, cosa que el PT jamás se dispuso a desafiar (al igual que el oligopolio de los medios).

El turning point ha sido el de las jornadas de protesta de junio de 2013, a las que el PT, sus ideólogos y simpatizantes siguen negando cualquier significado que no sea el de una insondable rebelión espontánea de las clases medias conservadoras (los coxinhas) o si no el de una conspiración de la CIA (del estilo de las revoluciones de colores), cuando todo iba bien. Los científicos sociales, de otra parte, las han diagnosticado como síntoma de una crisis (hay incluso quien habla de «colapso») de la representación. Hacia aquel entonces, el PT había abandonado la organización y movilización social como espacio de acción política, al igual que el diálogo con los movimientos sociales, y se había cobijado en los palacios, desde donde la «transformación social» respondía a las órdenes de los tecnócratas. Lo que pasa es que esta «transformación social» de los burócratas y tecnócratas no tenía mucho que ver con las expectativas y necesidades de la gente de la calle, que salió a manifestar su enojo.

Con arrogancia, el PT no hizo ningún esfuerzo por tomar en serio esta inquietud, igual que hoy no lo hace, absolutamente convencido de que sus verdades rosadas encierran la única posibilidad viable de «transformación social», y que toda su obra ha sido la construcción del paraíso. Todo lo demás, para la gente del PT, es izquierdismo delirante o conspiración fascista. En la medida en que el PT se contentaba con una «transformación» cada vez más domesticada y apocada (a punto de adoptar las recetas económicas que teóricamente rechazaba), abandonaba también un proyecto de transformación y se volvía un partido como otro cualquiera. En el momento en que añadió a esto su indulgencia y participación en la corrupción, dio prueba definitiva de que traicionaba las razones por las que quiso llegar al poder.

Lo que siguió ya se sabe. La derecha lo percibió: el PT estaba abandonado a su suerte. Desde entonces, exactamente al contrario de lo que pasaba cuatro años antes, cualquier acusación que se le hiciera resultaba creíble, o al menos venía a propósito del enojo. El Gobierno de Dilma Rousseff, en honor a su espeluznante sucesión de equivocaciones, cayó como un fruto demasiado maduro que está en el árbol. Bastaba que lo tocara un palo. Un Parlamento de oportunistas y sospechosos lo hizo caer. La gente que mayormente condenó la destitución lo hizo antes que nada en aras de la defensa de las reglas democráticas (algo demasiado abstracto para el pueblo) y contra el oportunismo de bandidos, pero no en la defensa del PT y su Gobierno.

A causa del golpe parlamentario y de las protestas en defensa de la democracia, una cierta corriente de opinión, más cercana al anterior gobierno del PT, aglutinada en los medios digitales, dio paso a una aventura discursiva de carácter primeramente caricaturesco: insistir de modo obsesivo en los posibles (o insinuados) rasgos autoritarios del nuevo Gobierno, de manera que se reiterara una narrativa consagrada por la historia reciente: de un golpe de Estado sobreviene un gobierno autoritario.

Hay que asegurar discursivamente que, en última instancia, la derecha va acompañada de algo de olor a fascismo, lo que muchas veces llega a ser cierto, pero no exclusivamente, como lo demostró el neoliberalismo, la más radical absolutización del liberalismo. Esta operación discursiva tiene dos objetivos implícitos: uno, poner el PT estrictamente en el lugar de víctima de atormentadores feroces, en el curso de una conspiración partidaria; y dos, al hacer esta reducción, evitar que se ponga en cuestión la lógica del privilegio, cuya manutención es lo que más interesa a la derecha (y no, antes que nada, la imposición de un orden autoritario).

Esta lógica del privilegio el PT la preservó intacta. No debe ser ella el foco de atención. De lo contrario, el reconocimiento de la «obra» del PT se viene igualmente abajo. Sin embargo, para la derecha, son las ganancias proporcionadas por esta misma lógica las que deben ser preservadas, aunque en tiempos de crisis y aunque el PT se mostrara dócil, a cambio de unos cuantos límites, que ahora pueden ser libremente sobrepasados. La absolutización de estos límites, y no el cuestionamiento de la lógica del privilegio, es lo que rige el discurso de la conspiración en los medios digitales «progresistas» brasileños.

Lo que trasluce del resultado de los comicios del domingo es que esta operación discursiva de victimización del PT no va bien. La gente reconoce el nuevo Gobierno como espurio e inepto (al igual que el anterior). En el último sondeo de opinión, divulgado al día siguiente de los comicios, la aprobación del nuevo Gobierno federal no es mucho mayor que la de los peores días de Dilma, y su desaprobación roza el 40% de los ciudadanos. Sin embargo, el PT no se está salvando al satanizarlo. La explicación puede que sea sencilla: la gente no ve grandes diferencias o, al menos, no son las diferencias aparentes las que cuentan.

Como en 2013, el pensamiento «petista» (y de sus acólitos) sigue desconectado. Lo que las elecciones del pasado domingo en Brasil atestiguan es que el PT no es sólo víctima de un golpe de Estado parlamentario a nivel federal, de los ataques certeros de una derecha inescrupulosa y del imperio mediático. El PT es, sobre todo, víctima de sí mismo. En lo más íntimo, él no se ha dado cuenta de que perdió su proyecto. Pero la gente común sí, a su modo (aunque no sea muy claro), lo percibió. Sencillamente, el PT, el actor central del discurso del cambio, perdió la credibilidad para hablar de transformación social, aunque ella misma no haya perdido su legitimidad. De modo general, éste quizá sea el significado más concreto para el así llamado fin de ciclo de los gobiernos «progresistas» latinoamericanos: sus actores centrales ya no responden bien a las expectativas que ellos mismos han creado.

Fuente: https://www.diagonalperiodico.net/global/31829-partido-trabajadores-la-confirmacion-suicidio-politico.html

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